segunda-feira, 8 de outubro de 2012
50 años después: Prólogo a la nueva edición castellana de "La formación de la clase obrera en Inglaterra", de E.P. Thompson. Antoni Domènech
08/10/12
La editorial madrileña Capitán Swing acaba de reeditar la versión
castellana de La formación de la clase obrera en Inglaterra [Madrid,
2012], el gran clásico del historiador británico Edward P. Thompson.
Con permiso de la editorial reproducimos aquí el prólogo que para
esa edición ha escrito Antoni Domènech.
Casi medio siglo después de la primera edición original, La
formación de la clase obrera en Inglaterra es unánimemente
considerada una obra maestra, y su autor, uno de los más grandes
historiadores del siglo XX, acaso el más original, profundo e
innovador de su segunda mitad. Pero en el momento de su aparición
(1963) ni el libro ni el autor podían resultar más polémicos, ni
concitar más hostilidades.
Para empezar, Edward P. Thompson (1924-1993) no se entendió nunca a
sí mismo como un historiador profesional, ni siquiera como un
académico. Sino como un activista político y como un polígrafo y
publicista socialista vinculado al movimiento obrero y a sus
instituciones histórico-realmente cristalizadas. Como historiador,
su maestro más reconocido no fue un gran profesor de Cambridge o de
Oxford, sino una activa –y casi olvidada— militante comunista, Dona
Torr (1887-1956), fundadora (en 1946) del imponente Grupo de
Historiadores del Partido Comunista Británico (GHPCB) del que fueron
miembros, aparte de Thompson y su compañera, la respetada
historiadora del cartismo Dorothy Towers (1923-2011), dos
irrepetibles generaciones de personalidades tan destacadas de la
investigación historiográfica y científico-social contemporánea como
Eric Hobsbawm (1917-), Christopher Hill (1912-2003), Rodney Hilton
(1916-2002), George Rudé (1910-1993), Victor Kiernan (1913-2009), el
gran clasicista Geoffrey E. M. de Ste. Croix (1910-2000) o el sólido
economista Maurice Dobb (1900-1976).
En 1963 Thompson ya había salido del Partido Comunista; él –y varios
otros miembros del GHPAB— habían roto con el comunismo oficial a
raíz de la invasión soviética de Hungría (1956) y de las
escandalosas revelaciones públicas de Kruschov sobre la era de
Stalin. Muy en una línea de la que nunca se apartaría, y lejos de
recluirse en un retiro o de puro investigador académico o de
ensayista free lance, buscó colaborar en la construcción de un
espacio institucional nuevo, alternativo, de reflexión y actividad
socialista.[1] Estuvo activo en el pacifismo antinuclear de finales
de los 50 (al que volvería, como es notorio, en los 80 con Protest
and survive [2]) y animó a la creación e institucionalización de un
movimiento New Left en Gran Bretaña, del que, entre otras cosas,
salió (en 1959) la revista homónima que aún perdura.
Ello es que en1963 llevaba tiempo ya Thompson distanciado también de
buena parte de las gentes de la New Left, crecientemente dominada
por una nueva generación de intelectuales tan alejados de los
grandes debates científicos de la izquierda tradicional británica
(al soberbio grupo de historiadores del GHPCB hay que añadir las
reflexiones de los economistas filomarxistas de Cambridge en torno a
Keynes, señaladamente Joan Robinson y Piero Sraffa), como fascinados
con cierto marxismo especulativo, apolítico, continental, y
particularmente, con el francés de impronta “estructuralista”.
Pues bien; La formación de la obrera en Inglaterra no sólo tenía que
resultar polémica para, sino que, en realidad, estaba expresamente
concebida contra: 1) dos tipos de modas revisionistas-negacionistas
imperantes en la vida académica de la época, especialmente en la
historia económica y en la sociología de impronta funcionalista; 2)
la vulgarización deshistorizadora y despolitizadora del “marxismo”
estalinista; y 3) la retórica especulativa, ahistórica –y en el
fondo, apolítica— de una “nueva izquierda” a la que Thompson terminó
considerando heredera, culturalmente hablando, del estalinismo.[3]
La moda académica negacionista-revisionista consistía básicamente en
negar económicamente el carácter socialmente catastrófico del
triunfo políticamente contrarrevolucionario del capitalismo
industrial –la Revolución Industrial— y en revisar sociológicamente
la noción de “clase obrera” (no habría tal, en singular, sino, a lo
sumo, un conjunto heteróclito de clases trabajadoras).
En cuanto al negacionismo de los economistas, digamos
“progresistas-desarrollistas”, Thompson apunta (en el capítulo 6 de
este libro):
“Se sugiere, en general, que la posición del obrero industrial en
1840 era mejor en muchos aspectos que la del trabajador doméstico de
1790. La Revolución Industrial habría sido una época, no de
catástrofe o de agudo conflicto de clases y de opresión clasista,
sino de mejora. (…) La ortodoxia catastrofista clásica ha sido
substituida por una nueva ortodoxia anticatastrofista (…). Lo que se
ha perdido es el sentido del conjunto del proceso, el contexto
social y político del proceso.”
Una forma de entender el libro de Thompson es leerlo como un largo,
refinado y circunstanciado argumento histórico contra ese
negacionismo:
“Aquí podemos ver algo de la verdadera naturaleza catastrófica de la
Revolución Industrial; así como algunas de las razones por las que
la clase obrera inglesa cobró forma durante esos años. La gente fue
sometida a la intensificación de dos formas simultáneas e
intolerables de relación: las de la explotación económica y las de
la opresión política. (…) El grueso de la población trabajadora,
percibió la experiencia crucial de la Revolución Industrial como un
cambio en la naturaleza y la intensidad de la explotación.” [4]
En lo tocante a la revisión sociológico-metodológica académica del
concepto de clase, Thompson polemiza (en el Prefacio a la primera
edición) con un sociólogo liberal muy famoso en la época y hoy
justamente olvidado (Sir Ralf Dahrendorf). La ridícula cita de
Dahrendorf que Thompson trae a colación, atravesada por la típica
obsesión huera y pedantemente “metodologista” del sociólogo
filosóficamente ignorante, hablará por sí misma al lector de hoy.[5]
La réplica de Thompson es tan demoledora, como esencial, y vale la
pena destacarla:
“La cuestión, ni que decir tiene, es cómo llega el individuo a estar
en ese ‘rol social’ y cómo la particular organización social (con
sus derechos de propiedad y su estructura de autoridad) llegó a
estar ahí. Y eso son cuestiones históricas. Si detenemos la historia
en un punto determinado, entonces no hay clases, sino simplemente
una multitud de individuos con una multitud de experiencias. Pero si
observamos a esos hombres durante un buen período de tiempo,
observamos pautas en sus relaciones, en sus ideas, en sus
instituciones. La clase se define por hombres, según viven éstos su
propia historia, y al final, esa es la única definición.”
Por otro lado, la vulgarización deshistorizadora y despolitizadora
del “marxismo” de impronta estalinista, a la que reaccionaba
Thompson, tenía dos elementos clave.
El primero, más general, era la comprensión (tácita) de la historia
humana –el Hismat o “materialismo histórico” canonizado— como el
despliegue más o menos inexorable de un programa de desarrollo
ontogenético (con sucesión de “modos de producción” entendidos como
sistemas estructuro-funcionalmente integrados, con sus
correspondientes “clases sociales” y su base económica y una
sobrestructura ideológica y político-jurídica funcional y
misteriosamente adaptada a esa base, etc.). De esa comprensión
desaparecía no sólo la historia propiamente dicha, que es
trayectoria única e irrepetible, que es despliegue de complejas
fuerzas dinámico-causales endógenas sometidas a shocks estocásticos
exógenos de la más variada índole; desaparecía también la urdimbre
intencional con que se configura la historia humana, que es afán y
trabajo y cognición social y cooperación en la búsqueda cotidiana de
medios de existencia, y así, también, va de suyo, lucha política y
conflicto social intencionalmente librados, con mayor o menor
autoconsciencia (“no lo saben, pero lo hacen”) pero casi nunca en
las condiciones elegidas por los agentes sociales.
El segundo elemento de vulgarización doctrinaria, más específico y
más políticamente contaminado que el anterior, tenía que ver con la
grosera y ahistórica comprensión del origen de la fuerza dinámica
del modo de producir capitalista moderno en Europa occidental –con
su vigorosa (y políticamente resistible) tendencia a la colonización
del conjunto de la vida económica y social— y de la complicada
contribución de esa fuerza dinámica, a partir del último tercio del
siglo XVIII, a los procesos históricos de formación de la clase
obrera industrial en Inglaterra.
De esa versión estalinista vulgarizadora –y políticamente
interesada— del “marxismo” había desaparecido por completo el
progresismo trágico, si así puede llamarse, del joven Marx (“la
historia avanza por sus peores lados”), y no digamos la comprensión,
harto más pesimista crítico-culturalmente, que de las dinámicas
expropiadoras, destructoras y socialmente colonizadoras del modo de
producir capitalista llegó a hacerse el viejo. En dos puntos resultó
el trabajo de Thompson seminalmente esclarecedor.
a) De su pertenencia al GHPCB –y particularmente de su amistad con
el gran medievalista Rodney Hilton, quien entendió, el primero, la
importancia para los historiadores marxistas británicos de la obra
del francés Marc Bloch (1886-1944)— Thompson aprendió que, lejos de
ser un tiempo socialmente muerto, la Edad Media europeo-occidental
fue una época de intensas pugnas sociales y políticas de clase,
marcadas por el afán señorial de cercar y privatizar los bienes
comunales, base fundamental de la libertad popular (la Allmende y la
gemeine Mark, en territorios germánicos, las communes en Francia,
los benecomuni en la península itálica, las tierras ejidales en la
Península Ibérica, los commons en Inglaterra). El gran capítulo de
Marx, en el volumen I de El Capital, sobre “La llamada acumulación
originaria de capital”, volvía a ser central: no podía entenderse el
origen de las dinámicas expropiatorias características de la fuerza
dinámica histórico-económica que Marx llamó “modo de producir
capitalista”, sin entender su origen político (particularmente, en
la Inglaterra sometida a los Tudor) en aquellas luchas. En otro gran
libro de investigación sobre la Inglaterra popular del XVIII,
escrito muchos años después que La formación de la clase obrera en
Inglaterra, Thompson acuñó el célebre concepto de “economía moral de
la multitud”:[6] significaba el conjunto de normas, prácticas y
valores compartidos por las clases subalternas en defensa de los
bienes comunes frente a las oleadas señoriales de ataques cercadores
y privatizadores. El avance expropiador y mercantilizador –la
insólita, y en cierto sentido contra natura, conversión de la
tierra, de la capacidad de trabajo y del dinero en mercancías [7]—
propiciada por la fuerza económica dinámica llamada modo de producir
capitalista era políticamente resistible, y fue desde el comienzo (y
sigue siendo) social y políticamente resistida.[8]
La interesante feminista socialista de origen italiano Silvia
Federici, con un atrevimiento especulativo al que difícilmente se
habría avilantado nuestro historiador profesional –tan prudente y
minuciosamente atenido a la investigación circunstanciada de
archivos y hemerotecas—, ha resumido recientemente esta visión de
estirpe thompsoniana del origen político del capitalismo de un modo
que acaso resulte instructivo al lector, si más no para entender su
recepción política entre los sectores más perceptivos de la
izquierda anticapitalista actual:
“El capitalismo fue la respuesta de los señores feudales, de los
mercaderes patricios, de los obispos y de los papas, a siglos de
conflicto social que terminaron por hacer tambalear su poder, dando
‘al mundo todo una gran sacudida’ [como había exigido Thomas Münzer
a comienzos del XVI]. El capitalismo fue la contrarrevolución que
destruyó las posibilidades nacidas de la lucha antifeudal, unas
posibilidades que, de realizarse, nos habrían ahorrado la inmensa
destrucción de vidas y de medio ambiente natural que ha marcado el
desarrollo de las relaciones capitalistas a escala planetaria. Nunca
se subrayará esto lo bastante, porque la creencia de que el
capitalismo ‘evolucionó’ a partir del feudalismo y representa una
forma de vida social ‘superior’ todavía no ha sido arrumbada.”[9]
b) El segundo punto en el que el trabajo de Thompson ha resultado
particularmente influyente, y que se sigue muy naturalmente del
anterior, tiene que ver con su insistencia –central para el
argumento de La formación de la clase obrera en Inglaterra— en la
naturaleza continua de las luchas políticas de la población
trabajadora bajo la Revolución Industrial. De aquí la importancia
otorgada al legado literario de Tom Paine (1737-1809) para el
incipiente movimiento obrero industrial (en eso le había precedido
su amigo Hobsbawm), así como al estudio y descripción del activismo
práctico del jacobinismo inglés, señaladamente de la figura del
difamado John Thelwall (1764-1834). Si al estalinismo –constructor
de un pretendido “socialismo en un solo país” a partir de la
industrialización forzosa fundada en una despótica desposesión de
las masas populares— le resultaba políticamente incómoda la lectura
del capítulo marxiano sobre “La llamada acumulación originaria de
capital”, de todo punto vitanda le resultaba la idea de que el
movimiento obrero y el socialismo industrial moderno, lejos de nacer
mecánicamente de la nada, eran herederos conscientes, sin solución
de continuidad, de las grandes luchas plebeyas, y muy
particularmente, de la democracia republicana revolucionaria
francesa de 1792. El estalinismo y sus turiferarios consagraron la
idea de la Revolución Francesa como “revolución burguesa” –en vez de
como la última gran jacquerie, antifeudal, y al tiempo,
anticapitalista[10]—, alentaron el uso de la noción de “democracia
burguesa”[11] –un oxímoron que no puede hallarse una sola vez en la
obra de Marx y Engels— y contribuyeron a fomentar la idea,
ahistórica y apolítica, de una homogénea “modernidad burguesa”
–etapa de desarrollo ontogenético—, que habría inventado, entre
otras cosas, el individualismo y las libertades y los derechos
personales.[12]
Thompson no sólo ilustra y documenta detalladamente que la lucha
decimonónica por la libertad de prensa, las libertades políticas y
el sufragio democrático fue una lucha obrera y popular, y en
cualquier caso, muy poco “burguesa”, sino que las grandes conquistas
de derechos individuales y libertades y garantías públicas traían su
origen en viejas luchas medievales populares y comunarias que
configuraron las tradiciones constitucionales de la “libertad
inglesa”:
“…la ideología de la clase obrera, que maduró en los 30 [del s.
XIX], y que ha perdurado, con varias traducciones, hasta nuestros
días, dio un valor excepcionalmente grande a los derechos de prensa,
de expresión, de reunión y de libertad personal. La tradición del
‘ingles nacido libre’ es, huelga decirlo, mucho más antigua. Pero la
idea que puede hallarse en algunas interpretaciones ‘marxistas’
tardías, según la cual esas reivindicaciones aparecían como herencia
del ‘individualismo burgués’, no se ajusta a la realidad”. [cap. 6,
pág.783]
Es verdad: luego de la I Revolución Industrial “inglesa” (1760-1830)
–que terminó de triunfar políticamente, como tan oportunamente
recuerda Thompson en este libro, en la estela contrarrevolucionaria
de la derrota de la democracia republicana revolucionaria francesa—,
vino la segunda Revolución Industrial “alemana” (1870-1900), mucho
más importante aún a todos los efectos para la historia
económica.[13] Esa segunda Revolución Industrial contribuyó también
a troquelar ulteriormente a la clase obrera industrial y a su
movimiento social y político, y a forjar y decantar de modos nuevos
lo que en el siglo XX se entendió por “socialismo”. Y sí, también
ahí, cabría hablar de continuidades: si Thompson hubiera escrito
sobre eso, se puede dar por descontado que habría sido el primero en
buscarlas. Y sin embargo, en este gran y seminal libro sobre los
orígenes de la clase obrera industrial y sus tradiciones socialistas
que es la Formación de la clase obrera en Inglaterra no se privó de
expresar una sana y elocuentísima nostalgia respecto de los valores
y las tradiciones republicano-revolucionarias (por mal nombre,
“jacobinas”) que el socialismo y la clase obrera industrial maduros
se habrían dejado en el camino:
“La particular calidad de su jacobinismo se puede sentir en su
énfasis en la égalité. (…) El movimiento obrero de los años
posteriores vino a continuar y enriquecer las tradiciones de
fraternidad y libertad. Pero la existencia misma de sus
organizaciones, y la protección de sus fondos de financiación,
requirió promover a cuadros de profesionales experimentados, así
como cierta deferencia o exagerada lealtad hacia los dirigentes, lo
que terminó revelándose como una fuente de formas y controles
burocráticos. (…) Esos lados fuertes jacobinos, que tanto
contribuyeron al Cartismo, declinaron en el movimiento de finales
del siglo XIX, cuando el nuevo socialismo desplazó su acento desde
los derechos políticos hacia los derechos económicos y sociales. La
robustez de las distinciones de clase y de status en la Inglaterra
del siglo XX es, en parte, consecuencia de la carencia, en el
movimiento obrero del siglo XX, de virtudes jacobinas. (…) Es
innecesario subrayar la evidente importancia de otros aspectos de la
tradición jacobina; la tradición de la autoeducación y la crítica
racional de las instituciones políticas y religiosas; la tradición
del republicanismo consciente; sobre todo, la tradición del
internacionalismo. Resulta extraordinario que una agitación tan
breve lograra difundir sus ideas en tantos rincones de Gran
Bretaña.” [Cap. 5, pág. 209]
El socialismo del Thompson político era ya entonces, y lo fue, hasta
el final, un socialismo orgulloso del gorro frigio.
NOTAS: [1] Una de sus sentencias más famosas dice así: "Los
intelectuales socialistas deben ocupar un territorio que sea, sin
condiciones, suyo: sus propias revistas, sus propios centros
teóricos y prácticos; lugares donde nadie trabaje para que le
concedan títulos o cátedras, sino para la transformación de la
sociedad; lugares donde sea dura la crítica y la autocrítica, pero
también de ayuda mutua e intercambio de conocimientos teóricos y
prácticos, lugares que prefiguren en cierto modo la sociedad del
futuro." [2] Edición castellana: Protesta y sobrevive (edición
castellana y prólogo A. Domènech), Madrid, Blume, 1984. [3] En su
demoledor (y tardío) ajuste de cuentas con la “nueva izquierda”
británica de los 60, Thompson lo declaró redondamente: “… no sois
una ‘generación postestalinista’. Sois una generación en cuyo seno
las razones y legitimaciones del estalinismo, mediante la ‘práctica
teórica’, vienen siendo reproducidas día tras día.” El libro, The
Poverty of Theory (1978) es un demoledor alegato, científico y
político a la vez, contra la ignorante vaciedad del marxismo
estructuralista, y en general, de la Théorie postestructuralista
made in Paris. (Hay traducción castellana: Miseria de la Teoría,
Barcelona, Crítica, 1984. [4] “En agricultura, los años entre 1760 y
1820 fueron los años de la culminación completa del cercamiento [y
privatización] de tierras; aldea tras aldea fueron perdiendo los
derechos comunales, y al trabajador sin tierra, pauperizado, no le
quedó sino venir en apoyo del arrendatario, del terrateniente y de
los diezmos de la Iglesia. En las industrias domésticas, a partir de
1800, la tendencia fue que los pequeños maestros artesanos dieran
paso a empleadores de mayor alcance (…) y que la mayoría de
tejedores, calceteros o herreros fabricantes de clavos se
convierteran en trabajadores asalariados a domicilio con empleos más
o menos precarios. En los molinos y en muchas zonas mineras, son los
años del empleo de niños (y de mujeres, subterráneamente). Y en las
grandes empresas, el sistema fabril con su nueva disciplina (…) todo
contribuyó a la transparencia del proceso de explotación y a la
cohesión social y cultural de los oprimidos.” (Cap. 6, págs.
224-225.) [5] “Las clases están basadas en diferencias de poder
legitimado asociado a ciertas posiciones políticas, i.e., en la
estructura de roles sociales con respecto a sus expectativas de
autoridad (…) Un individuo llega a ser miembro de una clase jugando
un papel social relevante desde el punto de la autoridad (…)
Pertenece a una clase porque ocupa una posición en una organización
social; i.e., la pertenencia de clase deriva de la existencia
pertinente de un rol social.” (Dahrendorf, Class and Class Conflict
in Industrial Society, 1959.) Thompson califica este libro como “un
estudio de las clases obsesivamente concentrado en la metodología,
hasta el punto de excluir el examen de una sóla situación real de
clase en un contexto histórico real”. [6] Cfr. Costumbres en común,
Barcelona, Editorial Crítica, 1995 (edición inglesa original, 1991).
[7] Conforme a la formulación clásica de Karl Polanyi en su clásico
La Gran Transformación (varias ediciones en castellano; edición
original, 1944). Dicho sea de paso, es un tanto sorprendente que
Thompson, ni en el presente libro ni después, llegara a interesarse
por una obra tan afín –no sólo metodológicamente— a la suya como la
de Polanyi. [8] Quien tal vez pueda considerarse el más eminente
continuador de la línea investigadora historiográfica inaugurada por
Thompson, el profesor Peter Linebaugh, ha publicado recientemente
una interesante historia de los sucesivos avatares –hasta nuestros
días— de la famosa Magna Carta concedida por el Rey Juan Sin
Tierra a comienzos del siglo XIV, origen del habeas corpus y de
buena parte de las tradiciones iusconstitucionalistas garantistas de
la “libertad inglesa” mostrando la vinculación de esa concesión con
las luchas de los comunarios ingleses por la conservación sus bienes
comunales y la concesión paralela de una Carta de los bosques
comunales. Cfr. The Magna Carta Manifesto, Berkeley, L.A., Londres,
Univ. California Press, 2010. [9] Silvia Federici, Caliban and the
Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation, Nueva York,
Autonomedia, 2004, págs. 21-22. (Hay traducción castellana en la
Editorial Traficantes de sueños, Madrid.) [10] La historiadora
francesa Florence Gauthier, coeditora de la nueva edición crítica de
las obras de Robespierre, observó que en ediciones anteriores –bajo
responsabilidad de historiadores del Partido Comunista Francés—
algunos pasos directa e inocultablemente anticapitalistas de
Robespierre habían sido u ocultados o suprimidos. Particularmente,
la contraposición robespierreana entre la “economía política
tiránica” (de impronta mercantilzadora y acaparadora; capitalista) y
lo que Robespierre defendía programáticamente bajo el nombre de
“economía política popular”. Cuando la profesora Gauthier comunicó
personalmente (a finales de los 80) este hallazgo a Thompson, quien
no conocía con detalle la historia de la Revolución Francesa,
nuestro autor se mostró muy impresionado por la semejanza con su
propio concepto de “economía moral popular”. (Comunicación personal
de Florence Gauthier al autor de estas líneas.) [11] Cfr. Antoni
Domènech, “ ‘Democracia burguesa’ : nota sobre la génesis del
oxímoron y lanecedad del regalo”, en Viento Sur, Nº , 100, enero
2009, págs. 95-100. [12] Un horror muy influyente al respecto es el
libro del filósofo “marxista” canadiense C.B. Macpherson, La teoría
política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke (varias
ediciones castellanas, la última en la editorial madrileña Trotta,
2005; el original es de 1962.) [13] Los historiadores de la
economía y de la tecnología suelen coincidir en que la II Revolución
industrial ha sido la más decisiva en su impacto en la vida social y
económica. (En muy pocos años se inventaron y desarrollaron un
conjunto de tecnologías que aún marcan decisivamente el grueso de
nuestras vidas: electricidad, motor de combustión interna, agua
corriente, sanitarios domésticos, industria química y de
fertilizantes y colorantes, petróleo, comunicaciones,
entretenimiento). Contra el papanatismo imperante, los historiadores
económicos competentes suelen dar, en cambio, un valor bastante
reducido al impacto económico de la llamada tercera revolución
tecnológica de la “información”, que arrancó en los 60 del siglo XX
(computadores, web, telefonía móvil). Para un buen resumen, cfr.
Robert J. Gordon, “Is U.S. Economic Growth Over? Faltering
Innovation Confronts the Six Headwinds”, National Bureau of Economic
Research, Cambridge, Mass, Working Paper 18315 (agosto 2012).
Antoni Domènech es catedrático de filosofía de las ciencias sociales
en la Facultad de Economía de la UB y Editor general de SinPermiso.
sinpermiso electrónico se ofrece semanalmente de forma gratuita. No
recibe ningún tipo de subvención pública ni privada, y su existencia
sólo es posible gracias al trabajo voluntario de sus colaboradores y
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Espanha 8/10/2012
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