sábado, 27 de junho de 2020
La democracia está en crisis y Karl Marx puede ayudarnos
Bruno Leipold
A menudo se concibe a Karl Marx como un pensador estrictamente económico. Pero
el reconocido socialista era un demócrata comprometido y sus escritos ofrecen
potenciales remedios para democratizar nuestro antidemocrático sistema político.
Existe una amplia aceptación por parte de la izquierda europea y estadounidense
de que nuestras instituciones democráticas están fallando. Desde la campaña de
Bernie Sanders a favor de una revolución política contra las estructuras de la
oligarquía estadounidense hasta la apuesta de Rebecca Long-Bailey por abolir la
Cámara de los Lores en el Reino Unido y dar así un “choque sísmico” al estado
británico, los socialistas democráticos más destacados son conscientes de que el
movimiento por un orden social más justo es inseparable del impulso por
democratizar nuestros sistemas políticos.
Los problemas son bien conocidos: la influencia de las empresas y las élites
sobre la toma de decisiones y la legislación, un poder ejecutivo descontrolado o
unos representantes ausentes e irresponsables. Nuestros sistemas políticos
alienan a los que están sujetos a sus decisiones y amenazan con bloquear
cualquier gobierno socialista que llegue al poder. Sin embargo, no está tan
claro qué cambios concretos podrían empezar a encarar estos problemas.
La obra política y constitucional de Karl Marx es una fructífera fuente de
ideas. Esto puede sorprender, ya que normalmente Marx es considerado un pensador
estrictamente económico con poco que decir acerca del diseño de las
constituciones e instituciones políticas.
Y es cierto que Marx nunca desarrolló plenamente una teoría constitucional
propia. Pero este reconocido socialista era un demócrata comprometido cuyos
escritos contienen una crítica matizada del constitucionalismo liberal y del
gobierno representativo, así como un esbozo de las instituciones populares que
deberían reemplazarlo.
Muchas de estas ideas –la necesidad de hacer rendir cuentas a los
representantes, la importancia de la supremacía legislativa sobre el ejecutivo y
la necesidad de una transformación popular más extensiva de los órganos del
estado, especialmente de la administración pública– estaban inspiradas por la
experiencia de Marx de la Comuna de París, la sublevación de la clase obrera que
controló brevemente la ciudad de marzo a mayo de 1871. También estaban cerca –y,
en parte, eran deudoras– de una vieja tradición radical de pensamiento político
que abarcaba a los Cartistas británicos, los demócratas franceses y los
antifederalistas estadounidenses (tradición que Karma Nabulsi, Stuart White y yo
exploramos en nuestro próximo libro: Radical Republicanism).
Sería un error entender las ideas de Marx como un plan de acción al que ceñirse
rígidamente. Sus escritos no proporcionan suficientes detalles para ello –no
sorprende en alguien que se oponía a escribir “recetas para las cocinas del
futuro”– y ningún pensador debería ser tratado como un repositorio fijo de
verdad. Pero mientras pensamos en cómo democratizar nuestras instituciones
políticas, los escritos de Marx son un recurso importante al que acudir.
Significativamente, esto nos ofrece una oportunidad para recordarnos a nosotros
mismos la centralidad de la democracia en el socialismo. La democracia no es
únicamente una precondición necesaria para construir el socialismo, sino que
nuestra motivación para democratizar el sistema político surge de la misma
fuente que nuestro deseo de democratizar la economía: la idea de que las
personas deberían tener el control sobre las estructuras y fuerzas que moldean
sus vidas.
“El sufragio universal servirá al pueblo”
Marx creía que el sufragio universal era un prerrequisito esencial para el
socialismo. En su momento más optimista pensaba que “su inevitable consecuencia…
es la supremacía política de la clase obrera”.
Sin embargo, le preocupaba que el gobierno representativo estuviera socavando el
potencial emancipatorio del voto al otorgar a los funcionarios electos una gran
discreción sobre el cómo votar y actuar de los órganos legislativos. Las
elecciones regulares dotan a los votantes de un importante poder sancionador
–pueden elegir echar a los vagos–, pero los representantes no están formalmente
atados a los deseos del electorado. Esto –creía Marx– creaba una clase de
funcionarios que no rendían cuentas con más probabilidades de representar sus
propios intereses de élite que los de sus constituyentes.
Marx respaldó varios mecanismos para reducir la brecha entre representantes y
representados. El más importante de ellos: la revocación. Esto daría a los
ciudadanos el poder de sancionar inmediatamente a los representantes en lugar de
esperar años para las siguientes elecciones. Marx bromeaba diciendo que los
mismos empleadores que confiaban en su “sufragio individual” para “poner al
hombre correcto en el lugar correcto y, si alguna vez cometía un error,
corregirlo rápidamente”, estaban horrorizados ante la idea de que el sufragio
universal pudiera implicar un poder similar para los votantes.
Marx apoyó también los “mandatos imperativos”, que posibilitan que los electores
den instrucciones jurídicamente vinculantes a los representantes, que permiten a
los ciudadanos participar directamente del proceso legislativo y que prohíben a
los funcionarios electos incumplir sus promesas de campaña. Por último, fue
crítico con los largos períodos parlamentarios y abogaba por elecciones mucho
más frecuentes. A propósito de la demanda de elecciones anuales de los
Cartistas, Marx señaló que era una de las “condiciones sin las cuales el
sufragio universal sería ilusorio para la clase obrera”.
Juntas –argumentaba Marx–, estas medidas transformarían el gobierno
representativo: “En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembro de
la clase dirigente iba a tergiversar al pueblo en el Parlamento, el sufragio
universal… serviría al pueblo”.
En la política contemporánea la izquierda no siempre ha tenido tanto éxito como
la derecha a la hora de avivar la rabia contra los representantes ausentes o
irresponsables. Boris Johnson y sus amigotes de los medios canalizaron
eficazmente la indignación de los votantes de izquierda por el papel del
parlamento británico en las negociaciones del Brexit en una narrativa de “pueblo
contra parlamento”. En Italia, la derecha populista del Movimiento Cinco
Estrellas logró un significativo éxito inicial por medio de su ataque a los
políticos corruptos y de su promesa de implementar un mandato imperativo entre
sus representantes y miembros. Eso ha facilitado a los liberales el descartar
las críticas al gobierno representativo y las contramedidas como el mandato
imperativo por ser objetivamente populistas.
Pero sería un error que la izquierda cediera este terreno a la derecha. Puede
que las recomendaciones de Marx no sean exactamente la mezcla institucional que
acordemos, pero deberían formar parte de nuestro arsenal constitucional cuando
consideramos cómo hacer que los representantes rindan cuentas y cómo dar voz de
verdad a la ciudadanía en su democracia.
Un crítico del ejecutivo
A pesar de sus dudas acerca de la democracia representativa, Marx veía al
legislativo como algo central en la política democrática. Elogió la Comuna de
París por asignar puestos de tipo ministerial a miembros del propio consejo
comunal, en vez de crear un presidente y gabinete escindidos de la legislatura.
Para Marx, el exceso de poder ejecutivo era incluso más peligroso que los
representantes distantes. Fue especialmente crítico con la Constitución francesa
de 1848 –que consolidaba la Segunda República francesa– por establecer un
presidente elegido directamente que tenía el derecho a perdonar a los
criminales, a desestimar los consejos locales y municipales, a iniciar tratados
extranjeros y, lo que es más grave, a nombrar y despedir ministros sin consultar
a la Asamblea Nacional. Marx insistía en que esto generaba un presidente con
“todos los atributos del poder monárquico” y un legislativo que “pierde [perdía]
toda influencia real” sobre las operaciones del estado. La constitución
–denunciaba– se había limitado a reemplazar la “monarquía hereditaria” con una
“monarquía electiva”.
Uno de los motivos por los que Marx polemizaba contra los ejecutivos poderosos
era que le preocupaba que escaparan al control, supervisión y escrutinio
popular. Además, desconfiaba de la naturaleza personal del poder presidencial,
con líderes que se presentaban como la “encarnación… del espíritu nacional”,
“[poseyendo] una especie de derecho divino” otorgado a ellos “por la gracia del
pueblo”.
Al leer hoy estos comentarios es fácil pensar en el presidente Donald Trump. Y,
de hecho, hay algunos paralelismos intrigantes entre Trump y Louis Napoleón –el
presidente que finalmente derrocó la Segunda República–. Pero el problema más
estructural es la presidencia imperial de los Estados Unidos, que no está
vinculada a una supervisión significativa por parte del Congreso –y cuya
creación fue enérgicamente instigada por el Partido Demócrata–. Problemas
similares acosan a la constitución británica y fueron explotados por Tony Blair
durante la guerra de Irak y Boris Johnson durante las negociaciones de Brexit.
La constitución vigente de Francia, aprobada en 1958 bajo el mandato de Charles
de Gaulle, fue concebida específicamente para concentrar el poder en manos del
ejecutivo –un legado acogido con entusiasmo por parte del presidente Emmanuel
Macron–.
Los escritos de Marx nos recuerdan que no hay que confundir la crítica al
parlamentarismo –la idea de que los funcionarios electos son los principales
actores de los proyectos de reforma– con un ataque indiscriminado al
legislativo. Sin duda los parlamentos existentes dejan mucho que desear; y
existen cuestiones organizativas importantes y de largo recorrido sobre la
relación entre el movimiento socialista en general y la representación
socialista en el parlamento.
Pero la respuesta no puede ser confiar en el poder de los tribunales para
defender y avanzar en los objetivos progresistas o colocar a un socialista al
timón de un todopoderoso ejecutivo –o, en todo caso, jurar que se buscará la
representación legislativa por completo–. El legislativo es el más democrático
de los tres poderes estatales –los fundadores federalistas estadounidenses
querían limitar sus poderes por algo– y los socialistas democráticos deben
defenderlo de la intrusión de los poderes ejecutivo y judicial.
Transformando la burocracia
Las ideas de Marx sobre la representación y el legislativo implicarían reformas
serias y trascendentales para la mayoría de los gobiernos representativos
modernos. Pero son sus opiniones sobre la burocracia las que se apartan más
radicalmente de los sistemas políticos que conocemos.
Marx deseaba una transformación fundamental del estado que pusiera a los
trabajadores corrientes en el centro de la administración pública. Propuso abrir
la burocracia estatal a elecciones competitivas y someterla al mismo poder
sancionador de la revocación por el que abogaba para los representantes. A ojos
de Marx, esto haría que el estado dejara de ser un cuerpo separado y ajeno que
mandaba sobre el pueblo para pasar a encontrarse bajo el control de este.
Transformaría a “los altivos amos del pueblo en sus siempre removibles
sirvientes, una responsabilidad actuada por una responsabilidad real, ya que
actuarían continuamente bajo supervisión pública”.
Estos comentarios estaban en consonancia con la vieja desconfianza –e incluso
aversión– que Marx sentía hacia los burócratas –algo irónico dada la frecuente
asociación de la figura de Marx con el estatismo burocrático–. Los acusó de ser
una “casta entrenada”, un “ejército de parásitos del estado”, una clase de
“aduladores y sinecuristas ultraremunerados”. Y sostenía que los “trabajadores
llanos” eran capaces de llevar a cabo los asuntos del gobierno más “modesta,
concienzuda y eficientemente” que sus supuestos “superiores naturales”.
La visión de Marx es indudablemente atractiva. Demasiado a menudo la gente común
está sujeta a los caprichos de burócratas entrometidos; obligada a pasar por
interminables aros solo por asegurar sus medios de existencia. Pero en una
sociedad moderna y compleja su postura se enfrentaría a obstáculos formidables.
Entre ellos, la insuficiencia de conocimientos técnicos y la captura empresarial
de administradores inexpertos. Como mínimo, es difícil imaginar una burocracia
muy democratizada sin una esfera económica que la acompañe y que dé a la gente
muchísimo más tiempo para participar en la administración pública –y en la que
la gente quiera asumir dichas obligaciones–.
Los escritos de Marx no ofrecen ninguna guía real acerca de cómo funcionaría su
plan para democratizar la burocracia. Si acaso tenía un modelo en mente, este
parecía aproximarse a la antigua Atenas, donde los ciudadanos rotaban entre ser
gobernantes y gobernados a través del uso de loterías que asignaban posiciones
administrativas –una característica de la democracia ateniense que fue
escasamente entendida y en gran parte olvidada en el momento en el que Marx
escribía–.
En particular, este es el elemento de la antigua democracia que ha emergido
recientemente en la teoría y práctica democráticas como una vía potencial de
abordar algunos de los defectos del gobierno representativo. Se habla mucho, por
ejemplo, de las asambleas ciudadanas: grupos de personas seleccionados al azar a
los que se les encomienda la tarea de deliberar y hacer sugerencias sobre
políticas o reformas constitucionales específicas. Las asambleas ciudadanas se
han empleado, en Irlanda, para debatir enmiendas constitucionales y, en las
provincias canadienses de la Columbia Británica y Ontario, para el diseño de
propuestas de reforma electoral. Asimismo, una campaña en curso está presionando
para que formen parte de cualquier futura convención constitucional del Reino
Unido.
El teórico político estadounidense John McCormick ha presentado una interesante
propuesta para una forma moderna del tribuno de la plebe romano. El órgano
tendría 51 miembros elegidos por sorteo entre la población en general (salvo el
10% más rico) y podría proponer legislación, iniciar referendos y someter a
juicio político (impeachment) a los funcionarios públicos.
Este tipo de sistema de elección aleatoria podría ser una forma de realizar
algunas de las esperanzas de Marx de un sistema político en el que los
ciudadanos se encargaran directamente de las tareas de gobierno y administración
pública.
Marx el demócrata
Marx siempre creyó que el gobierno representativo suponía un enorme avance
respecto a los regímenes absolutistas que reemplazó. Pero también disputó su
ecuación con la “democracia”. En su lugar, argumentó que los cambios
institucionales descritos anteriormente generarían un sistema político con
“instituciones realmente democráticas”.
Para Marx estas estructuras eran vitales para el avance del socialismo en la
esfera económica: pensar que los socialistas podían hacerse cargo de las
instituciones estatales existentes y conducir el barco directo hacia el
socialismo era un grave error –que el mismo Marx admitió haber cometido en
ocasiones–. Los socialistas “no pueden simplemente apoderarse de la maquinaria
–ya engranada– del estado y empuñarla para sus propios fines”, escribió. Si el
poder político debía permanecer “en manos del propio pueblo”, era imperativo
para este “desplazar la maquinaria del Estado, la maquinaria gubernamental de
las clases dominantes, por una propia”.
Esta sigue siendo una de las aportaciones políticas y constitucionales más
importantes de Marx: la transformación económica radical debe ir de la mano de
una radical transformación política. Desconocer la segunda debilita la primera.
En un momento en el que el socialismo es a un tiempo resurgente y frágil, los
puntos de vista de Marx sobre la democracia popular merecen mayor atención. El
modo en que decidamos realizar sus ideas depende de nosotros.
Bruno Leipold
Es profesor de Teoría Política en la London School of Economics and Political
Science.
Fuente:
h
ttps://jacobinmag.com/2020/01/popular-democracy-karl-marx-socialism-political-institutionse
In
SINPERMISO
http://www.sinpermiso.info/textos/la-democracia-esta-en-crisis-y-karl-marx-puede-ayudarnos
16/2/2020
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