sexta-feira, 27 de dezembro de 2019
Poder Popular: algunas preguntas
Por Marcelo Colussi, filosofo argentino
Para la izquierda es una tarea impostergable, siempre omnipresente,
definitoria para su misma existencia, ver cómo lograr su objetivo: es
decir, terminar con el modo de producción capitalista y establecer el
socialismo. Esto inmediatamente abre una pregunta: ¿quién hace el paso
de una sociedad a otra: la izquierda o las grandes mayorías populares?
Lo que lleva a plantear quién es la izquierda. Así formulado, pareciera
que “la izquierda” es algo distinto a esas masas populares.
En realidad: sí. Las izquierdas, en cualquiera de sus innúmeras formas,
se constituyen como un fermento (un elemento reflexivo, un grupo de
activistas/intelectuales/dirigentes/actores, una vanguardia) que
propicia el cambio, la transformación.
No importa la forma que adquiera (partido político dentro de la
institucionalidad capitalista, fuerza revolucionaria de acción
comunitaria o sindical, movimiento social-popular, grupo de acción
armada, propuesta intelectual-artística, combinaciones de algunas de
ellas, etc.), es realmente “de izquierda” si logra incidir en las masas
populares para propiciar la transformación. Si no, no pasa del
diletantismo (izquierda de cafetín, sin impacto real alguno en la sociedad).
De más está decir que esa transformación, siempre y necesariamente, se
da a través de un proceso revolucionario brusco, violento, no gradual,
que rompe con el sistema capitalista y toda su institucionalidad (el
Estado y todos los aparatos ideológicos concomitantes), estableciendo
algo nuevo.
No es posible que se dé un cambio hacia el socialismo dentro del marco y
la institucionalidad capitalista: los cambios obtenidos por vía
electoral son procesos de reforma, útiles en alguna medida para los
pueblos siempre excluidos, pero que no permiten transformaciones
sustanciales, estructurales. Es decir: no llegan a construir
alternativas socialistas. De ahí que las revoluciones son siempre actos
violentos, en cuanto desalojan a la anterior clase dominante creando
algo nuevo.
Decimos “violento” por cuanto quien detenta una posición de poder se
resiste al cambio por todas las formas posibles; y la violencia es una
de ellas (para eso están todos los órganos represivos armados del
sistema: policía, fuerzas armadas y diversos cuerpos de seguridad,
defensores en definitiva de la clase dominante, del orden establecido,
que es siempre el orden tomado por “normal”).
Pasar del capitalismo al socialismo es un proceso tremendamente
complejo; haber obtenido el poder político o, dicho de otro modo: haber
capturado el viejo Estado capitalista a través de una insurrección
popular desalojando a la clase burguesa (capitalistas en sentido amplio:
industriales, banqueros, terratenientes) es un primer paso,
imprescindible sin dudas, pero solo primer paso. Ahí arranca
efectivamente la construcción del socialismo.
Eso es una tarea ardua, sumamente difícil: se trata de edificar algo muy
novedoso para lo que no hay manual. Pero quedémonos en el primer paso:
cómo se llega a activar algo que logre desplazar a la clase capitalista
dominante. He ahí la primera tarea, titánica sin dudas.
Con varios siglos de acumulación, el poder que hoy detenta el sistema
capitalista global es inmenso, impresionante. Actualmente esa clase
dominante es un monumental entramado de capitales de carácter
planetario, que establecen el curso de acción de la mayor parte de la
humanidad, fijando las guerras y los destinos del mundo. Enfrentarse a
ese poder fenomenal no es fácil. Pero de eso se trata el socialismo: de
construir una alternativa más humana a lo que puede ofrecer el
capitalismo. Nadie dijo que fuera fácil derrotarlo: ahí está el desafío
abierto.
La pregunta siempre vigente para la izquierda, entonces, es ¿cómo vencer
a ese monstruo? El siglo XX arrojó varias experiencias: Rusia, China,
Cuba, Vietnam, Nicaragua, Corea del Norte. No es la intención del
presente texto hacer un balance de lo que allí se construyó posterior al
momento insurreccional, revolucionario. Lo que ahora nos interesa es ver
cómo se llegó a ese momento.
Quienes seguimos pensando en la revolución como un estallido de la clase
trabajadora (obreros, campesinos, trabajadores varios, población
precarizada) y no en un proceso gradual de cesión de beneficios que
haría la clase dominante (socialdemocracia romántica, en todo caso), la
cuestión sigue siendo cómo llegar a ese momento.
El trabajo organizativo popular, el trabajo político en cada frente
posible: sindicato, barrio, comunidad, lugar de trabajo, centro de
estudio, etc., haciendo conciencia y fomentando una ideología socialista
es el camino. Trabajo de hormiga, de convencimiento, de organización, en
competencia feroz con todos los medios ideológico-culturales de que
dispone el sistema.
Si se estudian críticamente las experiencias revolucionarias
mencionadas, se observarán diferencias en cada proceso (muy marcadas a
veces), pero siempre con elementos comunes: hay un clima político
prerrevolucionario que posibilita el estallido y hay una instancia
dirigente (llámese vanguardia o como se prefiera) que prende la mecha.
Esos dos elementos parecieran imprescindibles, y al mismo tiempo,
mutuamente dependientes: sin el uno no se da el otro. La articulación de
ambos permite la revolución. Después vendrá la edificación de lo nuevo.
¿Estamos cerca de una revolución socialista en algún punto del planeta
ahora? No pareciera. Las políticas neoliberales (capitalismo salvaje sin
anestesia) vigentes desde los 70 del siglo pasado contribuyeron a una
tremenda desmovilización del campo popular. La caída de la experiencia
soviética dejó sin propuesta a las izquierdas del mundo, que muy
lentamente después de la caída del Muro de Berlín fueron
reconstituyéndose. Y que, al día de hoy, no terminan de reconstituirse.
Para ser absolutamente francos y autocríticos: el ámbito de la izquierda
está bastante desconcertado en estos momentos. Si bien se sigue pensando
en el socialismo como punto de llegada, la experiencia del mundo de
estas últimas décadas plantea preguntas.
La forma en que se llegó a las revoluciones socialistas y lo que se
edificó a partir de ellas abrió importantes cuestionamientos. Por
ejemplo, lo dicho por un connotado marxista como el colombiano Fernando
Dorado: “Impulsar que un grupo de personas (dirigentes de partidos
políticos o “movimientos”), a nombre de los oprimidos, se apoderen
mediante una insurrección, un golpe de Estado o por medio de las
elecciones del aparato del Estado existente (heredado), o de las
instituciones de gobierno (que son un “subsistema” del aparato estatal),
se ha comprobado con creces que no es la vía para acabar o destruir el
capitalismo, como lo demuestra la historia y las múltiples experiencias
del siglo XX y XXI.”
Por tanto, ¿qué proponer ahora, a la luz de la lectura crítica de las
pasadas experiencias revolucionarias, para pensar el socialismo con
criterios de realidad?
Estamos claros, como se decía, que el poder de respuesta (de bloqueo,
mejor expresado aún, de contención) del sistema global ante cualquier
avanzada anti-sistémica es fabuloso. El neoliberalismo en su conjunto,
además de un plan económico absolutamente exitoso (para los grandes
capitales, por supuesto, no para los pueblos, para la masa trabajadora),
es un muy acabado programa de contención de las luchas populares.
Las sangrientas dictaduras militares de todo el siglo XX, más esos
planes de ajuste estructural y la crisis de la izquierda (no tenemos
mucha claridad de cómo proceder, siendo absolutamente sinceros) hacen
que hoy se vea difícil un proceso revolucionario. ¿Hay condiciones en la
actualidad para la toma del Palacio de Invierno, como los bolcheviques
en la Rusia de 1917, o para que unos cuantos “barbudos” alzados en arma
bajen de la montaña para desalojar a un dictador, como en la Cuba de
1959 en algún lado? ¡En absoluto! ¿Dónde está sucediendo o puede suceder
algo así ahora?
Por eso despertó tantas esperanzas y simpatías un proceso como el
inaugurado por Hugo Chávez en Venezuela con su Revolución Bolivariana y
el socialismo del siglo XXI. Aunque se ve ahora que no había allí un
profundo proceso socialista de transformación radical (expropiaciones a
los propietarios de los grandes medios de producción, reforma agraria,
nacionalización de la banca), la falta de esperanzas de fines de siglo
quiso encontrar en esa dinámica política del país caribeño una
revolución con todas las de la ley.
Así como también la izquierda miró ilusionada todos los progresismos que
se daban en Latinoamérica a principios de este siglo, en buena medida
inspirados en lo que sucedía en Venezuela: Brasil, Argentina, Ecuador,
Bolivia. La experiencia mostró, una vez más, que esos procesos tienen un
techo bastante fácilmente alcanzable: no pueden pasar de determinados
reacomodos. Si intentan ir más allá, corren la misma suerte de siempre:
son decapitados sangrientamente (véase el caso de Evo Morales en
Bolivia, por ejemplo, o cómo terminaron Lula y Dilma Rousseff).
Como estamos bastante huérfanos de esperanzas -y de propuestas viables
concretas-, todo atisbo de contestación levanta expectativas. Así
comenzó a pasar ahora con esos movimientos espontáneos que recorren el
mundo, siempre con un signo de rechazo a las políticas de capitalismo
salvaje vigentes. Ahí están los casos de los chalecos amarillo en
Francia, o las reacciones populares en El Líbano, en Honduras o en
Haití, así como en Egipto o en Irak, en Ecuador y en Chile o en Haití o
en Colombia.
Todos estos alzamientos espontáneos son reacciones a un estado
calamitoso en que se encuentran los pueblos, hambreados, oprimidos,
faltos de proyecto, diezmados y reprimidos brutalmente cuando alzan la
voz. Pero sucede que algunos de estos levantamientos populares recientes
en estos últimos meses (procesos que nunca dejó de haberlos: el Mayo
Francés de 1968, el Caracazo en Venezuela en 1989, la reacción al
“corralito” en Argentina en 2001, la Primavera Árabe entre el 2010 y el
2013, hasta incluso el levantamiento popular en la industrial ciudad de
Detroit, en Estados Unidos, en 1967 reprimido con 43 muertos y 1,189
heridos) pudieron hacer pensar en la cercanía de un clima revolucionario
que tumbaba de una vez los planteos neoliberales, o incluso capitalistas.
Más aún: para mucha gente de izquierda algunos de esos procesos, en
particular los de Chile y Colombia con sus formaciones populares
asamblearias, pudieron ser interpretados en analogía al proceso
zapatista en Chiapas, México. Poder popular desde abajo, pudo
entendérselos. ¿Puentes hacia la revolución?
Allí se dieron o están dando interesantes procesos de poder popular
autoconvocado, asambleas espontáneas, grupos de autogestión. ¿Estamos
allí ante un germen revolucionario que marca el camino hacia el socialismo?
¿Qué es exactamente el poder popular? Es el poder que emana del pueblo,
pero no esa delegación simbólica, aguada y desabrida, de la democracia
representativa, donde cada cierto período se cumple con el rito de
elegir a supuestos representantes de la voluntad popular. No, en
absoluto. Eso es parte del “circo” institucional capitalista, donde la
población no pasa de ser convidada de piedra y vilmente
engañada/manipulada, haciéndosele creer que decide algo.
El poder popular, por el contrario, es el ejercicio efectivo, a través
de la organización y la participación real, de la amplia mayoría de un
pueblo en la decisión de los asuntos básicos que le conciernen.
El poder popular es más, infinitamente más que la atención de los
problemas puntuales de una comunidad acotada, el alumbrado público o el
adoquinado de un barrio, la resolución de un problema específico del
transporte colectivo de un sector urbano, o la instalación del agua
potable o la edificación de una escuela en una comunidad rural.
El poder popular es la democracia real, directa, efectiva, participativa
del pueblo soberano, no sólo para atender problemas prácticos puntuales
sino para definir y controlar la implementación de políticas macro a
nivel nacional, e incluso internacional. Ejemplos de ello se registran
en todas estos primeros experimentos socialistas: los soviets de Rusia,
los Comités de Defensa de la Revolución en Cuba, los cabildos abiertos.
Las experiencias socialistas del siglo XX: Rusia, China, Cuba, Vietnam,
Nicaragua, Norcorea, quizá alguna otra del África o del mundo árabe
(excluimos de ellas los progresismos redistribucionistas que se dieron
en Latinoamérica a principios del siglo XXI, sin quitarles su valor,
pero sabiendo que no hubo allí proyecto socialista), todas ellas dieron
resultados positivos para sus poblaciones.
Hoy deben ser analizadas críticamente, porque por algo se encuentran en
crisis (China es una potencia, sin dudas, pero con un galimatías de
“socialismo de mercado”; Nicaragua es una opción impresentable, Rusia
volvió a ser capitalista desmembrándose las repúblicas de la Unión
Soviética, etc.) Lo primero a criticar allí es el papel jugado por el
Estado, nuevo Estado revolucionario supuestamente, y su burocratización.
¿Hasta dónde ese Estado heredado puede ser cambiado, o hasta dónde,
cómo, de qué manera, las experiencias autogestionarias son la semilla de
la nueva sociedad socialista? El debate en torno a ello es urgente e
imprescindible.
¿Constituyen efectivamente todos estos procesos autogestionarios que
ahora podemos ver, verdaderos embriones de revolución socialista, o más
específicamente: de socialismo? ¿Ese puede ser el paso superador del
capitalismo?
Podrían ponerse a ese nivel otros procesos similares, como las empresas
recuperadas hoy día y bajo control obrero, tal el caso de Argentina o de
Venezuela, o el movimiento Okupa que se da en diversos puntos del mundo,
cooperativas populares, las asambleas territoriales en Santiago de Chile
producto de las actuales movilizaciones, etc.
Seguramente estos mecanismos marcan rumbo. ¿Son los futuros nuevos
“soviets”? Es probable. Lo cierto es que todos estos embriones, estas
revueltas populares espontáneas que van surgiendo, todavía no colapsan
al sistema en su conjunto. Todo lo cual nos lleva a reconsiderar las
formas reales y posibles de terminar con el capitalismo hoy. Que es
difícil, está fuera de discusión.
La pregunta es, pese a esa dificultad, cómo hacerlo. ¿Se necesita o no
una vanguardia, alguien que conduzca y dé lineamiento a la lucha? ¿Cómo
apropiarse del viejo Estado capitalista y transformarlo? ¿Es eso
posible? ¿O debe dejarse todo en manos de las asambleas de base? El
cambio es difícil, arduo, complejísimo…, pero sigamos pensando y
apostando por lo que decían los murales del Mayo Francés: “Seamos
realistas: pidamos lo imposible”.
In
OBSERVATORIO DE LA CRISIS
https://observatoriocrisis.com/2019/12/19/poder-popular-algunas-preguntas/
19/12/2019
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