segunda-feira, 2 de março de 2020

Capitalismo militarizado, esclavismo y exterminio






Por Alejandro Andreassi Cieri

*Fuentes: *Conversaciones sobre la Historia

La organización del trabajo es un aspecto clave para comprender el
funcionamiento de las sociedades antiguas y modernas, los principios y
valores con que se rigen y los objetivos que persiguen. Ese carácter de
clave interpretativa lo es por varios motivos:

 1. El trabajo humano ha existido a lo largo de la historia de la
    especie humana, pero en cada fase o época ha adquirido por su
    carácter jurídico y/o técnico, un carácter específico que ha
    señalado y definido a la sociedad y a la época correspondiente. No
    es lo mismo hablar de trabajo esclavo, servil o libre, porque,
    aunque las tareas que se realizaran con cada uno de ellos fueran
    similares, la distinta connotación normativa y axiológica los señala
    como radicalmente diferentes. La forma en que se ha objetivado el
    trabajo ha caracterizado -obviamente junto a otras pautas
    simbólicas- las diferentes épocas de la historia humana.
 2. Especialmente en las sociedades modernas el trabajo es un factor
    trascendental en el proceso de socialización definitiva de los seres
    humanos, una socialización que comienza en el ámbito familiar y se
    complementa en el escolar formativo y culmina con la incorporación
    al ámbito laboral. Por lo tanto, se comporta como un elemento de
    integración y cohesión social.
 3. En el proceso de trabajo se verifica la naturaleza más íntima de ese
    momento civilizatorio al que damos el nombre de capitalismo. Es la
    piedra fundamental en la que se basa el sistema capitalista, donde
    se asegura su reproducción y donde se realiza el /primum movens/ del
    capitalismo: la generación de plusvalía en base a la explotación del
    trabajo humano asalariado por el capital.

Este libro que aquí resumo tiene como objeto el estudio del trabajo y su
organización en los fascismos italiano y alemán. La hipótesis principal
del mismo plantea que en el fascismo además de intensificarse la
explotación del trabajo humano tal como se produce bajo el capitalismo,
la relaciones laborales, que designan el lugar en que cada trabajador se
sitúa en el proceso de trabajo así como las condiciones en que lo
realiza, son el medio para integrar o excluir a los trabajadores en la
comunidad nacional, llegando a una restauración del esclavismo y al
exterminio por medio del trabajo como formas extremas de exclusión y de
refuerzo de la identidad racial de la sociedad fascista. Ello va a
ocurrir en el fascismo alemán, con la utilización como esclavos a los
prisioneros de los campos de concentración, así como la consumación del
genocidio judío, gitano y de prisioneros políticos mediante el recurso a
trabajos forzados hasta la extenuación (recordar la siniestra escalera
de la muerte de Mauthausen donde fueron asesinados tantos republicanos
españoles). Pero también el fascismo italiano recurrió al trabajo
esclavo durante la ocupación de Etiopía, creando una clara segregación
de la población autóctona condenada a la servidumbre por el ocupante
italiano.


Este enfoque era la consecuencia de un principio ideológico común a los
fascismos: la convicción de la desigualdad radical, de base biológica,
de los seres humanos. Frente a las ideas procedentes de la Ilustración y
la Revolución francesa que proclamaban la igualdad de todos los miembros
de la especie humana, sin distinciones raciales ni de ningún tipo, el
fascismo consideraba lo contrario y erigía esa desigualdad como
principio de organización social. Simultáneamente con esa afirmación se
conectaba otro núcleo fundamental de la ideología del fascismo: su
negación radical de la democracia. Como la desigualdad era la condición
normal de la esencia humana los fascistas deducían que la democracia era
antinatural ya que esta se basa en la igualdad política de todos los
miembros de la sociedad, el equi-poder de cada ciudadano, o sea la
capacidad de autonomía y participación equitativa en la toma de
decisiones, que colectivamente se expresa como soberanía popular.

Los fascistas consideraban que la capacidad para trabajar y la calidad
del trabajo que podía realizar cualquier persona era algo
predeterminado, innato, vinculado a las características raciales de cada
individuo, que de este modo se transformaban en un componente de la
“naturaleza” humana, en rasgos esenciales, y no en el resultado del
conjunto de prácticas y de ideas generadas en el proceso de producción
cultural y de devenir histórico. Las características jerárquicas de la
organización del trabajo bajo el capitalismo se transformaban según la
perspectiva fascista en las condiciones naturales -biológicamente
determinadas- de la organización de las relaciones de producción y del
proceso de trabajo.


Los movimientos fascistas surgen en Italia y Alemania inmediatamente
después del fin de la Primera Guerra Mundial, y por lo tanto han sido
considerados producto de la misma. Sin embargo, los elementos seminales
de su ideología se conformaron mucho antes, en el último tercio del
siglo XIX, acompañando la Segunda Revolución industrial con la entrada
en juego de los mayores avances de las ciencias naturales y de la
tecnología derivada de ellas. La guerra jugó el papel de catalizador de
esas tendencias previas. Me limitaré al examen de una de ellas, tal como
lo hace el libro que ahora resumo, y que es producto tanto de esa
Segunda Revolución Industrial como de la lucha de clases entre capital y
trabajo desarrollada a lo largo del siglo anterior. Me refiero a la
llamada Organización Científica del Trabajo (OCT) especialmente en su
forma inicial: la metodología y objetivos propuestos por el taylorismo
(ya que su impulsor fue el ingeniero norteamericano Frederick Winslow
Taylor).

El objetivo declarado por Taylor al proponer su método era el de
conseguir algo que había sido perseguido por los empresarios desde el
inicio de la industrialización, y que consistía en la subordinación
total del trabajo al capital con el objetivo de aumentar
significativamente la productividad del trabajo asalariado eliminando
cualquier posibilidad de resistencia obrera, para lo cual era necesario
sustraer la más mínima parcela de control del proceso de trabajo, que
había sido uno de las más importantes recursos de los obreros más
cualificados, herederos de las técnicas y métodos del artesanado, para
negociar sus condiciones de trabajo y de salario a lo largo del siglo
XIX. Para conseguir esa sumisión del trabajo al capital, Taylor proponía
que debía someterse al trabajador a una serie de rutinas diseñadas por
la dirección de la empresa, y esas rutinas debían basarse en la
investigación y determinación “científica” de los movimientos y tiempos
que debía emplear cada trabajador en el desempeño de la tarea
encomendada. Era una propuesta que transformaba al trabajador en un ente
heterónomo sometido a las indicaciones de gerentes, ingenieros y
capataces, y por lo tanto completaba el proceso de alienación y
deshumanización de la tarea que se incubaba desde los orígenes del
capitalismo. Se trataba de separar no sólo física sino mentalmente las
tareas de diseño y dirección de las de ejecución del proceso de trabajo,
las primeras reservadas a los puestos más altos de la jerarquía
empresarial, y los últimos al conjunto de trabajadores asalariados, y
todo ello con la legitimación que creía otorgaba una presunta
“fundamentación científica”.

El impacto de esta propuesta anti-obrera que pretendía resolver
definitivamente a favor del capital el resultado de la lucha de
clases repercutió incluso en la dinámica bélica donde la optimización de
procedimientos y la aceleración de ritmos de trabajo se aplicó a las
operaciones militares para aumentar la potencia mortífera del armamento,
ya de por sí con un poder destructivo sin precedentes, y que además
permitía alargando el alcance y la potencia destructiva “desvincular ”
al ejecutor de la acción bélica de los resultados de la misma, por
ejemplo con la utilización de armas químicas (gases venenosos), la
ametralladora o la artillería pesada; un resultado similar a la
alienación completa que sufría el obrero taylorizado -obligado a
realizar tareas estandarizadas que él no controlaba y cuyos resultados
finales ignoraba. Además, la guerra con ese despliegue tecnológico que
la transformó en la primera masacre industrializada de la historia
produjo como resultado la deshumanización definitiva de una actividad de
por sí anti humana como es una guerra. Esa omnipotencia destructiva y al
mismo exculpatoria del agente ejecutor inauguraría en la post guerra una
militarización y brutalización de la política de la que harían gala los
fascismos. Por lo tanto, vemos aquí la conjunción de eventos ideológicos
y axiológicos creando el contexto cultural fértil al desarrollo
fascista. A ello cabe agregar la pulsación modernizadora tanto del
fascismo italiano como del alemán y su preferencia por la ciencia y la
tecnología más avanzadas ya que estaban convencidos que sus respectivos
programas para recuperar el estatuto de grandes potencias y sus planes
de expansión imperial exigían no solo una industria avanzada sino
también el respaldo tecno-científico necesario para alcanzar tales
objetivos.

El único ingrediente que faltaba para cerrar completar el contexto
favorable al desarrollo de los fascismos era el de la crisis en su
dimensión no sólo económica sino también política. En Italia se va
producir en la inmediata postguerra con la llegada de Mussolini al poder
en octubre de 1922, mientras que en Alemania la crisis de 1929 sería la
que acabaría favoreciendo la llegada de Hitler al poder en enero de
1933. La crisis de postguerra en Alemania va a ser superada por la
República de Weimar, pero el inicio de la Gran Depresión en 1929 va a
ser demoledor para la democracia alemana, ya que el empresariado junto a
las fuerzas de la derecha y extrema derecha van a optar por una solución
autoritaria para afrontar la crisis, facilitando el nombramiento de
Hitler como canciller, con la aquiescencia del presidente Hindenburg.



La llegada de los nazis al poder va a significar la destrucción de las
organizaciones tanto políticas como sindicales del movimiento obrero
alemán, cumpliendo con ello con una de las exigencias prioritarias del
capital alemán. El empresariado quería volver a las condiciones de
producción anteriores a 1918 y exigía eliminar todo el sistema de
protección colectiva de los derechos laborales establecidos por la
legislación de la República de Weimar, restableciendo la autoridad
absoluta e incontestable del empresario sobre sus trabajadores

La formalización legal de la restitución del poder empresarial sobre los
trabajadores va a ser la sanción por la dictadura nazi de la ley de
organización del trabajo nacional de 20 de junio de 1934 (/Gesetz zur
Ordnung der nationalen Arbeit/ – AOG), confeccionada con la colaboración
de los representantes del gran capital. La  autoridad absoluta del
empresario sobre sus empleados se restablecía mediante la figura del
/Betriebsführer/ (líder de empresa) reproduciendo a nivel de la economía
la misma estructura jerárquica y autoritaria que los nazis impulsaban
para reorganizar la sociedad alemana. La ley representaba los intereses
generales del empresariado y los grupos conservadores alemanes y no sólo
la ideología nazi, especialmente en la preocupación por eliminar al
movimiento obrero, restaurar la disciplina laboral bajo la indiscutible
autoridad de los patronos y alcanzar de este modo la máxima potencia
productiva, así como la mayor eficiencia, situando de este modo a la
empresa capitalista como el corazón del orden social. La ley otorgaba al
empresario o director del establecimiento la totalidad del poder de
dirección, organización, gestión, decisión y evaluación
(/Betriebsführer/), mientras que sus empleados, el conjunto de la fuerza
de trabajo, constituían el séquito (/Gefolgschaft/) que debía seguir
fielmente las directrices de aquel, estableciendo –sin lugar a dudas-
que se trataba de una relación fuertemente jerárquica en la que la
fuerza de trabajo quedaba incondicionalmente subordinada al poder del
patrono.

Simultáneamente los nazis esperaban que los trabajadores aceptasen esa
posición subalterna a perpetuidad, ya que la eficacia que esperaban
obtener mediante una dirección centralizada y vertical de las empresas
aumentaría su productividad y por lo tanto la riqueza total, lo que
permitiría a las mismas recompensar a sus trabajadores con adecuados
salarios y servicios sociales provistos por las compañías, aumentando
así la cohesión de la comunidad de empresa (/Betriebsgemeinschaft/)[1],
que era concebida desde el punto de vista utilitario también como una
comunidad de rendimiento o /Leistungsgemeinschaft/. Esta reorganización
de las relaciones laborales era considerada por el fascismo alemán
también como una condición /sine qua non/ para recuperar el estatus de
gran potencia y sus planes de hegemonía europea y expansión imperial.
Ello explica la difusión de los métodos de la OCT en la economía
alemana, que además de garantizar, como hemos visto, la anulación de la
capacidad obrera de resistencia ante las imposiciones patronales
permitía sustituir la negociación colectiva con la regulación de la
relación obrero-patronal según resultados, según la eficiencia y
productividad individual de cada trabajador.


En Italia va a suceder lo mismo. Mussolini va a subordinar los
sindicatos italianos a la patronal, primero mediante el llamado Pacto
del Palazzo Vidoni, de octubre de 1925, donde quedó muy en claro que la
autoridad dentro de la empresa era detentada por el empresario, sin
ningún tipo de compensación o control por parte de sus empleados. En ese
pacto la patronal lograba alejar a los sindicatos de cualquier
interferencia en la gestión de las empresas, a cambio del otorgamiento a
los sindicatos fascistas de la exclusiva representación de los
trabajadores y la capacidad de firmar convenios; ya que se liquidaban
definitivamente las comisiones internas (vestigio de las movilizaciones
de del bienio rojo), Esa cuestión quedó refrendada en la “constitución”
laboral, la /Carta del Lavoro/, sancionada al año siguiente, en donde se
reconocía explícitamente (art. VII) la autoridad exclusiva del
empresario en la conducción de la actividad económica, a la cual debía
subordinarse sin reparos el conjunto de trabajadores, y a la empresa
privada “como el instrumento más eficaz y útil para los intereses
nacionales”. Ese pacto significó a su vez el otorgamiento a la
Confindustria de la representación oficial del empresariado como bloque
único en el proyecto corporativo, al tiempo que se confirmaba y
reconocía por parte de la cúpula fascista la indiscutible y exclusiva
autoridad del empresario en la dirección de su establecimiento.[2]

Pero antes de alcanzarse este resultado en Italia, la colaboración entre
clases que quería consolidar el fascismo, hubieron de superarse varios
conflictos.  El sindicalismo fascista intentaba sustituir al
sindicalismo socialista, comunista y cristiano en su papel de
interlocutores de los empresarios. Estos, que habían apoyado el ascenso
fascista con la expectativa de que acabaran con el movimiento obrero y
se restaurara la disciplina productiva, no iban a tolerar que surgiera
un nuevo poder sindical, aunque fuera patrocinado por la dictadura. Pero
en atención a la búsqueda de la colaboración de clases en una relación
que exigía que los trabajadores aceptaran de buen grado una posición
subalterna respecto a los patronos, implicó que no se pudiera impedir
que las organizaciones sindicales fascistas conservaran una cierta
iniciativa y se vieran obligadas a realizar acciones en defensa de
reivindicaciones laborales, aunque siempre dentro de límites estrictos
que no podían poner ni en cuestión la autoridad patronal  dentro de la
empresa, ni generar exigencias o expectativas obreras que trastocaran o
complicaran los objetivos macroeconómicos.[3] Luego de una serie de
huelgas entre febrero y marzo de 1925, especialmente en el sector de la
metalurgia, que fueron prácticamente autorizadas por Mussolini y el Gran
Consejo con el fin de enviar un mensaje a los patronos para que
recordaran que la dictadura fascista era el árbitro que garantizaba la
paz laboral que aquellos necesitaban, las huelgas acabaron con un
discreto aumento salarial y los sindicatos fascistas se retiraron
rápidamente del conflicto (la FIOM dirigida en condiciones de
clandestinidad por los socialistas, intentó continuarlas), pero un mes
después el Gran Consejo Fascista prohibió las huelgas considerándolas
“acto de guerra”, que con la ley de abril de 1926 quedarían
definitivamente proscriptas, junto a los /lock-outs/.


Alcanzada esta situación en ambas dictaduras fascistas, donde la derrota
del movimiento obrero en ambos países era total, era el momento de
completar la instauración de los procedimientos recomendados por la OCT.
Ya se habían experimentado en las empresas durante la República de
Weimar, pero habían recibido el rechazo de las organizaciones
sindicales, y en Italia no se introdujeron antes de la instauración de
la dictadura fascista, siendo la FIAT la primera empresa en aplicar
estos métodos de “racionalización” del trabajo. La OCT era claramente
funcional no sólo con las exigencias de productividad del fascismo sino
también con la concepción de verticalidad y jerarquía en la organización
de la sociedad, donde cada empresa era una “micro sociedad”, una réplica
de la comunidad nacional.[4]

De este modo las grandes corporaciones industriales inspiraban la
remodelación de la organización social. En la opinión de dirigentes e
intelectuales fascistas los grandes colosos empresariales cuyo
desarrollo, que consideraban estimulados por la Gran Guerra, ofrecían
tanto un modelo militar de organización jerárquica como el mejor ejemplo
de la capacidad productiva, eran vistos como un pilar importante de la
fuerza política del estado y por lo tanto en su capacidad militar. A su
vez un régimen productivista debía reunir las características de una
“nación en guerra”, un régimen de colaboración entre todas las clases
sociales en un orden basado en la autoridad de las jerarquías
naturales.[5]  La OCT aseguraba, según consideraban Taylor y sus
epígonos, la eficiencia y el aumento de la producción hasta niveles no
conocidos previamente. Por ello los fascismos imponían la “razón
productivista”, a la que consideraban el argumento fundamental para la
recuperación de Alemania e Italia como grandes potencias con las que
satisfacer sus objetivos imperiales.

Falta comentar una última característica de la organización del trabajo
en los fascismos, y se trata del esclavismo, del empleo de mano de obra
forzada en la producción.  Tanto la dictadura hitleriana como la
mussoliniana recurrieron al trabajo esclavo. El fascismo italiano lo
hizo tanto en Somalia como en Etiopía, sometiendo a trabajos forzados a
la población autóctona, y que en ese momento estaban prohibidos por los
tratados internacionales. La Italia mussoliniana estableció un verdadero
apartheid en sus colonias con la prohibición de matrimonio o relaciones
sexuales entre población autóctona e italianos, así como de la
separación espacial y comercial y de servicios entre los mismos en
ciudades y pueblos, por lo tanto, haciendo del racismo también un
recurso para la organización del trabajo servil que era “justificado” en
función de las barreras raciales establecidas. A partir de 1940 también
sometió a los italianos de cultura judía a trabajos forzados como
consecuencia de la persecución racial iniciada con las leyes antisemitas
de 1938. 

Un grupo de personas procedentes de la Unión Soviética deportados a
Alemania como trabajadores forzados a su llegada a Meinerzhagen,
Sauerland, el 29 de abril de 1944. Fuente: Stadtarchiv Meinerzhagen.
https://www.bpb.de/izpb/239456/zwangsarbeiterinnen-und-zwangsarbeiter

Pero el empleo masivo de trabajo esclavo, no sólo en Alemania sino en
las zonas de ocupación es un aspecto singular de la barbarie nazi. En
primer término, cabe decir respecto a esta cuestión que en el caso del
fascismo alemán la utilización de trabajadores forzados se vinculó no
sólo a objetivos de producción relacionados con las necesidades bélicas
sino también con el genocidio. La utilización de trabajadores esclavos
por los nazis respondió a necesidades de mano de obra requerida por el
esfuerzo bélico, pero también fue una respuesta ante la misma dictada
por el racismo y el darwinismo social que constituían núcleos centrales
de su ideología. La magnitud del esclavismo era tal que en 1944 los
trabajadores extranjeros representaban el 21 por ciento de la fuerza
total de trabajo empleada en la industria.

Para los nazis los prisioneros en sus campos de concentración y
exterminio, tanto las víctimas de la represión en Alemania a partir de
1933, opositores políticos (comunistas, socialdemócratas, anarquistas,
pacifistas), los considerados “racialmente alógenos” (alemanes de
cultura judía y gitana, principalmente) y los considerados “asociales”
(todos aquellos ciudadanos que no se adecuaban al modelo de
comportamiento exigido por la dictadura[6]), así como los cautivos
procedentes de los países ocupados así como los prisioneros de guerra
era “material consumible”, cuerpos humanos a disposición del régimen
nazi para cumplir sus objetivos, pero al mismo tiempo, especialmente en
el caso de judíos y gitanos, planificaban y aplicaban el trabajo forzado
realizado en las condiciones inhumanas inimaginables uno de los métodos
de su exterminio, que fundamentaban en sus propias convicciones
social-darwinistas al considerar que de este modo forzarían una especie
de “selección natural” durante al cual los primeros en caer serían los
más débiles. Sus convicciones racistas les inducían a establecer una
especie de clasificación jerárquica en la cual los judíos, gitanos y
soviéticos ocupaban el escalón inferior, respecto a los demás
prisioneros.  Antes que en los campos se había comenzado con esa
utilización de trabajo esclavo en los guetos donde habían recluido a los
judíos que iban deportando desde toda la Europa ocupada, donde la
distribución de los escasos comestibles disponibles dentro del gueto
eran distribuidos desigualmente diferenciándose entre población
“productiva” e “improductiva”, por lo tanto se utilizaba el trabajo de
los cautivos como fuente de producción y como un medio de “seleccionar”
en la población sometida a los que podían continuar siendo explotados y
los que debían ser exterminados. Cuando comenzaron las deportaciones
masivas a los campos de exterminio mantuvieron la clasificación de las
víctimas en función de su carácter “productivo” o “improductivo”,
enviando primero a los campos de la muerte a estos últimos mientras que
se les extraía a los primeros hasta la última gota de su rendimiento
laboral.[7]



Pero no se trató sólo de la explotación el trabajo esclavo mediante la
aplicación de la fuerza bruta, sino que esta se combinó con las fórmulas
más ortodoxas de la OCT, como métodos que podían aumentar el rendimiento
de los trabajadores forzados. Los trabajadores alemanes más cualificados
fueron destinados a los trabajos de supervisión de los obreros no
cualificados, y de los trabajadores forzados en general, en aquellas
empresas donde se habían aplicado métodos de OCT, con lo cual se
fragmentó y se impidió la solidaridad intra-clase que podrían haber
surgido en circunstancias normales, por la diferente condición jurídica
de cada grupo de trabajadores. Las relaciones y condiciones políticas a
las que se vieron sometidos unos y otros crearon las barreras
suficientes para que los mecanismos de cohesión no funcionaran salvo en
contados casos individuales. No sólo se trataba de la fundamental
diferencia entre trabajadores libres y esclavos, sino de las jerarquías
anexas a estas condiciones. Por ejemplo, como las que establecían que un
trabajador judío o un prisionero de guerra ruso obviamente no podía
desempeñar tareas de supervisión y estaban destinados a la escala más
baja de la jerarquía laboral independientemente de su calificación previa.



Los proyectos de explotación de mano de obra esclava comenzaron a
formularse entre 1937 y 1939, debido a la gran absorción de mano de obra
disponible en la industria armamentística y complementaria durante la
ejecución de las diferentes fases del Plan Cuatrienal. Sin embargo el
impulso que generalizó la utilización de trabajo esclavo, forzado tanto
de los prisioneros de los campos de concentración como de prisioneros de
guerra o civiles obligados a trabajar para Alemania en los territorios
ocupados, fue la transformación de la /Blitzkrieg/ en guerra total y
prolongada entre 1941 y 1942. Todos los autores coinciden en señalar que
el motivo fue la exacerbación de esa escasez de mano de obra
multiplicada no sólo por las exigencias de hombres por el ejército a
medida que se ampliaban y prolongaban las operaciones militares, sino
también por las exigencias de la producción de guerra que crecía en
paralelo con las actividades militares. Las primeras empresas que
adoptaron tal iniciativa fueron las pertenecientes al área estatal o
coparticipadas por el estado, como la Volkswagen, perteneciente al DAF y
dirigida por Ferdinand Porsche; la fábrica de aviones Heinkel, la
empresa Steyr – Daimler – Puch, dirigida por Georg Meindl –especialista
en economía y ciencia política y miembro de las SS. Pero rápidamente se
unieron empresas privadas de la importancia de la IG Farben, Mercedes
Benz y Henschel, que pasaron a constituir casos paradigmáticos de la
moderna industria capitalista que combinaba técnicas avanzadas de
fabricación con la utilización de mano de obra esclava. Puede afirmarse
con rotundidad que en su gran mayoría –las escasas excepciones confirman
la regla- los empresarios no fueron obligados por el estado a utilizar
trabajo esclavo, sino que su utilización respondió a la iniciativa de
los hombres de negocios y dirigentes industriales, a medida que la
guerra dificultaba el empleo de trabajadores libres. Vale la pena
reproducir estas dos declaraciones, la primera de Robert Antelme,
miembro de la resistencia francesa y deportado a los campos deBuchenwald
y Dachau; y del un un ejecutivo de la fábrica de motores de aviación de
Daimler-Benz, las que  evocan a un mercado de esclavos:

/… nos han reunido delante de la iglesia, y unos civiles han venido a
buscar a los que eran capaces de trabajar en la fábrica. Hemos visto
aparecer bajo los uniformes a rayas a un tornero, a un dibujante, aun
electricista, etc. Después de haber seleccionado a todos los
especialistas, los civiles han buscado a otros tipos que pudieran hacer
trabajos en la fábrica. Para ello han pasado por delante de los que
quedaban. Han mirado nuestros hombros, también nuestras cabezas. Los
hombros no bastaban, había que tener una cabeza, tal vez una mirada
digna de los hombros. Permanecían un momento delante de cada uno. Nos
dejábamos mirar. Si lo que veía le gustaba, el civil decía: Komm! El
tipo salía de la fila e iba a reunirse con el grupo de los
especialistas. Algunas veces el civil se partía de risa ante un
compañero y lo señalaba con el dedo a otro civil. El compañero no se
movía. Daba risa, pero no gustaba. Los SS se mantenían alejados. Habían
traído la carga, pero no seleccionaban, eran los civiles los que
seleccionaban. Cuando un compañero contestaba al oír grita su oficio:
tornero, el civil aprobaba con la cabeza satisfecho, y se volvía hacia
el SS señalando al tipo con el dedo. Ante el civil el SS no entendía de
inmediato; él había traído su carga; no había pensado que pudiese
contener torneros [….] A los que tenían que trabajar en la fábrica se
los aislaba de los demás. Los civiles se ocupaban de ellos con los capos
que anotaban sus nombres. Los dos SS los habían abandonado y habían
vuelto hacia nosotros, los que quedábamos y no sabíamos hacer nada.
Liberados de los civiles que habían hecho una discriminación de valores
entre nosotros con la conciencia tranquila, los SS recuperaban a sus
verdaderos presos, aquéllos acerca de los cuales no se habían
equivocado. Campesinos, empleados, estudiantes, camareros, etc. No
sabíamos hacer nada; como los caballos, trabajaríamos afuera acarreando
vigas, tablones, construyendo los barracones en los que el kommando se
instalaría más tarde. La elección que acababa de producirse era muy
importante. Los que iban a trabajar en la fábrica se librarían en parte
del frío y de la lluvia. Para los del zaun-kommando, kommando de los
tablones, el cautiverio no sería el mismo. Por eso, los que iban a
trabajar afuera no iban a dejar nunca de perseguir el sueño de entrar en
la fábrica./ [8]

/Observo a los judíos de acuerdo a su condición física. Generalmente
escojo los más jóvenes, porque pienso que serán los más aptos física y
mentalmente para nuestro trabajo con las máquinas […] Inevitablemente
los separo de sus familias. Se suceden escenas desgarradoras […] Los
judíos llevan con ellos sus pertenencias. Los hombres de las SS están
provistos de bastones de madera y golpean con ellos a los judíos. /[9]

  Por ello los empresarios, enfrentados con la necesidad de utilizar
mano de obra esclava no dudaron en hacerlo, aportando a las autoridades
del régimen y especialmente a las SS, responsables del aprovisionamiento
de trabajadores, las soluciones tanto de seguridad como las medidas
técnicas y de organización del trabajo que permitieran un adecuado
rendimiento de esa fuerza de trabajo, al tiempo que supieron extraer
enormes beneficios de su explotación. [10]


El gran salto hacia el uso habitual y masivo de trabajo forzado se
produjo tras la asunción por Albert Speer de las responsabilidades como
ministro de Armamentos, en 1942. Pocos días después de su designación se
aprobaron los decretos que establecían el reclutamiento obligatorio de
trabajadores en los territorios ocupados del este lo que daría, junto
con la utilización de los prisioneros de los campos de concentración,
esa dimensión enorme al uso de trabajo esclavo en la industria alemana,
constituyendo un hecho sin precedentes en las modernas sociedades
industriales. El modelo impulsado y generalizado por Speer se basó en la
experiencia anticipada por las grandes empresas, acordando con las SS
las cuotas de trabajadores forzados necesarios y la instalación de las
fábricas junto o en el perímetro de los campos de concentración. El
compromiso mostrado por gerentes y técnicos en la explotación de mano de
obra esclava no estuvo sólo marcada por la inmediata necesidad de fuerza
de trabajo provocada por las insaciables exigencias de la producción
bélica, sino que se erigía como un proyecto sistemático y de largo
alcance para su aplicación en la posguerra y en tareas civiles.[11] Pero
en lo inmediato el factor más importante fue el propio desarrollo de las
hostilidades, especialmente cuando entre finales de 1941 y comienzos de
1942 comenzó la reacción del Ejército Rojo y los primeros reveses
alemanes en la URSS, lo que exigía un refuerzo de los contingentes
llamados a filas para cubrir esas bajas.[12] Para otros autores también
fue determinante la intención de evitar el empleo masivo de mujeres para
sustituir a los hombres que debían marchar al frente.[13] Todo ello hizo
apremiante el utilizar a los internos en los campos de concentración
creando una dependencia mutua entre Speer y la administración de la
industria armamentistas y las SS, quienes se encargaban de proveer la
fuerza de trabajo forzada.


*Notas:*

[1] Entre sus antecedentes inmediatos deben contarse documentos como el
/Wirtschaftspolitische Grundanschauungen und Ziele der NSDAP/
(Principios básicos y objetivos económicos del NSDAP) elaborado en marzo
de 1931, distribuido como documento interno de discusión e información
sobre la línea en economía política nazi, ver Avraham Barkai, /Nazi
Economics: Ideology, Theory, and Policy/, Oxford, Berg, 1990, pp. 34-38.

[2] Mussolini apoyaba directamente a la dirección de la Confindustria al
afirmar que “/dentro de la fábrica debe existir únicamente la jerarquía
directiva; por consiguiente, no cabe hablar siquiera de síndicos/”,
citado por Roland Sarti, /Fascismo y burguesía industrial. Italia
1919-1940/, Barcelona, Editorial Fontanella, 1973, p. 107. Ver también,
Giovanni Contini, “Enterprise management and employer organisation in
Italy. Fiat, public enterprise and /Confindustria/ 1922-1990”, op. cit.,
pp. 204-205.

[3] Mussolini se decantó claramente a favor de los empresarios cuando el
debate sobre los fiduciarios o síndicos de fábrica, a los que aquellos
se oponían porque consideraban que podían ejercer funciones de control
sobre su gestión, manifestando que “/dentro de la fábrica debe existir
únicamente la jerarquía directiva; por consiguiente, no cabe hablar
siquiera de síndicos/”, citado por Roland Sarti, /Fascismo y burguesía
industrial. Italia 1919-1940/, Barcelona, Editorial Fontanella, 1973, p.
107.

[4] Diggins, John P., «Flirtation with Fascism: American Pragmatic
Liberals and Mussolini’s Italy”, /The American Historical Review/,
Volume 71, Issue 2, Jan. 1966, p. 487.

[5]  Zeev Sternhell, /El nacimiento de la ideología fascista/, Madrid,
Siglo XXI, 1994, p. 13-14.

[6] La persecución de los considerados holgazanes y gandules
[/Arbeitsscheue/ – /Bummelanten/], o sea poco dispuestos a adecuarse a
la disciplina laboral que exigía el nacionalsocialismo, implicó desde el
comienzo de la dictadura un aspecto claramente vinculado a los
mecanismos de exclusión y selección social que formaban uno de los
núcleos duros del proyecto de ingeniería social nazi. Pero se
intensificó cuando la recuperación de los niveles de empleo produjo una
escasez relativa de la fuerza de trabajo disponible y hubo que movilizar
las últimas reservas asequibles. Por lo tanto podemos fijar que fue a
partir de 1936, momento en que Hitler decidió la puesta en marcha del
Plan Cuatrienal que debía asegurar la supremacía militar de Alemania,
en que se intensificó la persecución de estos “asociales” y su reclusión
en campos de trabajo donde, bajo la vigilancia de las SS, debían
realizar trabajos forzados, calculándose que en 1937-38, aproximadamente
15.000 “asociales” o “refractarios al trabajo” fueron encerrados en el
campo de concentración de Buchenwald.

[7] Götz Aly, Susanne Heim/, Architects of Annihilation. Auschwitz and
the Logic of Destruction/, London, Weidenfeld & Nicholson, 2002, pp.
186-214.

[8] Robert Antelme, /La especie humana/, Madrid, Arena Libros, 2001, pp.
41-42.

[9] Citado por Bernard P. Bellon, /Mercedes in Peace and War. German
Automobile Workers, 1903-1945/, New York – Oxford, Columbia University
Press, 1990, pp. 245-246.

[10] Franz Neumann, /Behemoth. Pensamiento y acción en el
nacionalsocialismo/, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, pp.
294-308. Neumann denomina la economía alemana en el momento de la guerra
como “/capitalismo monopólico totalitario/” o sea “una economía
capitalista privada, que regimenta un estado totalitario”.

[11] Michael T. Allen, /The Business of Genocide. The SS, Slave Labor,
and the Concentration Camps/, Chapel Hill – London, The University of
North Carolina Press, 2002, pp. 175-176.

[12] En la Daimler-Benz la utilización de mano de obra procedente de los
campos de concentración comenzó en algunas plantas en el verano de 1940,
después de la derrota de Francia, y plenamente en enero de 1941,
convirtiéndose esta práctica, como afirma Neil Gregor en “/…un elemento
central de su política laboral/”, /Daimler Benz in the Third Reich/, New
Haven and London, Yale University Press, 1998, p. 176. 

[13] Ulrich Herbert, /Hitler’s Foreign Workers…/, op. cit., p. 384;
aunque su afirmación no sería compartida por otros que consideran, como
hemos visto que la fuerza de trabajo femenina en Alemania durante la
guerra llegó a ser superior a la de otros países beligerantes, lo que
restaría fuerza a ese argumento para explicar el reclutamiento de mano
de obra forzada, cfr.  Eve Rosenhaft, Rosenhaft, Eve, “Women in Modern
Germany”, Gordon Martel (ed.), /Modern Germany Reconsidered, 1870-1945/,
London – New York, Routledge, 1992 y R.J. Overy, /War and Economy in the
Third Reich/, Oxford, Clarendon Press, 1994.

Resumen de /“Arbeit macht Frei”. El trabajo y su organización en el
fascismo (Alemania e Italia)/, Mataró, El Viejo Topo – FIM, 2004.

*Alejandro Andreassi Cieri*

Alejandro Andreassi Cieri, /Profesor jubilado del Departamento de
Historia Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona/


In
REBELION
https://rebelion.org/fascismo-y-organizacion-del-trabajo-capitalismo-militarizado-esclavismo-y-exterminio/
29/2/2020

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