sexta-feira, 6 de outubro de 2023

Samir Amin: Eurocentrismo enfermedad congénita del capitalismo

 





MÓNICA QUIRICO, INVESTIGADORA DE HISTORIA DE LA UNIVERSIDAD DE ESTOCOLMO

/*Al igual que Samir Amin nos corresponde sacudirnos de esa izquierda
que se rasga las vestiduras por el regreso del fascismo a Europa,
olvidando que para la mayoría de los pueblos del planeta la opresión, la
discriminación y la pobreza han sido la norma de su historia durante
siglos.*/

Hace treinta y cinco años (1988) se publicaba /Eurocentrismo/, de Samir
Amin (1931-2018), que, cuestionando la representación dominante de la
historia y la cultura occidentales, contribuía a innovar radicalmente
las categorías interpretativas del capitalismo.

En una época marcada por los movimientos y partidos identitarios (en
Occidente como en otras partes) la historia pareció primero «terminar»,
con el hundimiento del socialismo real, y luego retroceder hacia la
barbarie generalizada, con el atentado contra las torres gemelas tomado
como pretexto por Estados Unidos para imponer su control militar sobre
todo el planeta; una involución que para Amin no es en absoluto una
sorpresa: /«la ideología burguesa, que en un principio propugnaba
ambiciones universalistas, ha renunciado a ellas para sustituirlas por
el discurso posmodernista de las ‘especificidades culturales’
irreductibles (y, en forma vulgar, del inevitable choque de culturas)» /.

En su /Introducción/, Giorgio Riolo recorre la vida de Amin desde su
nacimiento en Egipto hasta sus estudios en Francia, su país de adopción.
El joven investigador, que se afilió al PCF en París, se encontró
trabajando en su tesis doctoral en un momento en que la Conferencia de
Bandung (1955) y, posteriormente, la Conferencia de Belgrado (1961)
ponían en el orden del día el proceso de descolonización y, al mismo
tiempo, el surgimiento del movimiento de los países no alineados.

Así pues, se hace urgente un debate sobre las causas del «atraso» (en
terminología occidental) del Sur Global. Amin es, junto con Giovanni
Arrighi, André Gunder Frank e Immanuel Wallerstein, uno de los
fundadores de la escuela que considera el capitalismo como un sistema
global, cuyo centro (Occidente) prospera impidiendo el desarrollo de los
países periféricos para extraer valor de su fuerza de trabajo y saquear
sus recursos naturales.

Sin embargo, en comparación con los demás progenitores de esta corriente
de estudios, Amin es el que más se mantiene anclado a las herramientas
conceptuales acuñadas por Marx (en particular, las de modo de producción
y formación social), aunque reubicándolas en una dimensión global.
Además, a diferencia de Wallerstein, se niega a considerar la periferia
del mundo como una mera variable dependiente del centro: de hecho, el
capitalismo engloba formaciones sociales que, aunque sometidas a las
leyes del mercado mundial, ven la supervivencia de modos de producción
precapitalistas.

En obras como /Acumulación a escala mundial. Crítica del
subdesarrollo/ (1970) y /El desarrollo desigual/ (1973), el economista
franco-egipcio desarrolla la tesis de que la brecha entre Occidente y
los países periféricos no es en absoluto atribuible a un atraso de estos
últimos, sino que constituye la condición necesaria para la existencia
misma del orden basado en el mercado.

Proponer corregir el desequilibrio adoptando en el Sur con políticas que
sigan el modelo de los países occidentales resulta, pues,
desconcertante. El planteamiento de Amin, que causó revuelo a principios
de los años setenta, parece obvio hoy en día, al haber sido asumido por
un amplio espectro de estudios (sociológicos, feministas, económicos).
¿Lo es realmente? Las políticas financieras de las organizaciones
transnacionales, e incluso la ayuda humanitaria, siguen estando
modeladas (en términos económico-sociales, culturales y «morales») a
partir de los puntos álgidos de los beneficios del sistema capitalista.
Los resultados son bien conocidos.

En el capítulo I de /Eurocentrismo/, dedicado a /Modernidad e
interpretaciones religiosas/, Amin analiza el concepto de modernidad
surgido de la Ilustración, que, a diferencia de las culturas anteriores,
reconoce al hombre la capacidad de hacer su propia historia; esta
libertad, sin embargo, está viciada por la subordinación a las
exigencias del capitalismo.

La «razón emancipadora» es en realidad una razón burguesa, con
determinaciones temporales y geográficas precisas; identifica la
libertad con el mercado y, en el plano político, con la democracia, que
– a pesar de la retórica triunfalista – es /sic et simpliciter/ un
sistema en el que el Estado tiene una función accesoria a los
imperativos de la economía.

En la deriva representada por la «ideología libertaria de derechas»
(Hayek), desaparece toda pretensión: los seres humanos siguen siendo los
creadores de su propia historia, pero el teatro en el que se mueven es
una jungla. Es la era de la americanización del mundo. Se impone una
razón degenerada y destructiva, que no sólo renuncia a cualquier atisbo
de emancipación, sino que asume la función – escribe Amin en términos
incisivos- de una «empresa de demolición de la humanidad» y de todo el
planeta.

El marxismo es la herramienta para entender el mundo y transformarlo,
siempre y cuando – en este punto insiste el autor – /comencemos/ desde
Marx, en lugar de re-proponer mecánicamente sus análisis. De Marx, sin
embargo, Amin retoma la centralidad del binomio
estructura-sobre-estructura, depurándolo de las tentaciones
deterministas que han marcado su uso y convirtiéndolo en la brújula del
estudio no del mero modo de producción, sino de las formaciones sociales
en su totalidad, resultado de la relación dinámica entre la instancia
económica, política y cultural-religiosa.

Con un sólido conocimiento de la historia de las religiones y de la
filosofía (y, por supuesto, de la historia africana), Amin investiga el
papel que las distintas religiones y culturas han desempeñado en
relación con el desarrollo del capitalismo.

Una operación decididamente /sui generis/, en la historia del marxismo,
que lleva al autor a desmontar el mito del cristianismo en general o de
una declinación específica del mismo (la Reforma protestante) como
forjadores de la modernidad capitalista, en virtud de peculiaridades –
ausentes en otras religiones – que habrían dado lugar al «milagro
europeo». En todo caso, lo cierto es lo contrario, observa el autor: las
religiones, todas ellas, se ajustaron a las necesidades del modo de
producción capitalista, pero lo hicieron de diferentes maneras, como
ilustra Amin en su reconstrucción de la relación entre las tres
religiones monoteístas y el contexto político-económico de la época.

¿Por qué Europa rompió con el modo de producción tributario y el mundo
musulmán no? A esta pregunta, los occidentales responden señalando con
el dedo las especificidades de un tema también agitado por lo que Amin
denomina islam político, expresión que agrupa tanto a moderados como a
fundamentalistas; entre ambos grupos, el autor no ve ninguna distinción
sustancial, imputando a ambos una forma de «eurocentrismo invertido».

La razón por la que la modernidad (capitalista) no se ha hecho realidad
en los países musulmanes, como en otras zonas del sur global, es que el
capitalismo exige la existencia de un centro y unas periferias
subordinadas. Maniobrados por burguesías nacionales cómplices y serviles
de las clases dominantes europeas y norteamericanas, los
fundamentalistas (incluida la República Islámica de Irán) culpan de la
degradación de sus países a Occidente, sin cuestionarse nunca la
verdadera causa de su subalternidad, el capitalismo.

En cuanto al cristianismo, no /creó /la sociedad burguesa; más bien,
demostró ser más adaptable, en virtud de dos ausencias : la renuncia a
construir el reino de Dios en la tierra y la falta de una traducción
jurídica de los principios del Evangelio.

En resumen, «los dos discursos del capitalismo globalizado y del islam
político no están en conflicto, sino que son perfectamente
complementarios». Ambos neutralizan las contradicciones de clase
desplazando el plano del enfrentamiento a la incompatibilidad de
supuestas «identidades» colectivas. Por lo tanto, la élite occidental y,
en particular, la estadounidense, tienen todo el interés en fomentar el
fundamentalismo islámico (como hemos visto en Afganistán): no sólo
garantiza que los pueblos periféricos sigan sometidos al capitalismo
mundial, sino que siempre puede utilizarse como pretexto para legitimar
las intervenciones militares en el extranjero y la mano dura contra los
musulmanes en casa.

En el capítulo II, /Para una teoría de la cultura. Crítica del
eurocentrismo/, el autor presenta su innovadora lectura de la historia
global. Es necesario desandar la historia, o más bien las historias, de
las distintas áreas geográficas para comprender los tiempos, modos y
peculiaridades con que el capitalismo se afirmó allí, en lugar de
despachar la cuestión con la supuesta primacía cultural de Occidente,
que explicaría su temprano desarrollo. Amin apunta a las dos
declinaciones de la historiografía eurocéntrica, que, en su aparente
antagonismo, comparten un planteamiento teleológico, aunque con enfoques
diferentes.

La primera es la liberal, que establece una continuidad entre la edad
clásica (el mundo grecorromano, arbitrariamente identificado con
Occidente y opuesto a Oriente), la edad feudal (cristiana) y el
advenimiento del capitalismo. La segunda es la de matriz marxista,
conocida como teoría de las etapas, presente en los escritos de juventud
de Marx y Engels (atentos después a análisis históricos más articulados)
y canonizada más tarde por los partidos comunistas y los teóricos
marxistas más allá de los ortodoxos.

Aunque Amin no es ciertamente el único que se distancia de la idea de
que la historia humana parte de formas primitivas de comunismo, pasa
luego por la esclavitud y el feudalismo y llega finalmente al
capitalismo, la reconstrucción alternativa de la historia global que
ofrece en /Eurocentrismo/ encierra un desafío no sólo al dogmatismo de
la vulgata marxista, sino a la historiografía tout-court.

Si la noción de comunismo primitivo ya ha desaparecido para dejar paso a
la de comunitarismo (red de pequeñas comunidades cimentadas en el
parentesco), la operación más disruptiva es la marginación geográfica y
cronológica del feudalismo, incluido en el más amplio modo de producción
tributario, cuyos elementos caracterizadores son una estructura política
centralizada que extrae el excedente económico de un espacio agrario y
el papel ideológico legitimador de las grandes religiones.

La categoría acuñada por Amin engloba tanto el modo de producción
marxiano asiático (Egipto, India, China), que constituye su núcleo, como
el feudalismo europeo, que del modo de producción tributario aparece
como un capítulo marginal en comparación con la longevidad de los
sistemas tributarios africanos y asiáticos. Si Marx se limitó a esbozar
el modo de producción asiático, en /Eurocentrismo/ se sitúa en el
corazón del sistema tributario, la ruptura hecha con la periodización
tradicional: la cesura entre la Antigüedad y la Edad Media (situada por
la historiografía eurocéntrica al final del Imperio romano de Occidente)
se retrotrae a la época de la unificación helenística de Oriente (c. 300
a.C.).

Manteniendo la centralidad de la estructura económica en la
interpretación de los procesos históricos y sociales, Amin propone una
tipología dualista de los modos de producción que pasa del concepto de
totalidad al de dominación: mientras que en los sistemas precapitalistas
la explotación de las clases subalternas es directa, inmediatamente
visible y la instancia dominante es la político-ideológica, en el
capitalismo la explotación queda, por así decirlo, enmascarada por el
contrato entre patrón y proletario y por la intangibilidad de la
plusvalía. En él, es la instancia económica la que gobierna directamente
las sociedades, a través de una mercantilización universal que abarca
incluso la fuerza de trabajo.

Tras analizar la evolución de la cultura y la religión (estrechamente
entrelazadas) en las sociedades tributarias de las distintas zonas del
mundo, en el capítulo III, /La cultura del capitalismo/, Amin rastrea la
unificación forzada del globo por el capitalismo, al que corresponde una
Weltanschauung (Razón) sólo formalmente universalista.

De hecho, la globalización no implica en absoluto la homogeneización: un
mundo en el que nueve mil millones de personas disfruten del nivel de
vida de los occidentales es sencillamente inconcebible; al contrario, el
sistema exige la polarización entre centro y periferia y la eliminación
(/manu militar/ o mediante el chantaje del Fondo Monetario
Internacional) de aquellos países que se resistan a la (falsa)
globalización. «La ideología dominante legitima así tanto el capitalismo
como sistema social como la desigualdad mundial que lo acompaña. […]

El mito pro-cristiano, el mito del antepasado griego, la construcción
antitética y artificial del orientalismo connotan el nuevo culturalismo
europeo y eurocéntrico, /condenándolo irremediablemente a aceptar su
alma maldita: el racismo inerradicable/«. Amin va más allá: el nazismo,
lejos de ser una aberración de la historia, es una posibilidad siempre
presente.

Ante el fracaso de una auténtica globalización, que por su propia
naturaleza el capitalismo no puede lograr, so pena de su colapso, los
seres humanos reaccionan con saltos de identidad, en conflicto unos con
otros, mientras la naturaleza se destruye irremediablemente.

¿Qué contribución pueden hacer Marx y Engels a un análisis de lo que es
realmente el capitalismo, es decir, global pero polarizado? En este
capítulo, el juicio de Amin es más severo que el expresado en el
capítulo I, en el que se atribuye a Marx haber captado en algunos
escritos cómo la polarización entre centro y periferia es intrínseca al
capitalismo, y por tanto no superable.

En cambio, la opinión predominante aquí es que Marx no se ha liberado
del optimismo evolucionista inspirado en la Ilustración de su época, lo
que explica su creencia en la tendencia hacia la homogeneización (es
decir, la europeización) del mundo, con los países «atrasados»
poniéndose al día a lo largo de una trayectoria lineal.

Esta será la interpretación predominante en la Segunda Internacional.
Para ir más allá de Marx, Amin propone convertir su ley del valor
(esculpida en el punto más alto del sistema capitalista, el occidental)
en la «ley globalizada del valor», que daría cuenta de una doble
polarización la existente entre el centro y las periferias y la
existente en el interior de las periferias; mientras que en los países
centrales el consentimiento a la democracia burguesa se «compra» con un
aumento constante de los salarios, en las periferias sólo las burguesías
vasallas del centro ven aumentar su nivel de vida, recurriendo a
regímenes autocráticos para sofocar el descontento de la población.

¿Qué hacer? El capitalismo no es el destino de la humanidad, sino un
paréntesis. Sólo puede liberarse de él mediante una operación que el
autor define alegremente como «desvinculación» del centro del sistema de
los pueblos de las periferias del mundo.

La propuesta de Amin es el resultado natural de una teoría que gira en
torno a los conceptos de desarrollo desigual e imperialismo (tomados de
Lenin). Las revoluciones nacionales de las periferias, con la formación
de Estados verdaderamente autónomos, es sólo el primer paso de una
transición del capitalismo global a un socialismo inevitablemente global
(el distanciamiento del estalinismo, que también es constantemente
criticado en la producción de Amin, y del operaísmo tout court, es
evidente aquí); una transición que inevitablemente será larga y no
programable. Por otra parte, la alternativa es «la barbarie capitalista
eurocéntrica» .

Amin no fue sólo un teórico; participó activamente, como relata Riolo,
en la fundación y actividades del Foro Mundial de Alternativas, donde
planteó con contundencia los problemas que plantea el desarrollo
desigual, empezando por la cuestión campesina, inseparable de la
medioambiental; también combatió el fuego amigo, el eurocentrismo de las
influyentes ONG occidentales que se habían sumado al Foro: una deriva
que le llevó a reclamar el lanzamiento de una Quinta Internacional.

Con esa experiencia se cierra el capítulo V, /Por una visión no
eurocéntrica de la historia/, en el que el autor resume su contribución
al debate global sobre el capitalismo, afinando aún más su análisis
histórico de los distintos modos de producción (y del papel del
Estado-nación), al tiempo que responde a las críticas que le dirigen los
exponentes del marxismo occidental.

/Eurocentrismo/ es un ensayo que no resulta fácil de leer tanto por el
estilo como por la forma de abordar los temas, que vuelven varias veces
en los distintos capítulos pero desde ángulos diferentes. El lector no
encontrará la genealogía de los conceptos que emplea Amin (las deudas
con Gramsci, Althusser y Poulantzas, entre otros, son evidentes pero no
se explicitan): el suyo es un texto militante, no de marxología, a la
que el autor dirige algunas púas. Hoy destacan algunas deficiencias en
su planteamiento. Aunque condena repetidamente la condición de la mujer
en el Islam, el autor no hace del patriarcado un elemento constitutivo
de la explotación capitalista. Un cierto desconcierto (para los que
conocen la pasión política de Amin) es provocado por el tono un tanto
aséptico del escrito.

También hay que señalar que fenómenos de época como la extrema
financiarización de la economía y el impacto social y antropológico de
la digitalización y la automatización están ausentes de las partes
añadidas para la segunda edición (aunque Amin es muy consciente de que
las finanzas y la tecnología son dos de las herramientas que utiliza el
centro para mantener subyugadas a las periferias).

Aun con estas limitaciones, /Eurocentrismo/ destaca por la capacidad del
autor para captar, ya en 1988, fenómenos que sólo se desplegarían
plenamente en las décadas siguientes, como la formación de un mundo
multipolar (condición necesaria, para Amin, para una transición al
socialismo) y la resistencia que Estados Unidos opondría a ello, así
como la dramática relevancia de la cuestión campesina, de esa fractura
metabólica entre humanidad y naturaleza que Marx trató en su obra
magna, /El Capital/ como presagio potencial de la destrucción de la vida
en el planeta.

Además, aquellos que todavía reconocen el valor heurístico, y político,
del materialismo histórico no pueden dejar de apreciar una redefinición
de las categorías marxianas que, purgadas del defecto eurocéntrico, se
vuelven totalmente necesarias para estudiar el «capitalismo realmente
existente» en la actualidad.

La petición de Amin de ser enterrado en el Père Lachaise de París, junto
a comuneros y combatientes de las Brigadas Internacionales en la Guerra
Civil española, representa el último acto de su internacionalismo
imperecedero, que nos corresponde asumir, sacudiéndonos a esa izquierda
que se rasga las vestiduras por el regreso del fascismo a Europa,
olvidando que para la mayoría de los pueblos del planeta la opresión, la
discriminación y la pobreza han sido la norma de su historia durante siglos.

Em
OBSERVATORIO DE LA CRISIS
https://observatoriocrisis.com/2023/10/06/samir-amin-eurocentrismo-enfermedad-congenita-del-capitalismo/
6/10/2023

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