segunda-feira, 2 de outubro de 2023

Sobre el llamado capitalismo «woke» (el despertar)

 

  Sobre el llamado capitalismo «woke» (el despertar)


CARLO FORMENTI, SOCIÓLOGO ITALIANO

Leyendo el libro del experto australiano en teoría de la organización y
profesor de la Universidad de Sidney Carl Rhodes (/Capitalism woke. Cómo
la moral corporativa amenaza la democracia, /editorial Fazi) es difícil
no darse cuenta de una paradoja: escrito con la intención de denunciar
los verdaderos objetivos políticos que se esconden tras el giro
«progresista» de algunas grandes corporaciones multinacionales, acaba en
cambio revelando (aunque sea involuntariamente) las razones por las que
la izquierda «políticamente correcta», con la que Rhodes se identifica,
tiene pocas posibilidades de oponerse al regimen capitalista .

Empecemos por el significado del término woke, hoy de uso común en el
mundo anglosajón pero que no ha tardado en extenderse en una Europa cada
vez más «americanizada». Acuñado por los afroamericanos en el contexto
de los movimientos por los derechos civiles de los años sesenta, y
relanzado durante las movilizaciones del movimiento Black Lives Matter
(nacido para protestar contra los asesinatos a sangre fría de ciudadanos
negros a manos de policías blancos sistemáticamente impunes), también
fue adoptado por los demás componentes de la nueva izquierda
estadounidense en el sentido de estar atentos, sensibles y bien
informados con respecto a cualquier tipo de discriminación e injusticia
racial o social (en particular, Rhodes enumera cuestiones como el
sexismo, el racismo, el ecologismo, los derechos LGBTQI+ y la
desigualdad económica, esta última dejada , sin sorpresa, para el final).

Sin embargo, adoptan esta postura ética no sólo los militantes que
enarbolan las banderas de lo políticamente correcto, sino también un
número creciente de grandes marcas multinacionales, que no sólo
patrocinan el mundo woke promoviendo sus objetivos (a través de campañas
de opinión y/o integrándolos sistemáticamente en el lenguaje de sus sus
estrategias de marketing y publicidad) sino que también lo apoyan
activamente mediante cuantiosas donaciones y promoviendo los ideales
woke entre sus empleados (hasta el punto de despedir a los que no los
cumplen).

La pregunta que Rhodes intenta responder en su obra es si esta
«conversión» no esconde otros motivos

El autor toma como punto de partida el enfrentamiento ideológico que el
supuesto giro a la «izquierda» de directivos de gigantes como la
financiera Black Rock, de multimillonarios como Bill Gates y Jeff Bezos,
de empresas simbólicas de la Nueva Economía como Amazon, Google, Apple,
Facebook, etc., por no hablar de muchos exponentes del star system
hollywoodiense y grandes campeones deportivos, ha desencadenado entre
progresistas liberales y exponentes de los movimientos de la derecha más
reaccionaria y retrógrada, tanto en el ámbito político como en el
periodístico y religioso.

Los conservadores acusan a estos sectores capitalistas convertidos a la
retórica de lo políticamente correcto de sumarse a las consignas de los
movimientos feministas, LGBTQI+, ecologistas, pacifistas, antirracistas,
etc. con el único fin de «limpiar el desastre». Por último, les acusan
de hipocresía, es decir, de simular ideas y sentimientos que en realidad
no sienten, contribuyendo así a la propagación de un moralismo de masas
que daña los principios y valores tradicionales del pueblo estadounidense.

Curiosamente, esta última acusación procedente de la derecha converge
con las críticas de la nueva izquierda. Típica es la postura adoptada
por la senadora demócrata Elizabeth Warren, que insta a las empresas a
ser woke no sólo de palabra sino también con hechos. «No se puede ser
verdaderamente woke, argumenta Warren, si el compromiso de directivos y
corporaciones se reduce a palabrería y donaciones que, por cuantiosas
que sean, son poco más que migajas comparadas con los monstruosos
beneficios que obtienen estas empresas». En particular, ciertos
eslóganes sobre justicia social chocan con los monstruosos niveles de
desigualdad que las propias empresas han contribuido a alimentar en las
últimas décadas, ni se asocian a acciones concretas para reducirlos. En
resumen: el «buenismo» hipócrita de las empresas no produce cambios
reales en los programas del capitalismo.

Aunque está de acuerdo con esta observación, Rhodes no la considera el
quid de la cuestión que plantea el auge de este «capitalismo de
izquierdas» sin precedentes. En primer lugar, despeja el campo de las
dudas de quienes ven en el fenómeno el riesgo de un hundimiento de los
beneficios y un grave perjuicio para los intereses de los accionistas,
que los directivos «plagiados» por la izquierda estarían dispuestos a
sacrificar en el altar de la propaganda liberal progresista. Lo cierto
es, argumenta citando abundantes datos al respecto, que este giro no
sólo no perjudicó los intereses empresariales sino que, de hecho,
contribuyó a aumentar significativamente los beneficios.

En resumen: abrazar la ideología woke suena a buen negocio. Pero los
verdaderos objetivos del giro, argumenta, son otros y decididamente
preocupantes, en la medida en que, afirma, ponen en peligro la propia
supervivencia del sistema democrático. Rhodes se pregunta : ¿No será el
despertar de las empresas un medio para extender el poder y la hegemonía
del capitalismo? ¿Acaso no se trata de «capitalizar» la moral pública,
de tal modo que el disenso democrático sea reemplazado por campañas de
marketing y relaciones públicas?

En respuesta, Rhodes aborda la cuestión desde una perspectiva histórica.
En primer lugar, señala que el fenómeno actual guarda evidentes
similitudes con el de la filantropía de los /robber barons/, los
monopolistas rapaces que dominaron la economía estadounidense a finales
del siglo XIX y principios del XX. Una vez superada la Gran Crisis de
1929 y el paréntesis bélico, personajes como Carnegie y Rockefeller, por
citar a los más conocidos, se encontraron en los años 50 ante el desafío
de la alternativa socialista encarnada por la Unión Soviética y
reaccionaron invirtiendo una parte sustancial de sus inmensos beneficios
( Dicen Carnegie estipuló que, a su muerte, el 90% del patrimonio que
había acumulado debía emplearse en iniciativas benéficas de diversa
índole).

Estos esfuerzos filantrópicos formaban parte de una estrategia
lúcidamente dirigida a contrarrestar posibles tentaciones socialistas
por parte de los trabajadores estadounidenses. No se trataba simplemente
de mantener contento del pueblo con el viejo truco de darle «panem et
circenses»: el objetivo era hacerse con el control de la política
pública para sustituir progresivamente el sistema democrático por una
plutocracia benévola. Pues bien, escribe Rhodes, el capitalismo woke de
hoy vuelve a proponer la misma lógica, con la única diferencia de que,
en la actualidad, ya no son (o al menos no sólo) los magnates
individuales los que se comprometen socialmente, sino las propias
corporaciones. ¿Cómo puede explicarse esta recurrencia histórica?

iEl hecho es que, durante los «treinta años dorados» posteriores a la
Segunda Guerra Mundial, un poder político inspirado en los principios
redistributivos keynesianos había favorecido un compromiso entre capital
y trabajo que garantizaba altos niveles de empleo, salarios decentes y
servicios públicos accesibles en el contexto de un sistema de bienestar,
que contribuyó a neutralizar temporalmente los planes para establecer un
régimen plutocrático.

La contrarrevolución liberal iniciada en la década de 1980 por los
gobiernos de Thatcher y Reagan, y que posteriormente se extendió por
todo el mundo occidental, desmanteló sistemáticamente este acuerdo. La
liberalización desenfrenada, la deslocalización y la globalización
financiera han invertido el curso de la historia, generando niveles de
desigualdad aún más extremos que los de la época de los barones
ladrones, legitimados por las narrativas sobre las oportunidades de
movilidad social que el libre mercado ofrecería a los sujetos
emprendedores, y por el mito del «goteo» (es decir, la tesis de que
parte de los super-beneficios acumulados por las megaempresas
«gotearían» hasta la base de la pirámide social, garantizando la
prosperidad a todos).

Estas narrativas neoliberales naufragaron en la roca de la crisis de
2000-2001 y de 2007-2008, desatando la ira de trabajadores, consumidores
y votantes y allanando el camino para los movimientos populistas (nótese
que Rhodes parece asociar automáticamente las fuerzas de derechas con el
fenómeno populista). Es para hacer frente a la ira popular que nació el
capitalismo woke («una póliza de seguros contra los trabajadores, los
consumidores y los votantes exasperados», escribe Rhodes). Apropiándose
de los temas y eslóganes de la izquierda, el gran capital intenta
construir credenciales éticas para desviar la atención del robo de los
bienes públicos, al que no tiene intención de renunciar (no es
casualidad que la lucha contra la desigualdad de ingresos y la evasión
fiscal nunca se menciona entre las causas que defiende).

El populismo corporativo es la otra cara del populismo de derechas:
mientras que este último defiende las razones del capitalismo salvaje,
el «progresismo» del primero es aún más insidioso en el sentido que
reivindica su propia capacidad para resolver los problemas que los
gobiernos no pueden y ya no quieren resolver. La idea es que cuanto más
capaces se muestren las empresas al asumir sus «responsabilidades
sociales», menor será la necesidad que los políticos se inmiscuyan en la
economía.

Según Rhodes, las grandes empresas constituyen una nueva élite cuyo
poder sobre la sociedad aspira a sustituir al de los gobiernos
democráticos. Si este objetivo se hiciera realidad, el sueño de los
barones ladrones habría triunfado en nuestra época : el poder político
ya no sería una cuestión de enfrentamiento público entre opiniones
encontradas, sino de debate sólo entre quienes detentan el poder
económico; el equilibrio de poder se desplazaría así irreversiblemente
de la esfera de la política a la esfera de la economía. Llegados a este
punto, intentaré explicar por qué creo que los argumentos de Rhodes y la
cultura política de la izquierda políticamente correcta de la que este
autor es expresión no tienen ninguna posibilidad de contrarrestar los
fenómenos que su libro analiza y denuncia.

* * * *

Empiezo con una observación: el régimen plutocrático que Rhodes presenta
como un riesgo que hay que evitar es un hecho desde hace mucho tiempo.
Baste considerar que buena parte de los senadores y diputados que se
sientan en las dos ramas del parlamento estadounidense pertenecen a la
minoría de los superricos. Esto no sólo se debe a los prohibitivos
costes de las campañas electorales que hacen posible que sólo unos pocos
privilegiados puedan «comprar» un escaño (ya sea con sus propios
recursos personales o con los que les ofrecen los lobbies financieros
que los patrocinan), pero es también, y sobre todo, el resultado de un
proceso progresivo de integración entre las élites económicas,
políticas, académicas y mediáticas, bien simbolizado por el mecanismo de
«puerta giratoria» por el que las mismas personas asumen sucesivamente
los más altos cargos de dirección en las empresas privadas, las
instituciones públicas, los partidos y el mundo de la cultura
(universidades, periódicos, TV, etc.).).

Este sistema «amañado» (como lo ha definido el exponente del ala
socialista del Partido Demócrata Bernie Sanders) ya no tiene nada que
ver con las reglas de la democracia, sino que es expresión de un régimen
que autores como Colin Crouch han definido como post democrático (véase
Colin Crouch, /Postdemocracia, /Laterza, Roma-Bari 2013).

Si este es el caso, está claro que ningún retorno a las políticas
socialdemócratas parece posible sin convulsiones económicas, políticas y
culturales radicales, es decir, sin que se produzca una verdadera
revolución. Los fracasos de los proyectos neo-socialistas de Sanders en
Estados Unidos y de Corbyn en el Reino Unido demuestran que estas nuevas
izquierdas no están a la altura de las circunstancias, no sólo porque
están condicionadas por los aparatos de las izquierdas tradicionales
ahora convertidas al credo neoliberal (con el que los líderes
mencionados no tuvieron el valor de cortar lazos), sino también porque
su intento de soldar los movimientos feministas, antirracistas, LGBTQI+,
ecologistas, etc., con los movimientos obreros ha fracasado… Y para
entender las razones de este fracaso, tenemos que preguntarnos por qué
las clases trabajadoras prefieren abrumadoramente votar a los populistas
de derechas (todas las investigaciones sobre los flujos electorales
confirman que en todo Occidente son los miembros de las clases
medias-altas que viven en los centros aburguesados de las metrópolis los
que votan a la izquierda, mientras que las masas que viven en los
suburbios votan en masa a la derecha).

Uno de los pocos intentos serios de responder a la pregunta es el de la
pareja de sociólogos franceses Boltanski-Chiapello (véase L. Boltanski,
E. Chiapello,/ El nuevo espíritu del capitalismo, /Mimesis, Milano-Udine
2014) quienes, analizando la escisión entre «crítica artística» y
«crítica social» que se produjo a finales de los años setenta (la
primera centrada en las reivindicaciones de los derechos de minorías
específicas, compatibles de facto con el sistema capitalista y cada vez
menos atenta a los de las clases trabajadoras), han descrito bien el
nuevo espíritu del capitalismo (que no es otro que el capitalismo
despertado del que habla Rodas).

El mérito de estos autores es haber captado la clase /raíces /del
fenómeno: a medida que las clases medias reflexivas que habían
protagonizado las luchas antiautoritarias de finales de los sesenta y
principios de los setenta pasaron a formar parte de una renovada casta
directiva (en las empresas, los medios de comunicación y las
instituciones), configuraron una nueva cultura directiva «progresista»,
pero sustancialmente compatible con las reglas del sistema. En otras
palabras: no es que el capitalismo despierto manipulara a las nuevas
izquierdas o que, por el contrario -según la narrativa conservadora- se
dejara manipular por ellas, se trata más bien de la formación espontánea
de un bloque sociocultural que encarna la/ilimitada/ capacidad de
adaptación del capitalismo a las cambiantes condiciones históricas en
las que gradualmente se encuentra operando.

Rhodes es completamente incapaz de captar esta realidad porque está
anclado en una visión ingenua de una democracia que nunca ha existido
realmente, salvo como fachada política de un sistema socioeconómico
fundado en la explotación capitalista y la opresión de la fuerza de
trabajo. Para él, el conflicto social no es una lucha de clases, sino un
enfrentamiento entre opiniones. Así, leemos, entre otras cosas, que «la
ética puede cuestionar el sistema sobre el que se asienta el
capitalismo»; pero que no se trata de condenar la actividad empresarial
per se porque «las empresas tienen el potencial de sostener la
democracia»; y que «la política democrática se basa en la convicción que
las personas (¡es decir, los individuos, no los pueblos!) tienen derecho
a autogobernarse»; que «los consumidores tienen el poder de la demanda
(!!?)»; y que, citando a Greta Thunberg, «es la opinión pública la que
gobierna el mundo libre (!!?); por último, que no hay nada malo en que
los activistas LGBTQI+ recurran a las empresas para recabar apoyos, ya
que se trata de «una acción democrática de los ciudadanos que utilizan
la influencia de las empresas».

Rhodes se autoproclama portador de una cultura anticapitalista, pero su
anticapitalismo se reduce a luchar contra la evasión fiscal de las
empresas y las minorías de superricos. Es decir, parece convencido que
una vez recuperados esos recursos y puestos al servicio del bien
público, será posible restaurar el paraíso socialdemócrata (suponiendo
que alguna vez existiera realmente). El problema es que incluso este
programa de mínimos parece inviable en el contexto de un capitalismo
como el estadounidense que domina hoy todo Occidente (y en particular
sus ramificaciones anglófonas como esa Australia de la que Rhodes es
ciudadano) y que lucha con uñas y dientes contra todas las naciones
emergentes que amenazan su hegemonía.

Los nuevos izquierdistas creen que basta con ganar batallas por el
reconocimiento de los derechos de las minorías que representan para
socavar los cimientos del sistema, pero el capitalismo de vigilia disipa
radicalmente tales ilusiones: es cierto que el capitalismo ha sabido
explotar progresivamente los conflictos raciales, de género, étnicos y
religiosos para dividir a los trabajadores y reforzar su hegemonía, pero
también es cierto que es capaz de sobrevivir reconociendo los derechos
de los negros, las mujeres y las diversas minorías cooptando a algunos
de ellos en la élite.

¿Un ejemplo? Las estrellas del espectáculo y del deporte que junto con
«luchar» por los objetivos queridos por Rhodes disfrutan de salarios
escandalosamente altos recibiendo una parte de los excedentes del
capital. Las reivindicaciones de igualdad de género, de raza y de
cualquier otra índole son todas viables en el marco del sistema
existente, siempre y cuando no pongan en cuestión la única
reivindicación realmente incompatible, a saber, la distribución
igualitaria de la plusvalía producida por los trabajadores.

En realidad, no es que Rhodes no fije este objetivo, sino que lo pone en
la lista a la par de los demás, es decir, poniéndolo al mismo nivel que
las diversas reivindicaciones de la izquierda políticamente correcta.
Mientras no se le dé el lugar de honor, es decir, mientras no se le
reconozca como conditio sine qua non para la realización de todos los
demás, los trabajadores seguirán dejándose seducir por la demagogia de
los populistas de derechas y seguirán alejándose de la cháchara
políticamente correcta que perciben como objetivamente divisoria. De
hecho, mientras Rhodes se indigna por las acusaciones de autoritarismo
que los conservadores dirigen a los ayatolás de lo políticamente
correcto, el ensayista guarda silencio sobre las prácticas de ciertos
movimientos (desde la caza de brujas desatada por el movimiento MeToo,
hasta la cultura de la cancelación que pretende reescribir la historia
«corrigiendo» las obras maestras del pasado acusadas de sexismo y
racismo, son, en efecto, autoritarias, intolerantes y llenas de
desprecio hacia las clases bajas que realizan manifestaciones de
intolerancia condenadas incluso por los más sagaces exponentes del
movimiento feminista como Nancy Fraser. (véase al respecto J.
Friedman, /Politically Correct. El conformismo cultural como
régimen, /Mimesis, Milán-Udine 2018).

Quisiera concluir con una última nota crítica. En la obra que estoy
comentando, he encontrado muy poca mención a la opresión y explotación
de otras naciones por parte del Occidente capitalista. Hay que añadir
que, partiendo evidentemente de la convicción de que Occidente tiene
derecho al monopolio de la única forma verdadera de democracia.

Rhodes no condena la arrogancia criminal con la que nos atribuimos el
derecho a «exportar la democracia» -incluso con violencia- al resto del
mundo, como si esta pretensión fuera un aspecto marginal de la
desigualdad. Véase a este respecto el capítulo en el que ensalza la
lucha «democrática» de los ciudadanos de Hong Kong contra el régimen
«totalitario» de Pekín, sin mencionar 1) el hecho de que Hong Kong es
una antigua colonia del imperialismo británico recientemente devuelta a
la soberanía china; 2) que al explotar el régimen transitorio de este
enclave, a la espera de su plena integración en la madre patria, se está
utilizando como refugio para los autores de delitos (especialmente
económicos) cometidos en China, así como paraíso fiscal para los
capitales sustraídos al control de la China Popular; 3) que sirve de
base logística para los servicios occidentales que alimentan, organizan
y financian los movimientos antichinos que persiguen los mismos
objetivos de «cambio de régimen» que persiguen en todos los demás países
opuestos a la hegemonía angloamericana.

Em
Obseratorio de la crisis
https://observatoriocrisis.com/2023/10/02/sobre-el-llamado-capitalismo-woke-el-despertar/
2/10/2023

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