quarta-feira, 8 de julho de 2020

La crisis climática y la COVID son inseparables





*LOS SOCIALISTAS NO PODREMOS RECONSTRUIR EL MUNDO HASTA QUE NO
ENTENDAMOS CÓMO SE HA DESBOCADO .*

Por Drew Pendergrass y Troy Vettese, ambos profesores de la Universidad
de Harvard (USA)

En el siglo XVIII, Edward Jenner, el inventor de la primera vacuna, se
enfrentó a una crisis parecida a la actual -un mundo deshecho por la
enfermedad. Lo que él estudió no fue el coronavirus, sino la viruela,
una enfermedad con una tasa de mortalidad de entre el 20% y el 60% en el
Viejo Mundo, y aún mayor en el Nuevo Mundo.

Observador perspicaz y exitoso ornitólogo, Jenner entendió que las
epidemias no son crisis atemporales e inevitables, sino que más bien
surgen del creciente entrecruzamiento de la civilización con la naturaleza.

Patógenos como el SARS-CoV-2 se denominan «zoonosis» debido a sus
orígenes como enfermedades animales. «La desviación del Hombre de donde
fue colocado por la Naturaleza originalmente ha demostrado ser una
prolífica fuente de enfermedades – así empezaba Jenner su tratado de
1798 sobre sus experimentos con vacunas -. Se ha familiarizado con una
gran cantidad de animales, que podrían no ser sus compañeros originales».

No son muchos los analistas que comparten la idea de Jenner respecto a
la fuerte relación entre la salud pública y la más amplia crisis
ecológica. Mientras que la derecha recurre a tácticas xenófobas como el
chivo expiatorio de los mercados chinos, la izquierda tiende a enfatizar
la torpeza de las respuestas gubernamentales, la necesidad de una
sanidad universal, o quizá la poco habitual crítica a la ganadería
industrial. Demasiado a menudo, sin embargo, estos debates asumen que la
zoonosis es un fenómeno inevitable cuyas causas no nos conciernen.

Si bien efectivamente hay problemas urgentes que necesitan ser resueltos
inmediatamente, también es necesaria una mejor comprensión del origen
del SARS-CoV-2. Para ello, es preciso abordar la crisis ecológica como
un todo, porque todos sus rasgos – desde la extinción al cambio
climático – tienen el potencial de producir más enfermedades.

A pesar del uso caprichoso de conceptos como Antropoceno, la implicación
de la izquierda respecto a las ciencias naturales sigue siendo limitada.
Esta disyuntiva es particularmente chocante teniendo en cuenta la fuerte
relación entre científicos y socialistas a finales del siglo XIX y
comienzos del XX.

Si se quiere seguir los desarrollos científicos actuales, pronto va a
quedar claro que la deteriorada condición de la biosfera necesita una
forma nueva de socialismo en la que las políticas alimentarias y
energéticas no sean marginales, sino que sean centrales.

*La nueva Edad de Piedra*

Los epidemiólogos dividen la historia de las enfermedades infecciosas en
tres grandes épocas. La primera empieza hace diez mil años, cuando da
comienzo la agricultura neolítica. Los rebaños domesticados, en estrecho
contacto con los humanos, crearon las condiciones para que hubiera
nuevas enfermedades que saltaran entre especies con una frecuencia que
era imposible en sociedades cazadoras-recolectoras.

La segunda es la breve era moderna del rápido progreso científico, entre
los años cincuenta del siglo XIX y los setenta del XX. El epidemiólogo
Rudolf Virchow, de la tradición científica iniciada por Jenner, acuñó el
término zoonosis y defendía que la salud humana y la veterinaria
deberían estudiarse juntas como una sola medicina o, como se llama
actualmente, «medicina planetaria» y «una sola salud». Los avances
médicos en el siglo XX dieron lugar a nuevas vacunas y antibióticos
milagrosos que salvaron millones de vidas. Pero ahí también terminó la
modernidad.

La tercera era zoonótica empezó en los años ochenta del siglo XX, la
época oscura por la que penamos actualmente, marcada por la emergencia
sin precedentes de una nueva enfermedad.

No es mera casualidad que este último periodo coincida con el de las
fuerzas que definen la posmodernidad: cadenas globalizadas de
mercancías, ascendencia del neoliberalismo, agotamiento de los recursos
naturales en las metrópolis, el auge de las compañías multinacionales
monopolísticas, la desindustrialización del norte global y el rápido
pero desigual desarrollo del sur.

El comercio de animales exóticos —ya sea en Wuhan o en África
Occidental— no puede entenderse al margen de estas tendencias. En origen
el SARS-CoV-2 podría haber sido una enfermedad de un murciélago o un
pangolín que hubiese pasado a un animal intermediario, donde se hubiera
recombinado y se hubiese vuelto infeccioso para los humanos.

El comercio de animales exóticos es crucial, porque pone no solo a los
humanos en contacto directo con animales salvajes, sino también a
diversas especies que en la naturaleza nunca se habrían juntado. ¿Cómo
ocurre esto, si hasta los años setenta China fue famosa por sus
milenarias prácticas agrícolas sostenibles?

Todo empezó a cambiar en los noventa, cuando el país adoptó un sistema
alimentario industrial basado en la carne. Los pequeños granjeros no
pudieron competir con las fábricas, así que el Gobierno les animó a
entrar en el comercio de animales salvajes, incluso aunque esto haya
dado lugar a problemas como el SARS en 2003, un coronavirus que saltó de
los murciélagos a las jinetas y de ahí a los humanos.

Por todo el mundo tienen lugar fenómenos parecidos, allá donde las
fuerzas del mercado y la política estatal lleven a los pobres a
situaciones desesperadas, lo que da lugar a la rápida desestabilización
de los ecosistemas locales. Cuando los barcos pesqueros europeos
invadieron los caladeros de la costa occidental africana, los habitantes
del lugar tuvieron que recurrir a la carne de animales salvajes para
obtener proteína de manera asequible.

Estos sistemas alimentarios transnacionales y desiguales han contribuido
no solo a la extinción masiva, con la desaparición de especies de
vertebrados a un ritmo mil veces superior al normal, sino también a
nuevas zoonosis, como las provocadas por el virus del Ébola o el VIH.

Las carreteras que se han construido para extender el alcance de las
empresas mineras, petroleras y madereras han permitido a los cazadores
llegar a regiones boscosas previamente inaccesibles y esto ha puesto a
los humanos en un contacto muy estrecho con la vida salvaje. Solo en la
cuenca del Congo se cazan al año más quinientos millones de animales, a
menudo para dar de comer a los mineros.

Por supuesto, el comercio de animales salvajes también incluye el norte
global. Los «eco-turistas», al viajar, han contagiado a los primates el
sarampión, la polio y la tuberculosis. Los cuidadores de zoos y
laboratorios tienen muchas más probabilidades de contraer espuma-virus.
El comercio de mascotas exóticas pudo dar al virus del Nilo Occidental
vía libre en su camino hacia Norteamérica, donde ha acabado con especies
de aves autóctonas y ha matado a más de 2.300 personas.

Hay una crítica estrecha del comercio de animales exóticos que pasa por
alto su relación con el destino del campesinado mundial, una clase
social devastada por la agricultura industrial. Incluso un vistazo
rápido a la economía de la carne de animales salvajes muestra que no
podemos proteger la vida salvaje sin deshacernos de las granjas
industriales, lo cual también implica que no haya más carne barata.

Quizás la idea más importante que los socialistas podemos extraer de la
salud planetaria es que el desafío de las nuevas zoonosis es inseparable
de la más amplia crisis medioambiental. Esto significa que hay una única
crisis medioambiental. Si dividimos el problema en asuntos menores, como
el cambio climático, la expansión urbana, la extinción masiva, la
desertización causada por los fertilizantes, las enfermedades no
transmisibles y las epidemias, es por falta de imaginación.

La ciencia que hay tras cada uno de estos fenómenos es complicada, pero
el mensaje general es simple: cuanto menos espacio deje la humanidad a
la naturaleza, más problemas medioambientales habrá -incluyendo zoonosis
nuevas y letales-.

Hacer referencia al «Antropoceno» es una forma de encapsular la escala
del problema, pero resulta demasiado descriptivo cuando necesitamos
conceptos analíticos para entender por qué hemos entrado en una nueva
era geológica. Aquí hay un área donde la izquierda puede ser útil y
ofrecer a los científicos y a toda la sociedad conceptos capaces de
establecer un marco unitario para la crisis medioambiental. Mejor que
hablar de «Antropoceno», podemos desempolvar aquella antigua idea
marxista: la humanización de la naturaleza.

*El espíritu del mundo y los duendes del bosque*

La «humanización de la naturaleza» es una idea original de Hegel, que
consideraba la alienación de la humanidad con respecto de la naturaleza
el quid de la historia mundial. Se entendía el trabajo como el proceso
que reconciliaba ambos aspectos e infundía a la naturaleza consciencia
humana.

A grandes rasgos, en lugar de tomar nuestra comida directamente de la
naturaleza, como hacen los animales, los humanos utilizamos herramientas
con las que guiar los flujos naturales para producir granos y ganado.
Podríamos extender la lógica de Hegel para decir que buena parte de la
humanización de la naturaleza es por tanto la historia del «cambio en el
uso de la tierra», como diría el IPCC.

Karl Marx hizo uso del concepto de Hegel y reconoció el proceso como una
expresión de la naturaleza humana (nuestro «ser genérico»). Sin embargo,
a diferencia de Hegel, Marx entendía que la humanización de la
naturaleza había sido distorsionada bajo el capitalismo por el divorcio
entre la inconsciencia del capital y la consciencia humana. Para Marx,
el capital solo busca expandirse.

El individuo capitalista es el «capital personificado»; aunque «dotado
de conciencia y deseo», decía, su libertad está limitada, inclinada
hacia el objetivo único de la acumulación de capital. Lo vemos hoy: la
CEO de una empresa puede ser una amante de la naturaleza, pero no puede
invertir en tecnología cara y ecológica sin que su empresa se arruine
por no conseguir la tasa de beneficio perseguida.

El concepto de «humanización de la naturaleza», adaptado por Marx,
explica por qué la sociedad puede percatarse de que se acerca al
precipicio pero es incapaz de cambiar el rumbo, por qué la extracción de
combustibles fósiles planificada excede dramáticamente los límites del
Acuerdo de París. Los políticos pueden decir una cosa, e incluso
plasmarla en un tratado, pero en nuestro sistema económico actual es
inconcebible «bajarla a la tierra».

Como concepto, la «humanización de la naturaleza» es útil —de hecho más
que el de «Antropoceno»— porque subraya que el capitalismo es
fundamentalmente un proyecto que consiste en una reorganización de la
naturaleza de manera distinta a la de otros períodos históricos y que,
en último término, conducirá a la catástrofe porque el capital es una
fuerza insensata que ignora que está destruyendo la biosfera. Ante este
proceso, pues, hemos de controlar de modo consciente la economía al
tiempo que le damos a la naturaleza el espacio que necesita para funcionar.

Como socialistas, no solo hemos de enfrentarnos a la capitalización de
la naturaleza allá donde sea posible, ya sean los incendios de la selva
amazónica causados por los ganaderos o la construcción de nuevos
oleoductos en Canadá para transportar petróleo no convencional.

También deberíamos tener mucho cuidado con la humanización socialista de
la naturaleza: el deseo de dominarla con fines izquierdistas. La
fantasía de un control prometeico aún tiene mucho tirón en la izquierda,
en particular entre quienes se adhieren al «comunismo lujoso totalmente
automatizado» (Aaron Bastani, que apoya la carne de laboratorio y la
re-silvestración, es parcialmente una excepción en esta corriente).

Muy raramente los socialistas aplican sus elogiadas capacidades de
crítica y sentido común científico cuando se sientan a comer. Está claro
que Marx no era ecologista y, por tanto, a veces tenemos que pensar
«contra él» para imaginar lo que podría ser el socialismo. Marx pudo
acertar con la idea de que la historia empezó con el nacimiento de la
agricultura, pero pasó por alto la aparición de su hermana gemela: la
epidemia.

*El nacimiento de la tragedia y la tuberculosis*

Los científicos piensan que la mayoría de los patógenos humanos —quizá
todos— son en última instancia zoonosis, que no tienen su origen en los
albores de la especie humana, sino en un pasado relativamente más
reciente. El sarampión probablemente es una evolución de la peste bovina
de hace 7.000 años. La gripe pudo haber empezado hace 4.500 años con la
domesticación de aves acuáticas. La especialidad de Jenner, la viruela,
probablemente surgió hace 4.000 años en África Oriental cuando el virus
de un jerbo saltó al camello, recién domesticado, y de ahí a los humanos.

En el Nuevo Mundo, la práctica de la agricultura estaba muy
generalizada, pero se domesticaba a muy pocos animales; esa es la razón
por la que los pueblos indígenas vivían sin apenas enfermedades. Con la
colonización, sin embargo, la cría de animales dio a los invasores
europeos una ventaja epidemiológica y los pueblos indígenas estuvieron
cada vez más expuestos al sarampión, el tifus, la tuberculosis y la
viruela. La población del Nuevo Mundo era de entre cincuenta y cien
millones en 1492 y cayó un 90% durante los siguientes siglos, en gran
parte debido a las zoonosis del Viejo Mundo.

Durante un tiempo, pareció que los nuevos fármacos llegarían a contener
eventualmente a los patógenos, del mismo modo en que el estado de
bienestar había domado al capitalismo. En 1972, los autores de un libro
de texto sobre enfermedades contagiosas creían que «la predicción más
plausible sobre el futuro de las enfermedades contagiosas es que será
algo muy aburrido». En 1975, el decano de la facultad de medicina de
Yale predijo que ya no había «nuevas enfermedades por descubrir».

No había pasado más que un año cuando se identificó el virus del Ébola.
Poco después, el editor del primer compendio autorizado sobre la nueva
zoonosis avisaba: «Cuanto mayor sea el cambio medioambiental provocado
por el ser humano, mayor será el riesgo de aparición de una zoonosis,
nueva o vieja». El VIH hizo que el problema fuera aún más urgente.

En los noventa, el campo de las «enfermedades infecciosas emergentes»
pasó de ser una «mera curiosidad» a una disciplina extensa. Tras el
susto de la gripe aviar H5N1 de 2005, el Gobierno de Estados Unidos dio
inicio al programa PREDICT, que detectó cerca de mil nuevos virus en una
década, incluyendo nuevas cepas del Ébola y de coronavirus. La
administración Trump cerró el programa el año pasado.

Cualquier aspecto de la humanización de la naturaleza va a causar lo que
los científicos llaman «contaminación por patógenos», la difusión de una
enfermedad entre diferentes especies de animales. Las enfermedades como
la de Lyme o la del Nilo Occidental proliferaron porque la reducción de
la biodiversidad dio como resultado un crecimiento asimétrico de otras
especies portadoras, como el ratón de pies blancos o los petirrojos.

La deforestación y el cambio climático expanden el hábitat de los
mosquitos, lo cual hace que el dengue, el virus de Zika, la malaria y
otras enfermedades sean cada vez más comunes. La actual erupción de
nuevas enfermedades es un problema no solo para los humanos, sino
también para los animales. Por ejemplo, las nuevas enfermedades corales
están relacionadas con la floración de algas y el cambio climático y los
gatos han transmitido la toxoplasmosis a los delfines giradores y a las
belugas.

La ganadería industrial ha sido la principal responsable de que volvamos
a la edad de piedra de la salud pública. Ni siquiera los pingüinos
emperadores de la Antártida están a salvo de este cambio de época. Ahora
están plagados de bursitis, una enfermedad que surgió en los años
ochenta de las entrañas de las grandes granjas industriales de aves de
corral en la costa oriental estadounidense.

El crecimiento de la industria de la ganadería, con unos cuatro mil
millones de hectáreas, abarca el 40% de la superficie no habitable del
planeta, lo que hace que sea la principal interfaz entre la humanidad y
la naturaleza, y por tanto el primer portal para nuevas enfermedades.

La agricultura también ha cambiado cualitativamente. El capital genera
una presión increíble para que se incremente la eficiencia de la
producción alimentaria a expensas de la salud. El propio Marx criticó a
Robert Bakewell, un famoso criador capitalista de del siglo XVIII, por
reducir «el esqueleto de una oveja al mínimo requerido para su
existencia». Bakewell, efectivamente, criaba a los animales con el fin
de que tuvieran menos masa ósea para aumentar su voluminosa carne. A
diferencia de muchos de sus epígonos, Marx se percató de que uno no
necesita una teoría aislada para analizar los aspectos ecológicos del
capitalismo, pues la mirada ciega del capital no veía la diferencia
entre animales y máquinas.

Los Bakewell de hoy en día manipulan la genética animal para impulsar la
producción de huevos o aumentar la carne de la pechuga, incluso al coste
de sistemas inmunes debilitados. Las empresas crían animales
genéticamente similares —incluso clones— en instalaciones masificadas
vulnerables a los brotes.

El uso generalizado de antibióticos puede mantener la enfermedad a raya
(y acelerar las tasas de crecimiento de los animales), pero al coste de
crear «superbacterias» como el MRSA, una bacteria que come carne y que
ya es habitual en hospitales de todo el mundo. Incluso enfermedades
provocadas por bacterias comunes, como las infecciones del tracto
urinario, son cada vez más resistentes a tratamientos que hace una
década habrían funcionado; cada año, unos 35.000 estadounidenses mueren
por infecciones resistentes a los antibióticos.

Se estima que el 71% de las chuletas de cerdo que se venden en los
supermercados estadounidenses contienen bacterias resistentes a los
antibióticos; el porcentaje para la carne de pavo es incluso mayor, un 79%.

El virus Nipah, identificado por primera vez en una ciudad malaya en
1998, muestra que las distintas ramificaciones de la crisis ecológica
convergen para crear epidemias. Para aumentar beneficios, los granjeros
habían plantado huertos de mangos junto a sus piaras de cerdos para
poder utilizar el estiércol como fertilizante. La deforestación por la
tala y quema había expulsado de su hábitat natural a los murciélagos de
la fruta, que tuvieron que alojarse en árboles recién plantados, desde
donde serían capaces de transmitir la enfermedad a las piaras y de ahí
pasaría a las personas.

Los murciélagos, además, eran más vulnerables a la enfermedad, dado que,
por la fragmentación de su población, tan solo tienen una exposición
esporádica. Lo que en su momento fue un virus inofensivo entre los
murciélagos acabó causando severos problemas neurológicos en cerdos y
humanos. El virus mató aproximadamente a un tercio de sus víctimas en
Malasia, pero a siete décimas partes en un brote posterior en el Sudeste
Asiático. Solo se detuvo su expansión tras una estricta cuarentena y el
sacrificio de un millón de cerdos; no es casualidad que el brote
partiera de la principal explotación porcina del país.

*Liberemos la lenteja*

Los epidemiólogos que trabajan con el acervo de la salud planetaria
tienen claro lo que hay que hacer. Un corpus de investigaciones cada vez
mayor sugiere que el cambio en el uso de la tierra es «el principal
impulsor de las enfermedades infecciosas emergentes [EID por sus siglas
en inglés] entre la vida salvaje, los animales domésticos y los humanos».

De manera más específica, «la creciente demanda de carne y productos
cárnicos por parte de la población humana ha dado lugar a un contacto
sin precedentes entre humanos y animales». Parte de la solución ha de
ser «la conservación de áreas ricas en diversidad de vida salvaje
reduciendo la actividad antropogénica».

La Asociación Americana de Salud Pública ha pedido una moratoria a la
ganadería industrial. En los inicios del brote del SARS de 2003, el
boletín de la asociación publicó un editorial abogando por un cambio en
«el modo en que los humanos tratan a los animales; básicamente, dejar de
comerlos o, al menos, limitar radicalmente la cantidad de animales que
se comen», como una medida básica de salud pública. «Un cambio así, si
se adoptara o impusiera de manera suficiente, podría reducir el riesgo
de una epidemia de gripe».

En estos momentos el planeta está siendo relativamente afortunado, dado
que las cadenas de suministro de alimentos que sostienen la vida se han
mantenido hasta ahora intactas, pero no hay garantía de que los
desastres naturales vayan a espaciarse en el tiempo, especialmente con
el cambio climático.

Imagínese la emergencia que sería que simultáneamente hubiera
enfermedades zoonóticas de aves acuáticas durante una gran inundación en
el Sudeste asiático, al tiempo que una sequía arrasa las cosechas de las
regiones productoras de grano. Un desastre de esta escala, que se hace
más probable con cada molécula de CO2 que se emite a la atmósfera, con
cada microbio que salta de un animal a un humano, con cada milímetro de
aumento del nivel del mar, daría lugar a un sufrimiento extraordinario.

Para limitar el impacto de las futuras pandemias al tiempo que se pone
freno a la extinción masiva y se mitiga el cambio climático, deberíamos
luchar por reestructurar nuestros sistemas alimentarios y abandonar la
producción de carne. El informe EAT-Lancet, escrito por treinta y siete
académicos y científicos climáticos en nombre de una importante revista
médica, defiende un aumento extraordinario en el consumo de verdura,
fruta, granos saludables y proteínas vegetales y una reducción drástica
en la carne y los lácteos.

Esas reducciones las asumirían sobre todo los ricos del carnívoro mundo
desarrollado, los cuales comen dos o tres veces más carne que la media
en los países pobres. Sin embargo, llegado un punto nuestro horizonte
político debería imaginar dietas basadas en vegetales para casi todo el
mundo. No son sostenibles las dietas que obligan a la deforestación a
fin de ganar terreno para los pastos en algunas de las regiones más
biodiversas de la Tierra, como la selva amazónica.

Si la mayor parte de las sociedades fueran capaces de adoptar la dieta
EAT-Lancet, se estima que se evitarían unos once millones de muertes al
año; se evitaría la malnutrición y a la vez se minimizarían las
principales enfermedades no transmisibles como la diabetes o los
problemas cardiacos. Dejar de comer carne y resilvestrar vastas zonas
del planeta —quizá incluso la mitad, como propone el controvertido
conservacionista E. O. Wilson— debe formar parte del programa socialista.

Confiar en las vacunas, los antibióticos y los antivirales para lidiar
con las futuras epidemias es como si para salvar del cambio climático
nuestra sociedad basada en los combustibles fósiles confiásemos en la
captura de dióxido de carbono o en la geoingeniería. Nunca cupo esperar
que PREDICT fuera a detectar todos y cada uno de los brotes nuevos,
incluso si no hubiera sido saboteado por el actual gobierno.

El capitalismo no puede solucionar los problemas que genera; las grandes
farmacéuticas invierten menos de lo que se debería en vacunas y
antivirales porque los pingües beneficios se hallan en las enfermedades
propias de la opulencia como la diabetes o la disfunción eréctil. Sin
embargo, lo más preocupante es que los resultados también son esquivos
incluso en campos bien financiados. La pandemia del VIH/SIDA, que ha
matado a treinta y dos millones de personas, demuestra que no se pueden
solucionar todas las enfermedades con una vacuna.

Tras el brote del SARS en 2003, la OMS señaló que «mientras que la
ciencia moderna tenía su rol moderno, ninguna de las herramientas
técnicas modernas había tenido un papel relevante en el control del
SARS; más importante en esa tarea fueron las estrategias del siglo XIX
basadas en rastrear el contacto, en la cuarentena y en el aislamiento».
Como socialistas, deberíamos pensar de manera estructural y ser
escépticos respecto a las «soluciones» técnicas y a los parches
—especialmente porque la eficacia de la medicina moderna parece estar
menguando— y, en su lugar, dirigirnos directamente a la raíz del problema.

Ya debería estar claro que la humanización de la naturaleza no ha
llevado a la reconciliación entre esta y la humanidad, sino más bien a
la ruina de ambas. Deberíamos ser conscientes de los límites de la
consciencia humana, de que nuestro bienestar está ligado a complejos
sistemas naturales que nunca comprenderemos totalmente. En lugar de la
inconsciencia de que el mercado dirija la naturaleza y la sociedad, la
izquierda debe esforzarse por gestionar de modo consciente los asuntos
humanos, pero tener humildad y dejar que la naturaleza sea salvaje. Esto
no es una especie de necedad mística, sino un implacable análisis sobre
cómo nos hemos metido en este embrollo.

Un nuevo socialismo construido a escala geológica ayudará a la ciencia a
lograr lo que no puede conseguir por su cuenta. Para ello, necesitamos
ver que las mismas fuerzas económicas tóxicas se hallan en el corazón
tanto de las pandemias como del cambio climático.

Los socialistas no podemos reconstruir el mundo hasta que no entendamos
cómo se ha desbocado. Esta comprensión proviene no solo de la
implicación en la ciencia, sino también de la crítica reflexiva. Cómo
habría remarcado Jenner, el «amor por el esplendor» y «la indulgencia
hacia el lujo» —ya sean la carne, la piel, las mascotas o los productos
testados en animales— por parte de la izquierda han impedido ver su
complicidad con la peligrosa devastación de la naturaleza.

In
OBSERVATORIO DE LA CRISIS
https://observatoriocrisis.com/2020/07/07/la-crisis-climatica-y-la-covid-son-inseparables/
7/7/2020

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