quinta-feira, 10 de dezembro de 2020

Los rostros del socialismo: Requisitos estratégicos

 
  




*MIGUEL MAZZEO, SOCIÓLOGO ARGENTINO ESTUDIOSO EN MOVIMIENTOS
SOCIALES*

“*Miedo es dejar de sembrar por temor a los pájaros”*// /*Henry Miller */

No existe una fórmula general para el
socialismo. No existen, ni es necesario ni bueno que existan, formas
orgánicas absolutas (o programas) aplicables eficazmente a condiciones
de tiempo y lugar distintas. El socialismo tiene tantos rostros como
espacios y tiempos en los que germina con autenticidad, es decir: con
raigambre, radi- calidad y potencia emancipadora. Esta trilogía, a la
que consideramos fundante de la autenticidad de todo proceso y proyecto
que se asuma como socialista, también incluye una “fe” y una “mística”1
que constituyen su fuerza motriz.

El socialismo no puede dejar de asumir las  fisonomías de las
experiencias de las que se alimenta. Nos referimos a experiencias
históricas en las que el pueblo trabajador, el pueblo oprimido, recreó
porciones de mundo sin fines de dominio y explotación, desplegando
territorios de liberación, con inevitables impurezas.

Nos referimos a una “mística activa”, a una mística que contiene una
voluntad de mimetismo (alimentada por la afectividad) con los y las de
abajo. También nos referimos a una forma de conocimiento a partir del
sentimiento prácticas pero con una matriz de indeclinable dignidad. Nos
parece inviable el socialismo sin vehemencia comunitaria. De lo
contrario, el socialismo no es más que niebla y abstracción, utopía en
el mal sentido del concepto.

Para evitar la niebla y la abstracción, para que rija siempre el buen
sentido de la utopía (la utopía realista, la utopía que no abjura de sus
dimensiones “procedimentales”), las imágenes de la sociedad futura –
absolutamente necesarias en un proceso de emancipación- deben surgir de
las praxis realmente existentes, actuales o pretéritas, es decir, de la
proyección de las experiencias emancipatorias del pasado o del presente.
De este modo, la utopía será́ la revelación de una realidad en camino, en
marcha.

No existen modelos válidos universalmente ni puertos seguros para
desembarcar. El socialismo no puede limitarse a expresiones puramente
doctrinarias y teóricamente sistematizadas. La lucha de clases es capaz
de destrozar cualquier esquema.

Cuando una buena experiencia de lucha y autoorganización popular es
formalizada (es decir: comprimida en una fórmula, encarcelada en un
modelo), se convierte en carne de dogmáticos y burócratas. Esa
formalización, que hizo del socialismo un ideal pasivo y aspérrimo, por
lo general, ha alimentado la ilusión de que el socialismo podía ser
“donado” desde alguna tarima. Lo que constituye un verdadero sinsentido,
un oxímoron.

No debería existir jamás nada parecido a un “funcionario socialista”. El
hombre y la mujer nuevos no serán jamás el producto de un ministerio. En
el mejor de los casos, ese ministerio (ese Estado) podrá, según la
correlación social de fuerzas, ayudar o combatir el proceso de
producción de hombres y mujeres nuevos y nuevas.

El dogma (en sus diversas modalidades) siempre envilece a las teorías de
la liberación, clausura las preguntas, las dudas y las angustias, torna
mediocres a los y las militantes populares. El dogma crea además
instituciones previsibles, instituciones que conspiran contra la “fe” y
que nunca ayudan a comprender el carácter dinámico y desigual del
proceso histórico.

Dogmáticos y burócratas viven en un mundo hosco y acromático regido por
las formas (geométricas, sistematizadas). Esas formas muchas veces se
materializan en rituales desprovistos de toda experiencia mística y en
impertinencia estratégica. Dogmáticos y burócratas sacrifican el
contenido en el altar de la forma, lo real en el altar de lo ideal, el
particular concreto en el altar del universal abstracto.

La praxis social, para dogmáticos y burócratas, es siempre una
referencia vaga e incierta y hasta molesta, porque esa praxis suele
rebasar límites y tentar a la locura. Por cierto, para los y las
burócratas, lo formal se convierte en su propio contenido.

Por lo tanto, la discusión respecto de las posibles “vías” al socialismo
puede resultar secundaria. Por otro lado, creemos que el socialismo es
incompatible con las rigideces, las enunciaciones acríticas y los
rituales impostados que le puede imponer una “vía”.

El socialismo siempre tiene que construir su propio camino, en terrenos
sin huellas o con huellas apenas perceptibles que sólo nos orientan por
trechos cortos y discontinuos. La singularidad como episodio histórico
es uno de sus signos más distintivos. Por lo tanto, debemos asumir que
las zonas de indeterminación y las regiones inexploradas (que por lo
general suelen ser bastante amplias) son consustanciales al socialismo.

De allí la relevancia que le asignamos a la noción de apuesta en el
marco de una estrategia socialista. Una identidad socialista (como
expresión más alta de una identidad plebeya o popular, condensadora de
sus atributos emancipatorios más relevantes) es siempre una identidad
que se va construyendo hacia delante.

La vieja izquierda aborrece la indeterminación y pretende conjurarla con
un arsenal reduccionista que mutila la totalidad de lo humano y la lleva
a pasar por alto situaciones concretas en las que, a veces con
ingredientes impuros, se cocina un deseo emancipador. Teme apostar, y no
necesita hacerlo dado que tiene preesta- blecidos y tipificados todos
los modos de operar, tiene el camino, y es rígida e intransigente a la
hora de determinar los modos de recorrerlo. Este pánico a lo
indeterminado, en parte, hace de la fragmentación prácticamente un
atributo del ser mismo de la izquierda.

Lo central, nos parece, es la cuestión de la vigencia del socialismo
como posibilidad histórica concreta. Es decir: ¿Cómo ser en y por la
praxis transformadora? ¿Cómo ser en y por el cambio social? ¿Cómo
desafiar al presente en pos de una proyección liberadora? ¿Qué aspectos
debemos considerar a la hora de reformular la hipótesis socialista en
nuestro tiempo?

Estos interrogantes, pueden oficiar de guía básica para evitar dos
concepciones del socialismo que suelen ser infructuosas: por un lado, la
que lo presenta como praxis de reajuste o enmienda, por el otro, la que
lo muestra como un sistema alternativo al capital pero en sentido
“especular”.

Si tuviésemos que presentar estas dos concepciones en términos
escatológicos diríamos: intentar endulzar la mierda del capitalismo o
pretender que ésta sirva como insumo para la construcción de un orden
supuestamente alternativo. Ninguna de las dos concepciones asume la
tarea de re-crear el mundo (de darle un nuevo sentido), de ahí su
incompatibilidad de fondo con el socialismo.

Ahora bien, la cuestión de la vigencia histórica del socialismo y de su
legitimidad cultural nos plantea una reflexión respecto de sus
horizontes, posibilidades y requisitos. ¿Cuáles pueden llegar a ser los
elementos imprescindibles para pensar una estrategia polí- tica
socialista adecuada a nuestras condiciones históricas?

Al mismo tiempo, esta cuestión nos exige repensar todas las categorías
políticas surgidas al calor de las experiencias históricas que
intentaron la construcción del socialismo o que lo invocaron como
horizonte, e incluso de aquellas experiencias- por lo general no tenidas
en cuenta – que lo anticiparon “de hecho”, que lo abrigaron “in pectore”.

La tarea de repensar estas categorías políticas nos lleva a reflexionar
sobre los conceptos vinculados al socialismo que, en diferentes momentos
históricos, lograron adquirir cierta estabilidad. Sin negar la
relevancia teórico-práctica de un momento de “estabilización de los
conceptos”, no queremos dejar de reivindicar un carácter efímero y
transitorio para dicho momento, rechazando toda idea que defienda, en
forma abierta o solapada, la eternización del mismo.

La verdad nunca es  fija y siempre es insuficiente.2 Es una vaga
referencia en un océano inconmensurable. La izquierda, por lo general,
comete el error de afincarla en instituciones y la convierte en dogma,
instaurando el reino mediocre y abrumador, pero mecánico y cómodo, de la
inacción y/o la insignificancia.

*Un “abecé” viable para el socialismo*

Lejos de cualquier esquematismo y de toda apelación a alguna “estructura
mágica”, lejos de todo atajo cognoscitivo, lejos de cualquier pretensión
de fijar algún pilar doctrinario, y con el sólo  n de proponer algunos
requisitos que consideramos indispensables como punto de partida, unas
premisas y unos fundamentos muy

generales y, sin dudas, flexibles, sostenemos que una estrategia
socialista, y lo más importante: una conciencia socialista, requiere la
conexión orgánica entre condiciones objetivas, (incluyendo vínculos
sociales) y luchas cotidianas anticipatorias, subjetividades
emancipatorias y proyecto global.

Dicho de otro modo: exige la articulación dialéctica (nunca mecánica) de
tres instancias:

a)Una praxis prefigurativa desarrollada por las clases subalternas y
oprimidas. Esta praxis remite a: sociedades en movimiento que albergan
mundos con proyecciones poscapitalistas, realidades económicas, sociales
y culturales autogobernantes, organismos potencialmente alternativos al
poder burgués, organismos de contrapoder directo de los trabajadores,
acciones e instituciones populares autónomas donde se despliega una
sociabilidad alternativa a la del capital y con capacidad de fundar
estructuras de rebelión y de identificar “aquí y ahora” el horizonte
estratégico, afir- mando, a partir de un grado de concreción en el
epicentro de la vida cotidiana, la vigencia del socialismo.

Lo mismo ocurre con el método. El socialismo no debería asociarse a
ninguna forma de espejismo metodológico. Nos referimos al desarrollo de
medios de producción alternativos: basados en la cooperación, la
solidaridad, la igualdad, el respeto a la naturaleza, etc.

La praxis prefigurativa – que no posterga la emancipación para un futuro
incierto sino que la “anticipa” – también debe contemplar un abanico de
luchas reivindicativas, el espectro de luchas orientadas a mejorar las
condiciones de vida del pueblo: salarios y condiciones de trabajo,
servicios sociales, infraestructura, hábitat, naturaleza, derechos
civiles, derechos humanos en su sentido más extenso, etc.

Prefigurar también es expandir (y tensionar) al máximo el campo
democrático en el marco del Estado y del capitalismo; es poner en
evidencia su límite con el  fin de trascenderlo. El desarrollo de una
institucionalidad propia no se contradice con las incursiones en una
institucionalidad ajena con el  fin de transformarla a partir de una
radical democratización.

Creemos que no es del todo descabellado plantear la posibilidad de una
institucionalidad propia (una institucionalidad autó- noma respecto de
la burguesía) que, al tiempo que confronta con algunas instituciones del
sistema y pone en evidencia su perversión e inutilidad, pueda ir
transformando a estas últimas, democratizándolas o simplemente
desactivándolas como factores que atentan contra los procesos de
socialización.

En líneas generales, las praxis prefigurativas remiten a espacios que
están fuera del control de los dominadores, son los eslabones más
débiles en la cadena de dominación.

La praxis prefigurativa es la experimentación y la vivencia del poder
popular en primera persona. Es la democracia enraizada en cada ámbito de
la sociedad civil popular, en cada lugar de producción y también
-ocasionalmente- en el Estado; es la democracia que pugna por ser “más
democracia”.

Es el asalto a una porción del cielo o, como decía Gramsci, es la
aceleración del porvenir. Es el punto de partida para pensar en un
“programa general”. La praxis pre- figurativa favorece el aprendizaje
político de las clases subalternas y oprimidas, favorece los procesos de
auto-educación de las mismas.

La idea de que la mejor (o la única) forma de pensar-construir el
socialismo exige el desarrollo de formas de anticipación concreta
(prefiguración), es mucho más antigua de lo que usualmente se supone.

Pero sucede que, en las últimas décadas, esta idea se ha fortalecido
frente al fracaso de las experiencias revolucionarias del siglo xx que
se propusieron la construcción del socialismo a partir del dueto
Partido-Estado, y que pensaron la revolución asumiendo como momento
clave la toma del poder concebida bajo la  figura del “asalto”.

La estrategia pre-figurativa, por el contrario, no reduce la revolución
al momento estelar de la toma del poder y más que en un asalto piensa
–gramscianamente– en un asedio.

Es evidente que una estrategia prefigurativa, remite a un particular
régimen de transición al socialismo. Postula una praxis apta no sólo
para un periodo intermedio, sino para todo el recorrido, de punta a
punta; rompe además con una linealidad temporal que escinde preparación
de realización.

Está claro que una praxis prefigurativa, contiene, en un plano básico y
general, una “estrategia para vivir” o para “habitar el mundo”, incluso
una estrategia para compartir el dolor que nos determina. Pero esas
estrategias no siempre constituyen una praxis potencialmente
prefigurativa. La capacidad de disputarle el mando a las clases
dominantes y al Estado, debe ser considerada a la hora de reconocer el
carácter prefigurativo de espacios y prácticas.

b) El desarrollo de una conciencia crítica y la politización masiva de
las clases subalternas que remite a: una radical ruptura con los valores
dominantes (la depredación de la naturaleza, el consumismo, la
competitividad, el racismo, el machismo, etc.); la asunción colectiva de
un horizonte simbólico y constructivo de emancipación (un horizonte
simbólico que no sea cerrado ni inaccesible, como el que proponen las
organizaciones de la izquierda dogmática); el despliegue de una
subjetividad revolucionaria enraizada en tradiciones y experiencias
nacional-populares, en las particularidades socio-culturales de nuestro
pueblo; a la expansión de una sociedad civil popular densa y orgánica,
poseedora de amplios saberes respecto de sus intereses; la articulación
de los “núcleos de buen sentido” y los “momentos de verdad” que anidan
en las clases subalternas con el proyecto socialista.

Un movimiento revolucionario, antes que una organización o un conjunto
de organizaciones, es un ethos vinculante, un “caldo de cultivo”, de
alguna manera: una cultura. Es absolutamente necesario desarrollar una
concepción general de la vida, diferente y alternativa a la de la burguesía.

La vieja izquierda, la izquierda dogmática, ha fracasado, o directamente
no se ha preocupado por elaborar, desde abajo, una voluntad colectiva
nacional-popular y una conciencia productora de fines (motores de la
acción) que prefiguren idealmente el resultado real.

La vieja izquierda tiende a minimizar la complejidad de las
superestructuras de la sociedad civil popular y muchas veces desprecia a
las expresiones múltiples y mestizas de la cultura plebeya y libertaria.
Su método rara vez ha incluido la búsqueda de los saberes populares
ocultos y el reconocimiento (y la justipreciación) de la experiencia
conceptual histórica y vivencial de las clases subalternas y oprimidas.

No ha tenido ni tiene en cuenta que toda política revolucionaria debe
construir sus condiciones de posibilidad. ¿Cómo arraigar en espacios de
la sociedad civil popular, en los espacios comunitarios, sin esa
voluntad y esa conciencia?

De este modo, desentendiéndose de toda lucha por conquistar la hegemonía
y la conducción “intelectual y moral” de la sociedad, la vieja izquierda
hizo del socialismo una praxis reiterativa incapaz de producir nuevas
realidades, un culto esotérico, una doctrina de capilla en lugar de una
creación colectiva, una alternativa civilizatoria (sistemas de vida en
armonía con la naturaleza, sistemas no consumistas ni competitivos) y
una opción ética.

Algo similar hizo con el marxismo: lo transfiguró en ideología, en
doctrina, no supo proyectarlo dentro de la realidad que pretendía
comprender/transformar. De este modo la vieja izquierda reproduce el
vacío intercultural que la separa de las clases subalternas y oprimidas.

/(Vale tener presente la recomendación de Terry Eagleton: “un relato
marxista tiene que mostrar la historia de las luchas de hombres y
mujeres por liberarse de determinadas formas de explotación y opresión.
Son luchas que no tienen nada de académicas, y olvidarlo corre por
cuenta nuestra.”)/

Resulta fundamental fusionar la cultura popular con la política
revolucionaria, lo tradicional con lo nuevo. Una hegemonía (una
contrahegemonía) no puede ser pensada fuera de la cultura que pretende
transformar, debe desarrollar un “sentido histórico”.

Las contradicciones “estructurales” del capitalismo, por más a ladas y
catastró cas que sean, serán siempre insuficientes para gestar una
alternativa sistémica. La praxis y el deseo de quienes se oponen al
capitalismo y quieren construir una sociedad nueva, aunque no resuelvan
todo por sí mismos, aunque no sean autosuficientes, resultan
fundamentales. Praxis y deseo.

El socialismo debe ser la actividad –¡y la opción!– consiente de muchos
y muchas. Esto es: un proceso histórico intencional consiente. A nadie
le gusta ingresar al paraíso a las patadas.

c) Unas retaguardias político-ideológicas que impulsen el desarrollo de
las capacidades reflexivas, formadoras y articuladoras de la sociedad
civil popular tras el objetivo de una obra constructiva, que eleven al
plano de lo consiente la praxis espontánea, que aporten a la concreción
de la utopía en cada instancia de la lucha de clases, que contribuyan a
relevar el presentimiento de la época, que aporten hipótesis de lucha,
visiones del mundo claras y sintéticas que sirvan para cambiar el mundo
y para construir un sujeto político común.

Esto es: núcleos militantes y activistas con vocación de enraizarse, con
vocación de construir una fuerza política revolucionaria dentro del
tejido social, una fuerza con imaginación creadora e inteligencia
paciente, lejos de cualquier vocación por erigirse en “núcleo duro”.

Estas retaguardias pueden aportar al desarrollo de ideas y también
pueden ofrecer un espacio apto para la sistematización de iniciativas y
debates. Pueden contribuir a articular lo cotidiano con la utopía, la
habitualidad con el movimiento, los procesos con el destino, el lenguaje
simbólico con el lenguaje conceptual.

Estas retaguardias –factor dinámico y autoconsciente– pueden resultar
vitales para sedimentar y ampliar los avances populares, para
convertirlos en saberes emancipatorios y en cultura política popular, y
son indispensables a la hora de confrontar con el sistema de dominación
con cierta eficacia. También pueden jugar un papel importante en los
momentos de reflujo, ofreciendo marcos de contención para la militancia
popular, resistiendo como factores de radicalidad y usinas de
subjetividades emancipatorias.

*“Síncresis”*

En la izquierda y en el conjunto de la militancia popular existe una
fuerte tendencia a

afincarse (y a acomodarse) en una instancia, sobrestimándola; y al mismo
tiempo negar, relegar, secundarizar, o subordinar a las otras, muchas
veces sin ahorro de arrogancias. Estas instancias también suelen ser
concebidas a partir del estable- cimiento de prioridades ontológicas, de
un orden jerárquico o en un sentido de causa-efecto.

Estas tendencias y concepciones, por lo general, se han expresado en:
intentos de elaborar un corporativismo de clase y de construir la utopía
autogestionaria (“el socialismo en un solo barrio”), una idea tacticista
de la política, jacobinismo insurreccionalista, etc.

Marcando las dos posturas extremas podemos decir: por un lado, el culto
a la espontaneidad y a los “saberes particulares”, por el otro el
sobredimensionamiento del rol del partido y de los “saberes
universales”. Como puede apreciarse, nada que presente afinidades con un
proyecto hegemónico (o contrahegemónico).

De esta manera, los que debían ser instrumentos de emancipación de las
clases subalternas y oprimidas se convirtieron en fines en sí mismos. La
obcecada autosuficiencia clausura toda dialéctica y todo horizonte
emancipador.

Las tres instancias conforman el espacio que hace posible el despliegue
de una estrategia socialista y los actos constituyentes de poder
popular. Insistimos: también hacen posible el desarrollo de una
conciencia socialista. (El socialismo no es un producto o una sustancia
desprendidos “naturalmente” de la historia).

Las tres instancias deberían ser pensadas en clave de intertextualidad,
diálogo, imbricación, fusión; en clave de unidad en la praxis (unidad
conciente, no abstracta ni formal). El poder popular deviene de una
fructífera dialéctica entre estas tres instancias. Esa dialéctica
fecundante crea el “punto central”, el “centro operador” que alimenta al
socialismo como domicilio existencial y como proyecto.

Ninguna instancia puede devenir determinante, “genética”, “redentora” o
“catártica”, por si sola. Por separado, se dispersan y se contradicen,
se muerden la cola. En fin, se desguarnecen y se debilitan. Articuladas
se potencian y se despliegan, crean sentido conglomerante y pueden
gestar las direcciones políticas más adecuadas y confiables (menos
expuestas al sectarismo, al riesgo burocrático, al “polemismo aldeano”
en torno a algún matiz y a las disputas feroces con los más cercanos).

Sin el desarrollo de una praxis prefigurativa, la política
pretendidamente revolucionaria carece de sustento y de realismo, se
torna superestructural, se condena a un eterno apelar a la
representación, a la especialización, a la gestión, al dirigismo, al
“politi- cismo práctico” (y a la generación de gobiernos de funcionarios).

Es decir: la acción práctica corre el riesgo de reducirse a una disputa
por espacios de poder en los marcos instituidos por el sistema. Lo que
puede llevar a concebir el cambio social como una supresión del estrato
dominante y no como construcción de una sociedad radicalmente diferente.

Asimismo, la visión política se puede tornar estatista y se puede
imponer una concepción del cambio social centrada en el impulso del
Estado y en los “eslabones intermedios” puramente estatales. En lugar de
impulsar “otra política”, se puede terminar promoviendo “otro politicismo”.

Asimismo, sin el desarrollo de una praxis prefigurativa, la reflexión
teórica gira sobre el vacío, se desentiende de la práctica, pierde
contacto con su contenido. El pensamiento, por su parte, se puede tornar
“aurático”, restringido a un grupo. Sin el desarrollo de una praxis
prefigurativa se puede caer en el pragmatismo politicista, uno de los
modos del funcionamiento burgués de la política.

La praxis prefigurativa remite a los espacios más significativos para la
formación de autoconciencia, espacios que presentan al socialismo como
una posibilidad concreta, como una fuerza seminal, y no como una
abstracción.

Sin praxis prefigurativa no es posible la asunción inmediata de las
tareas socialistas en los marcos de la sociedad burguesa. La praxis
prefigurativa es la instancia en la que se materializa una perspectiva
socialista. Es también la instancia desde la que puede proyectarse esa
perspectiva. Es necesario encarnar modestos fragmentos de futuro para
sostener una representación del futuro socialista.

Por lo tanto, sin praxis prefigurativa no se desarrollan las
potencialidades políticas y culturales de nuestro pueblo y no a ora su
deseo de comunión.

Sin praxis prefigurativa no hay verificación de los antagonismos
sustanciales. Sin praxis prefigurativa no podemos vivir el mañana en las
luchas y construcciones de hoy.

Sin praxis prefigurativa el socialismo carece de sustancialidad
histórica, no echa raíces. Sin praxis prefigurativa se hace difícil
pensar en una revolución auténtica y profunda, es decir, gestada en el
proceso histórico constituyente de una sociedad alternativa.

Sin el desarrollo de una conciencia crítica y una politización
colectiva, sin el desarrollo de un horizonte simbólico (una cultura) que
permita crear sentido emancipador, sin la creación de un “nosotros”, sin
el reconocimiento de la función legitimadora de la conciencia, sin la
convicción de que los subalternos pueden ser “dirigentes”, es decir: sin
el desarrollo de una “conciencia de gobierno” en las clases subalternas,
la prefiguración es sólo potencial y por lo tanto abstracta.

Sin las armas de la crítica, la acción práctica puede terminar
institucionalizada, absorbida por el sistema. Se trata de favorecer la
autodeterminación de la clase en todos los planos. Sin conciencia
crítica y politización colectiva no hay sentido (ni proyecto), y la
memoria popular se torna infructífera, se le coartan al sujeto popular
(que es ancho y diverso) sus capacidades de producción de subjetividad
emancipatoria.

Sin el desarrollo de una conciencia crítica y una politización colectiva
se padece el mal de la insuficiencia subjetiva, la política de izquierda
no logra arraigar en la sensibilidad popular y se escinden saber y
sentir, racionalidad y afectividad. De este modo se torna imposible que
los procesos históricos protagonizados por las clases subalternas
lleguen al punto de su maduración socialista, así, puede que las tareas
socialistas asumidas en/por los espacios prefigurativos no se resuelvan
nunca. Es posible también que se invoque a la prefiguración con el  n de
construir murallas al interior del pueblo (“hipocresía de la
prefiguración”).

Sin una conciencia crítica y sin la politización colectiva de las clases
subalternas y oprimidas, los espacios de autonomía y de autogobierno de
las mismas no podrán sostenerse en el tiempo, no podrán articularse y
menos aún generalizarse. ¿Acaso el socialismo no es el autogobierno
generalizado? Sin proyecto no hay, no puede haber prefiguración.

Sin retaguardias político-ideológicas se corre el riesgo del
corporativismo, el empirismo, el realismo ingenuo, el “apoliticismo
práctico” y los destinos microscópicos; se dejan libradas al azar un
conjunto de tareas que resultan claves para el desarrollo de un proceso
de transformación.

La dominación burguesa y la complejidad del mundo, no pueden abarcarse y
abordarse con las armas del empirismo. El empirismo suele ser un
generador de incomprensión y de respuestas limitadas y parcelares, de
liderazgos inmediatistas y monocordes; favorece además la absolutización
de contra- dicciones singulares al tiempo que desdibuja las
contradicciones más significativas.

El empirismo hace de la militancia una forma de confinamiento. Al mismo
tiempo, la proyección de los espacios prefigurativos (las instancias de
poder popular) exige iniciativas políticas.

Sin retaguardias político-ideológicas se corre el riesgo de no percibir
“mundos” y posibilidades no previstas por la política y la cultura
hegemónicas, incluso no previstas por la cultura de izquierda más
codificada. Además, se puede caer en el apoliticismo de la militancia y
del conjunto de la sociedad civil popular, que es otro modo del
funcionamiento burgués de la política.

Sin retaguardias político-ideológicas los espacios prefigurativos, cuya
convivencia con el sistema es siempre tensa e inestable, pueden
conciliarse con la dominación burguesa. Si los espacios prefigurativos
no se integran o se articulan con espacios polí- ticos que planteen la
transformación de la sociedad toda, pueden terminar aceptando las
condiciones de existencia que les ofrece el sistema capitalista. Pueden
conformarse con los objetivos transitorios o parcialmente realizables en
los marcos del sistema.

Así, su incompatibilidad con el sistema de dominación y su potencia
política pre- figurativa se consume gradualmente y pueden terminar
restaurando al Estado.

Adolfo Sánchez Vázquez en su Filosofía de la praxis planteaba que no era
posible mantener la “prefiguración ideal” en todo el recorrido de un
proceso práctico, principalmente porque “la materia no se deja
transformar pasivamente; hay algo como una resistencia de ella a dejar
que su forma ceda sitio a otra; a una resistencia a ser vencida…”

Sin retaguardias político-ideológicas se persiste en la condición
subalterna (que, inclusive, termina siendo idealizada), el inmediatismo
se contrapone al proyecto histórico.

Sin retaguardias político-ideológicas las experiencias de autogestión
popular corren el riesgo de no exceder el campo de la infraestructura
(los medios de producción) y relegar a un segundo plano la lucha por la
apropiación de los medios de poder. Sin retaguardias político-
ideológicas hay pocas posibilidades de aprovechar las posiciones en el
Estado que sirven para intensificar la lucha de clases contra la burguesía.

El politicismo y el apoliticismo prácticos, son dos caras de una misma
moneda, dos expresiones de la ideología burguesa y de los modos
burgueses de la política.

En fin, el socialismo implica conjugar vivencia, intuición, sentimiento
y proyección. Todos los momentos articulados constituyen su sentido más
potente. Por lo tanto, creemos que las intervenciones militantes que
aportan efectivamente a un proceso emancipador son aquellas que apuestan
a la articulación, o mejor: la “síncresis” de los planos que hemos
identificado.

In
OBSERVATORIO DE LA CRISIS
https://observatoriocrisis.com/2020/12/09/los-rostros-del-socialismo-requisitos-estrategicos/
9/12/2020

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