domingo, 15 de agosto de 2021

El mito de la democracia burguesa






*JOSÉ E. NOVÁEZ GUERRERO, SOCIÓLOGO DE LA RED DE DEFENSA DE LA HUMANIDAD*

En su libro de 1944, Dialéctica de la Ilustración, Theodor Adorno y Max
Horkheimer denuncian que la Ilustración, gran destructora de mitos en
sus inicios, acaba a la larga, con la burguesía triunfante,
convirtiéndose ella misma en mitologizadora. Adorno y Horkheimer
escribieron este libro en los Estados Unidos de la década de los 40, un
momento de auge y consolidación del capitalismo norteamericano a escala
planetaria.

El libro es entonces no solo una crítica a la Ilustración como proceso,
sino que deviene, independientemente de la voluntad de los autores, una
crítica al proceso político que encarna en sí mejor que ningún otro el
doble carácter del movimiento ilustrado en los Estados Unidos de
Norteamérica.

La nación norteamericana es la primera concreción del complejo proceso
de ascenso revolucionario de la burguesía en Europa que venía
preparándose desde mucho tiempo antes. Ya se habían dado en la historia
europea varios conatos de revoluciones burguesas, destacando en
particular la holandesa y la inglesa del siglo XVII, pero si bien en
estos procesos la burguesía había probado sus propias fuerzas, no había
logrado romper por completo la espina dorsal del feudalismo, y mucho
menos ganar el momentum necesario para sustituir completamente las
estructuras económicas y políticas de este por otras nuevas a escala
mundial.

Estas revoluciones, combinadas con la prolongada crisis del feudalismo
en su forma terminal de monarquía absoluta, la corrupción e ineficiencia
del aparato del Estado y su creciente dependencia de la nueva clase que
emergía, posibilitaron el surgimiento del movimiento de la Ilustración.

La Ilustración fue la expresión ideológica de intereses de clase
concretos. Todo su esfuerzo, de manera consciente o no, va encaminado a
desmontar los mitos sobre los cuales se sustentaba el predominio del
aparato feudal. Desacralizando las instituciones y humanizando la
nobleza, la Ilustración cumplió la labor de zapa que la historia y el
desarrollo económico de las sociedades habían comenzado mucho tiempo antes.

Marx apunta que las ideas se convierten en poder material cuando se
apoderan de las masas. Así, las nuevas ideas de la Ilustración, en la
medida en que avanzó el siglo XVIII y se fue profundizando la crisis de
la monarquía, se convirtieron en un poderoso ariete que movilizó las
fuerzas sociales, bajo el mando de la burguesía, en contra del viejo orden.

La lucha de las Trece Colonias contra el poderío inglés, que revistió la
forma de una guerra de independencia, hizo emerger una nación firmemente
apertrechada tras los ideales de la Ilustración. Pero estos ideales bien
pronto demostraron que tras su noble apariencia ocultaban intereses de
dominación clasista muy específicos. Y bien pronto la libertad o la
democracia se convirtieron en libertad burguesa, o sea, la de los dueños
del gran capital para comprar libremente trabajo en el mercado laboral;
y democracia burguesa, o sea, un aparato representativo que sirve de
fachada a la verdadera estructura de dominación clasista y que garantiza
pequeños ajustes a tono con el desenvolvimiento de las fuerzas sociales,
pero sin modificar un ápice la esencia de la dominación.

El gran triunfo de la burguesía revolucionaria norteamericana se vio
pronto opacado por el más estruendoso y radical triunfo de la burguesía
revolucionaria francesa. Europa era aún el centro político y económico
del mundo, y las conmociones en su territorio implicaban, en lo
inmediato, mayores transformaciones a escala internacional.

A pesar de la inestabilidad política del régimen burgués revolucionario
en Francia, de la aparente reacción que representó el imperio
napoleónico y de la posterior reacción que emergió del Congreso de Viena
de 1815, las raíces profundas de la transformación ya estaban sembradas.
Tras los ejércitos de Napoleón marchaba la transformación profunda del
campo. La conversión de una gran masa de siervos en pequeños
propietarios de tierras, con lo que se sentaba la base del desarrollo de
una burguesía rural y de las relaciones monetario-mercantiles en el
campo. La antigua nobleza terrateniente quedaba herida de muerte y, con
ella, el sistema político que sustentaba.

El proceso político norteamericano, por el contrario, fue más estable.
En la joven nación la burguesía pudo, sin trabas, crear las estructuras
políticas que le acomodasen y desarrollar sus fuerzas productivas al
amparo de un régimen estatal que era su régimen y, por tanto, la
favorecía. Desde un principio el núcleo central de la dominación se
estableció sobre la identidad blanca, anglosajona y protestante, algo
que, con el paso de los años, ha permanecido inmutable, con
modificaciones solo aparentes.

Desde ese primer momento la Ilustración triunfante en la forma del
régimen burgués norteamericano pasó de ser un elemento antimitológico a
una ideología mitologizante. Y uno de los mitos centrales que contribuyó
a edificar y sostener con el paso de los años es el del modelo de
democracia burguesa norteamericana, que a la larga acabaría imponiéndose
en mayor o menor grado a escala planetaria.

Esta democracia, que en principio debía contener a todos los ciudadanos,
nació excluyendo a la mayor parte de ellos, y las estructuras que se
edificaron para garantizarla nacieron al amparo de leyes firmadas en esa
etapa fundacional por la élite dominante. La Constitución de los Estados
Unidos de Norteamérica, documento central para la identidad de la
nación, fue firmada por un conjunto de hombres, blancos y muy ricos en
su inmensa mayoría.

La democracia norteamericana comenzó a edificarse entonces, desde el
primer momento, sobre las mujeres, los negros, los pobres y los indios,
no con ellos. Y en la medida en que se fueron expandiendo violentamente
las fronteras del país hasta llegar al Pacífico, fueron sumándose nuevas
identidades sometidas, incluyendo los migrantes.

El ascenso del capitalismo norteamericano en el siglo XIX y la primera
mitad del XX, particularmente su posición privilegiada después de la
Segunda Guerra Mundial, determinaron el declive político y económico de
Europa y el establecimiento de la hegemonía norteamericana.

Las poderosas industrias culturales que acompañaron el ascenso político
del país en el siglo XX sirvieron como poderosos altavoces para
magnificar esos mitos, cada vez más degenerados y cada vez más al
servicio de los intereses geopolíticos de la dominación imperial.

De ahí que el modelo de democracia burguesa no solo sea el patrón
impuesto a escala planetaria, sino que, además, la democracia en sí
misma sea una noción de uso bastante flexible. La suma o falta de ella
va a depender de la posición política en relación con la hegemonía
imperial, y cuando se es un aliado de Roma poco importa con qué régimen
se gobierne. Así, el mundo contemporáneo vive permanentemente entrampado
en el escándalo de los grandes medios que acusan de antidemocráticos a
naciones donde se realizan votaciones regularmente y hay varios partidos
políticos (o sea, son democráticos en el sentido burgués del término),
y, por el contrario, tienden un pudoroso silencio sobre monarquías
familiares que descuartizan o desaparecen a sus enemigos políticos.

Sin embargo, por esa dialéctica implacable que tiene la historia, el
modelo de democracia burguesa que alcanzó su triunfo definitivo y máxima
expresión en la aparente victoria del capitalismo en la década del 90
del siglo XX, comenzó en esa misma década el lento declive que lo ha
traído a la crisis actual.

Porque al ser una democracia incompleta, donde los cambios políticos no
modifican realmente la estructura económica, las leyes implacables de la
acumulación capitalista han seguido actuando incontenidas en el seno de
las sociedades contemporáneas, y en particular la norteamericana.

Durante más de un siglo la estabilidad interna de la sociedad
estadounidense ha estado garantizada por un pacto social tácito. El
Estado garantizaba la tranquilidad y prosperidad de la clase media y
esta, a su vez, no cuestionaba el orden de cosas existente y servía como
un colchón entre los muy ricos y los muy pobres. La prosperidad de la
segunda posguerra fue el punto culminante de este pacto social.

Las transformaciones neoliberales de la década del 80 comenzaron a
desmontar los servicios públicos que habían garantizado ese crecimiento
sostenido en la calidad de vida de la clase media de las sociedades
industrialmente desarrolladas en las décadas precedentes. Esos servicios
fueron entregados al sector privado, el cual no solo no elevó
sustancialmente su calidad, sino que los deprimió, para garantizar una
subida en los costes que debían pagar los ciudadanos por acceder a estos
servicios. Un ejemplo significativo lo podemos encontrar en el sistema
de salud norteamericano.

Estas reformas neoliberales comenzaron a comprometer los ingresos de la
clase media, al mismo tiempo que el repliegue del Estado arrojaba a los
ciudadanos inertes en manos del capital. La espectacular concentración
de la riqueza que se ha verificado en las últimas tres décadas a escala
nacional e internacional contrasta profundamente con el crecimiento de
la brecha de desigualdad en todas las sociedades.

La clase media se siente estafada y ha comenzado a descubrir que el
modelo de democracia burgués no es, ni siquiera, para toda la burguesía,
sino que fue, desde el principio, algo construido para garantizar la
dominación de las élites. Y, sin romper con este marco, porque no es
todavía un sector completamente radicalizado, sí comienza a moverse en
sus votos hacia los extremos del espectro político. Así vemos cómo
acceden al poder políticos que hubieran sido candidatos improbables en
cualquier otro contexto.

La crisis de la clase media implica un reto extraordinario. Ya en el
pasado la crisis del modelo establecido en la Italia de la década del 20
y en la República de Weimar alemana de los años 30 posibilitó el ascenso
del fascismo y dotó a esta corriente de una amplia base social. Hoy
vemos cómo con la crisis de la clase media en las sociedades
industrialmente avanzadas, ganan espacio actitudes filofascistas,
racistas, supremacistas, militaristas.

La hegemonía del capital y sus industrias culturales han llevado a las
sociedades más avanzadas a una actitud mayoritariamente conservadora. La
intensa propaganda anticomunista y contra la izquierda progresista lleva
a que, para amplios sectores sociales, el camino de transformación del
orden de cosas existente por la izquierda quede totalmente excluido. El
fascismo canaliza, en posturas extremas, la combinación de descontento
social y las apetencias del capital. Su auge en el mundo contemporáneo
implica los mayores riesgos para el futuro de la humanidad. Su triunfo
sería el triunfo de la lógica más voraz y depredadora del capital ya sin
frenos sociales, sin necesidad de consensos, solo por la fuerza
arrolladora de las armas. Y el capitalismo contemporáneo está
fuertemente armado.

La nación capitalista hegemónica, los Estados Unidos, debe además lidiar
con el ascenso de nuevos actores políticos y económicos que cuestionan y
en cierta forma subvierten esta hegemonía. Defenderla implica defender
los mitos que la sustentan y conservar la capacidad de renovación, que
es central para la perdurabilidad del mito. Pero el mito democrático
burgués sostenido por los Estados Unidos se levanta sobre la exclusión
permanente de los oprimidos, que votan, pero no deciden. La ruptura del
pacto social con la clase media implica una crisis aún más profunda del
modelo.

El rito por excelencia del mito democrático contemporáneo que es la
votación registra cada vez mayores niveles de abstención y nulidad en
los votos. Mientras tanto, los muy ricos, a pesar de la pandemia, gastan
sumas astronómicas en ir de turismo al espacio, sumas que harían una
gran diferencia en la Tierra, en materia de alimentación, creación de
empleos o enfrentamiento al cambio climático.

Si entendemos que la verdadera democracia es la creación de
oportunidades sociales para la participación y realización plena de
todos los ciudadanos, sea cual sea su origen, raza, género, orientación
sexual o cualquier otro parámetro, comprenderemos cuán alejado está el
mito democrático burgués de la verdadera democracia. De hecho, la
existencia de este mito es, esencialmente, un gran crimen contra la
democracia, pues la limita solo a una estrecha concepción de la
participación política y además, para sostener el mito y la dominación
que implica, el capital debe ahogar en sangre todo proceso que disienta
o atente contra él.

La única forma de alcanzar una verdadera democracia es ir más allá del
capital, no en paralelo a él. De lo contrario, seguiríamos como el mito
platónico, encerrados en una caverna, confundiendo la apariencia de las
cosas con la realidad.

In
OBSERVATORIO DE LA CRISIS
https://observatoriocrisis.com/2021/08/14/el-mito-de-la-democracia-burguesa/
14/8/2021

Nenhum comentário:

Postar um comentário