sábado, 23 de janeiro de 2016

Una izquierda para el siglo XXI




Raúl Zibechi



En los años 60 y 70 quien se incorporaba a la militancia escuchaba a menudo una
frase: “Ser como el Che”. Con ella se sintetizaba una ética, una conducta, un
modo de asumir la acción colectiva inspirada en el personaje que –con la entrega
de su vida– se había convertido en brújula de una generación.

“Ser como el Che” era un lema que no pretendía que los militantes siguieran
punto por punto el ejemplo de quien se había convertido en referencia
ineludible. Era otra cosa. No un modelo a seguir, sino inspiración ética que
implicaba una serie de renuncias, esas sí, a imagen y semejanza de la vida del
Che.

Renunciar a las comodidades, a los beneficios materiales, incluso al poder
conquistado en la revolución, estar dispuesto a arriesgar la vida, son valores
centrales en esa herencia que hemos dado en llamar guevarismo. Esos fueron
durante buen tiempo los ejes en torno a los que se organizó buena parte de la
militancia de izquierda, por lo menos en América Latina.

Esa izquierda fue derrotada en un breve periodo que podemos situar entre los
golpes de Estado de la década de 1970 y la caída del socialismo real, una década
después. No se sale indemne de las grandes derrotas. Así como la caída de la
comuna de París fue un parteaguas, según Georges Haupt, que llevó a las
izquierdas de la época a introducir nuevos temas en sus agendas (la cuestión del
partido pasó a ocupar un lugar central), las derrotas de los movimientos
revolucionarios latinoamericanos parecen haber producido una hendidura en las
izquierdas de comienzos del siglo XXI.

Aún es muy pronto para realizar una evaluación completa de ese viraje, ya que
estamos encima del mismo, sin la suficiente distancia crítica y, sobre todo,
autocrítica. Sin embargo, podemos adelantar algunas hipótesis que enhebren
aquellas derrotas con la coyuntura actual que vivimos.

La primera es que no se trata de volver la historia atrás para repetir los
viejos errores, que los hubo, y muchos. El vanguardismo fue el más evidente,
acompañado de un serio voluntarismo que impidió comprender que la realidad que
pretendimos transformar era bien diferente a lo que pensábamos, lo que llevó a
subestimar el poder de las clases dominantes y, sobre todo, a creer que se vivía
una situación revolucionaria.

Pero el vanguardismo no cede fácilmente. Está sólidamente arraigado en la
cultura de las izquierdas y aunque fue derrotado en su versión guerrillera,
parece haber mutado y sigue vivo tanto en los llamados movimientos sociales como
en los partidos que pretenden saber qué es lo que quiere la población sin
necesidad de escucharla. Gran parte de los gobiernos y los dirigentes
progresistas son buen ejemplo de la pervivencia de un vanguardismo sin
vanguardia proclamada.

La segunda tiene relación con el método, la lucha armada. Que la generación de
los 60 y 70 hayamos cometido gruesos errores en el uso y abuso de la violencia
no quiere decir que tengamos que tirarlo todo por la borda. Recordemos que por
lo menos en Uruguay se pensaba que la acción genera conciencia, otorgando un
poder casi mágico a la capacidad de la vanguardia armada para generar acción en
las masas con su sola actividad, como si la gente pudiera actuar por reflejos
mecánicos sin necesidad de organizarse y formarse.


Las organizaciones armadas cometieron, además, atrocidades indefendibles,
utilizando la violencia no sólo contra los enemigos, sino a menudo contra el
propio pueblo y también contra aquellos compañeros que presentaban diferencias
políticas con su organización. Los asesinatos de Roque Dalton y la comandante
Ana María, en El Salvador, son dos de los hechos más graves dentro del campo
rebelde.

Sin embargo, eso no quiere decir que no haya que defenderse. No debemos pasar al
extremo opuesto de confiar en las fuerzas armadas del sistema (como señala el
vicepresidente de Bolivia), o despojar de su carácter de clase a las fuerzas
represivas. Los ejemplos del EZLN, del pueblo mapuche de Chile, de la Guardia
Indígena nasa en Colombia y de los indígenas amazónicos de Bagua en el Perú
muestran que es necesario y posible organizar la defensa comunitaria colectiva.

La tercera cuestión es la más política y es la ética. En el legado del Che y en
la práctica de aquella generación, el poder ocupaba un lugar central, algo que
no podemos ni debemos negar. Pero la conquista del poder era para beneficio del
pueblo, nunca jamás para beneficio propio, ni siquiera del grupo o partido que
tomaba el poder estatal.

Sobre este tema hay una discusión abierta, en vista del balance negativo del
ejercicio del poder por los partidos soviético y chino, entre otros. Pero más
allá de los errores y horrores cometidos por los poderes revolucionarios en el
siglo XX, incluso más allá de si es conveniente o no tomar el poder del Estado
para cambiar el mundo, es necesario recordar que el poder era considerado un
medio para transformar la sociedad, nunca un fin en sí mismo.

Sobre este asunto hay mucha tela donde cortar, en vista de la brutal corrupción
enquistada en algunos gobiernos y partidos progresistas (en particular en Brasil
y Venezuela), cuestiones que ya pocos se atreven a negar.

La izquierda que necesitamos para el siglo XXI no puede sino tener presente la
historia de las luchas revolucionarias del pasado. Es necesario incorporar aquel
lema “ser como el Che”, pero sin caer en vanguardismos. Una buena actualización
de ese espíritu puede ser para todos todo, nada para nosotros. Lo mismo puede
decirse del mandar obedeciendo, que parece un importante antídoto contra el
vanguardismo.

Hay algo fundamental que no sería bueno dejar escapar. El tipo de militantes que
necesita la izquierda del siglo XXI debe estar modelado por la voluntad de
sacrificio (Benjamin). Es evidente que la frase suena fatal en periodos como el
actual, pero nada podemos conseguir sin deshacernos de esa tremenda fantasía de
que es posible cambiar el mundo votando cada cinco años y consumiendo el resto
del tiempo.

IN
LA JORNADA
http://www.jornada.unam.mx/2016/01/22/opinion/018a2pol
22/1/2016

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