segunda-feira, 19 de novembro de 2018

Interrogantes en la era Bolsonaro


Claudio Katz
Rebelión



Es evidente que el nuevo presidente de Brasil surgió del golpe institucional
contra Dilma. Hubo una gran manipulación electoral para impedir la victoria del
PT, que terminó arrollando a los viejos partidos de la derecha. Acallaron a
Lula, pero demolieron también a las formaciones conservadoras tradicionales. La
llegada del inesperado capitán a la primera magistratura genera múltiples
incógnitas.
 ¿CÓMO GOBERNARÁ?
El ejército, la justicia y los medios de comunicación aportaron los tres
cimientos del golpe, que ahora se utilizan para sostener al insólito personaje
que presidirá el país.
Las fuerzas armadas han capturado posiciones claves en la estructura estatal
desde la militarización de las favelas. Temer colocó bajo su mando a una nueva
agencia de seguridad que reúne a todas las reparticiones del sector.
El protagonismo militar se extiende a los 70 candidatos de ese origen que
ingresaron a las legislaturas y a los gobernadores del mismo palo. La tutela del
ejército se vislumbra en la vicepresidencia y en el quinteto de generales que
ocupará los cargos más estratégicos.
La gravitación del segundo pilar -el poder judicial- se ha transparentado con el
superministerio asignado a Moro. El responsable de la proscripción de Lula fue
premiado con un puesto de altísima jerarquía. Esa designación desnuda la farsa
que montó sin pruebas, con burdos testimonios de delatores y con cargos
perdonados a los políticos de otro signo.
Finalmente también los medios de comunicación acrecentaron su influencia por su
labor de blanqueo de Bolsonaro. El diputado que integró durante 20 años la
bancada más corrupta del Parlamento (PP) fue presentado como un individuo
inmaculado. También se silenciaron las coimas cobradas por su jefe de campaña.
Los medios tradicionales (O Globo) y la cadena evangelista (Récord) compitieron
con las redes, en la creación de los miedos y difusión de las mentiras que
apuntalaron el triunfo derechista.
La regresión de Brasil será incalculable si su presidente cumple con alguno de
sus anuncios. Postuló la guerra contra los rojos, la instalación de la
homofobia, el desprecio a los indígenas, la denigración de los negros, el
maltrato de las mujeres y la penalización de la diversidad sexual. ¿Implementará
esa retrógrada agenda o simplemente devendrá en una figura más de la derecha
convencional?
 ¿QUIÉN SALDRÁ BENEFICIADO?
Bolsonaro no fue la carta inicial de la clase dominante, pero el poder
empresarial lo ha rodeado para asegurar la continuidad de los atropellos en
curso. Se intenta completar el avasallamiento de la legislación laboral, con la
introducción del modelo chileno de privatización de las pensiones. El
ultra-liberal ministro Guesdes prioriza estos ataques, pero podría suscitar
también severos conflictos por arriba.
La primacía otorgada a los financistas asegura ventajas que afectan la actividad
productiva. Esa obstrucción persiste en la tenue reactivación que ha sucedido a
la histórica caída del PBI de los últimos años.
El bloque ruralista se perfila como otro nítido ganador. Su bloque parlamentario
exigirá el uso irrestricto de armas para consolidar la apropiación de tierras.
Pretende mayores inversiones del estado en la infraestructura exportadora y
demanda la apertura de nuevos mercados. Esa exigencia socava los acuerdos
internacionales concertados por el polo fabril paulista.
También este sector se ha subido a la oleada Bolsonaro para debilitar a los
sindicatos y achatar los salarios. Pero no resignará los convenios regionales
que forjó en las últimas décadas. La disputa en curso amenaza especialmente el
futuro del Mercosur. La sugerencia inicial de disolver el acuerdo fue
relativizada por el nuevo oficialismo ante la presión de los industriales. Ese
empresariado necesita mantener a la Argentina como cliente preferencial.
Las privatizaciones constituirán otra esfera de disputa. El remate de compañías
para reducir la deuda pública genera resistencias, que ya obligaron a desmentir
el desguace de Petrobras. Pero como Bolsonaro adoptó hace muy poco tiempo el
credo neoliberal (2017), deberá convalidar su conversión con prácticas
contundentes.
El capitán carece de una significativa bancada propia y tendrá que negociar cada
medida con el entramado de lobbies de Brasilia. El abultado presupuesto que
recientemente aprobaron jueces y senadores -contrariando los mensajes oficiales
de austeridad- anticipa los conflictos en puerta. Bolsonaro necesita conseguir
primero la subordinación de la corporación militar, para gestar luego un poder
bonapartista sobre el Congreso. Si falla, quedará a merced del juego
parlamentario que tanto denigró en la campaña electoral.
 ¿QUÉ LÍMITES IMPONDRÁ LA RESISTENCIA?
El gran contraste entre el discurso y la realidad podría verificarse rápidamente
en la compleja esfera de la seguridad. Bolsonaro prometió erradicar la
criminalidad en una sociedad aterrada por la delincuencia. El país alberga la
tercera población carcelaria del planeta y padeció 63.880 asesinatos el año
pasado. La simplificada ilusión de resolver esa pesadilla con mayor violencia
incentivó las apologías del asesinato, que engrosaron la “bancada de la bala” en
el Parlamento.
Esa demagogia punitiva perderá eficacia en el ejercicio del gobierno. La
criminalización de los excluidos sólo potencia la gravedad de un problema
derivado de la desigualdad y la regresión social. No es la primera vez que se
militarizan las favelas sin ningún resultado y con el exclusivo propósito de
hostigar a la empobrecida población negra.
Lo ocurrido en México ofrece un dramático retrato de las consecuencias de
involucrar al ejército en una guerra contra el delito. Las mafias se asociaron
con los uniformados para pulverizar la autoridad del estado y provocaron una
sangría dantesca (200.000 muertos, 30.000 desaparecidos).
Bolsonaro opone a pobres contra pobres para culpabilizar a los más vulnerables.
Magnifica el resentimiento hacia abajo de los segmentos medios, disgustados con
las tenues mejoras obtenidas por los sumergidos. Pero el capitán no podrá
satisfacer las expectativas de sus seguidores. Al contrario, su programa de
ajuste acentuará todas las adversidades que afronta la clase media.
No es ningún secreto que intentará demoler los derechos democráticos. Temer
inició esas agresiones encubriendo el asesinato de Mireille, los tiroteos a las
caravanas de Lula y las amenazas a 141 periodistas. Pero la victoria de
Bolsonaro incentivó acciones más brutales. Un exponente bahiano de la lucha
antirracista fue ultimado, se registraron incendios en los campamentos del MST y
hubo varios ataques a locales del PT. Las convocatorias a prohibir libros
críticos de la dictadura y a instaurar el creacionismo en las escuelas alentaron
el ingreso de matones armados en la universidad.
La resistencia a esas agresiones será la batalla primordial de los próximos
meses. El gran sustento para encarar esa lucha son las movilizaciones
desarrolladas contra Bolsonaro. No alcanzaron para impedir su triunfo, pero
congregaron multitudes con un gran protagonismo de las mujeres (“Ele nao”). Esas
respuestas definirán los principales límites del proyecto reaccionario.
 ¿QUÉ HARÁ FRENTE A CHINA Y VENEZUELA?
Bolsonaro se dispone a ensayar un alineamiento internacional explícito con
Trump. Viajará a Estados Unidos e Israel y sugirió el traslado de la embajada de
su país a Jerusalén. Promueve un sometimiento al Departamento de Estado muy
superior al simple vaciamiento de los BRICS. Recompondrá los grandes contratos
que el Pentágono perdió con sus competidores de Francia y Suecia y tantea la
concesión de una base militar a los marines.
Pero la jugada más riesgosa es su viaje a Taiwán para enfriar las relaciones con
China. Ya Temer aceptó las presiones de Washington y suspendió varios proyectos
bioceánicos financiados por Beijing. Pero también permitió a los exportadores
capturar las cuotas de soja perdidas por Estados Unidos en las disputas con su
rival oriental.
El Departamento de Estado está shockeado por el impresionante avance de su
contendiente en América Latina. China multiplicó por 22 su comercio con la
región en los últimos 15 años y aporta mayores préstamos de inversión que el BID
y el Banco Mundial.
La confrontación arancelaria que promueve Trump no ha morigerado esa expansión.
Las importaciones provenientes de Estados Unidos siguen rezagadas frente a sus
equivalentes asiáticas. China le advirtió a Bolsonaro las consecuencias de
cualquier bravuconada. Si termina restringiendo las compras de productos
primarios, la fascinación de los agro-exportadores con su presidente-gendarme
quedará muy dañada.
La agresiva postura hacia Venezuela entraña riesgos de mayor alcance.
El entorno de Bolsonaro ha sugerido subir el tono de las amenazas en sintonía
con los halcones de la OEA. Con el pretexto de un caos humanitario impulsan
operativos de amedrentamiento militar. El gobierno colombiano juega la misma
carta para enterrar los acuerdos de paz.
Pero los últimos dos intentos de golpe contra Maduro (conspiración de mayo y
ataque con drones) fracasaron y la oposición derechista mantiene su probada
impotencia. Por esa razón se han reiniciado negociaciones para explorar nuevas
formas de convivencia.
Una aventura militar contra Venezuela sería ajena a las tradiciones estratégicas
de Itamaraty. Antes de imponer ese rumbo Bolsonaro debería alterar drásticamente
la lógica geopolítica prevaleciente. Ese curso anularía la singularidad de una
región que ha permanecido ajena a la sangría de Medio Oriente y África. En un
escenario bélico, la caravana de migrantes centroamericanos que se aproxima a la
frontera estadounidense se transformaría en un aluvión de refugiados.
Para cualquier proyecto regional Bolsonaro necesita consolidar un eje común con
sus colegas derechistas. La disolución de UNASUR, las victorias electorales de
Duque (Colombia) y Piñera (Chile) o la permanencia de Macri (Argentina) aportan
los cimientos de esa convergencia. Pero la restauración conservadora no ha
estabilizado su primacía.
Por esa razón son muy prematuras las analogías con el período regional
reaccionario que inauguró el golpe del 64. Una etapa de ese tipo requeriría la
extinción previa de todas las secuelas del ciclo progresista, que perduran en
las relaciones sociales de fuerza de muchos países. Los dos pilares radicales de
la dinámica progresista (Venezuela y Bolivia) y su retaguardia estratégica
(Cuba) no han sido removidos.
Además, el despunte de nuevas fuerzas de centroizquierda contrapesa el avance de
la derecha. El triunfo de Bolsonaro ensombreció pero no anuló la victoria de
López Obrador (México), que desbarató el fraude y resucitó la presencia popular.
Tendencias del mismo signo se observaron en los resultados logrados por la
oposición en Colombia y Chile. El escenario latinoamericano continúa abierto.
 ¿IMITARÁ A SUS PARES DEL MUNDO?
Bolsonaro forma parte de un ascenso mundial de la ultra-derecha, que ha
capturado gobiernos (Hungría, Polonia, República Checa) y creciente influencia
en varios países (Italia, Finlandia, Suecia, Francia, Alemania, Holanda,
Israel). Su irrupción inaugura la llegada de esa oleada a Latinoamérica. La
restauración conservadora anticipó esa marea, pero sin la radicalidad
reaccionaria del capitán.
Al igual que sus pares de Europa y Estados Unidos, la derecha brasileña canaliza
el descontento generado por una degradación económico-social, que el sistema
político no atempera. La frustración con los gobiernos (o imaginarios)
progresistas alimenta esa reacción.
Todas las vertientes regresivas recurren a los mismos artificios, para auxiliar
a los grandes capitalistas con diatribas contra las franjas más desprotegidas.
Los inmigrantes son las principales víctimas de esa denigración en Europa. Las
mismas potencias que provocan el drama de los refugiados militarizan el
Mediterráneo, para impedir el ingreso de los despojados al Viejo Continente.
En Estados Unidos, el suprematismo blanco agrede con la misma contundencia a los
latinos y afro-descendientes. Difunde la ficción de “engrandecer nuevamente a
América” mediante la simple restauración de los valores conservadores. Para
transmitir fantasías parecidas de recreación del bienestar y la seguridad
perdida, Bolsonaro utiliza el chivo expiatorio de la delincuencia.
Todas las variantes de la ultra-derecha global comparten el mismo combo de
neoliberalismo con xenofobia. Por eso rechazan la inmigración, pero aceptan la
continuada circulación mundial de los capitales y las mercancías. Son
chauvinistas fascinados por el mercado que reniegan del proteccionismo de sus
antecesores.
Con su mixtura de militares y economistas ultra-liberales, Bolsonaro encarna una
modalidad extrema de esa combinación. Concentra todas las características de la
derecha descarriada, que sustituye a los exponentes civilizados del mismo palo.
La etapa de edulcorada modernización de las fuerzas reaccionarias tiende a
diluirse, para facilitar la instalación de configuraciones más brutales. Las
mediaciones tradicionales se disuelven en una nueva era de cinismo, pos-verdad y
naturalización de la mentira.
 ¿ES FASCISTA?
Las declaraciones y actitudes de Bolsonaro desbordan el autoritarismo, el
populismo o el bonapartismo. Pero incluyen rasgos fascistas sólo potenciales,
que no tienen viabilidad inmediata. Un largo trecho separa el peligro de su
concreción. La fascistización es un proceso que transita por varios estadios.
Aunque el capitán propugne esa degradación, la sociedad no comulga actualmente
con semejante involución.
El fascismo requiere condiciones ausentes en Brasil. Supone el endiosamiento de
una jefatura por fanáticos seguidores y la sustitución del sistema institucional
por un poder totalitario. Exige censura de prensa, prohibición de partidos y
aplastamiento completo de la oposición. Boslonaro se mueve por ahora en otra
órbita. Es un recién llegado a la "gran política" que actúa en el tejido
institucional. Cuenta con una base social reaccionaria poco dispuesta a
confrontar físicamente con los trabajadores organizados.
El nuevo presidente promueve una represión mayor, pero bajo el comando de
fuerzas regulares y no paramilitares. El fascismo implica un grado de violencia
muy superior a los parámetros actuales y necesita organizaciones más
verticalistas que las imperantes en el universo evangélico.
Ese sector militará contra el aborto y el matrimonio igualitario defendiendo el
rol sumiso, servil y procreador de las mujeres. Pero esos regresivos anhelos se
ubican muy lejos del enloquecido embate que alienta el cristiano-fascismo. Antes
de arrasar la impresionante diversidad cultural de Brasil, Bolsonaro deberá
doblegar una resistencia democrática inmensa.
El fascismo es un concepto genérico que incluye muchas variedades. La
reproducción del modelo clásico de Hitler y Mussolini ni siquiera está
discusión. Correspondía al contexto internacional de entre-guerra, con potencias
involucradas en batallas por la primacía global y la erradicación del comunismo.
Brasil se encuentra totalmente alejado de ese escenario.
Otros modelos más acotados de fascismo (Franco en España, Salazar en Portugal)
tampoco se amoldan al contexto de Bolsonaro. El antecedente del pinochetismo es
más pertinente. En Chile hubo totalitarismo, virulencia anticomunista y base
social anti-obrera. Pero esas características sólo completaron el perfil de un
régimen dictatorial clásico. El uribismo contiene esos mismos elementos en la
actualidad, con el agravante de paramilitares en acción y un sostén social de
larga data de la oligarquía. Sin embargo tampoco en Colombia rige un sistema
político fascista.
La ultra-derecha latinoamericana está condicionada por el status periférico de
la región. Cultiva un fascismo dependiente que comparte la fragilidad de todas
las formaciones políticas de la zona. Por ese limitante Bolsonaro nunca podría
imitar a Trump en sus divergencias con China. Brasil continuaría sometido a las
exigencias de ambos colosos.
El frecuente uso de aditamentos para caracterizar al fascismo contemporáneo
(proto, neo) confirma las diferencias con el modelo clásico. Esas singularidades
no se restringen al caso brasileño. Todas las vertientes ultra-derechistas que
actualmente agreden a los grupos más humildes propugnan modalidades del
neofascismo social. Y su defensa de la primacía del mercado las aproxima a un
novedoso fascismo neoliberal.
Estas combinaciones determinan los límites de esas configuraciones. En el
laboratorio europeo los derechistas tienden a dividirse entre alas extremas -que
pierden gravitación- y sectores preeminentes, que se amoldan al conservadurismo
tradicional. Le Pen tomó distancia primero de su padre y ahora cuestiona los
delirios retóricos de Bolsonaro.
La generalizada adhesión al neoliberalismo obstruye la reproducción del viejo
fascismo. Sus sucesores se coaligan en el Parlamento Europeo contradiciendo los
pilares nacionalistas de esa tradición. Ninguno propugna la disolución efectiva
del euro o la unión comunitaria.
El límite más contundente a un devenir fascista se verifica en Estados Unidos.
Trump nunca convalidó a las vertientes más extremas de su coalición y afronta
ahora un escenario más adverso. Con la economía reactivada y sin guerras que
convulsionen a la opinión pública ha perdido la Cámara de Representantes y su
reelección es dudosa.
Pero lo más llamativo fue el éxito de candidatos con idearios socialistas y
mujeres afro-estadounidenses, indígenas, musulmanas, latinas o de origen
palestino y somalí. En lugar del típico voto castigo canalizado por el
establishment demócrata irrumpió una generación de líderes progresistas con gran
compromiso militante. ¿Este antecedente anticipa el perfil de rechazo a los
derechistas en todo el mundo? ¿Es un espejo para Bolsonaro?
 ¿HABRÁ IMPACTO SOBRE ARGENTINA?
Los medios hegemónicos del Cono Sur identifican la elección brasileña con el
“repudio al populismo”. Auguran un efecto dominó que permitirá “acelerar las
reformas”, para competir con el giro pro-mercado del principal socio del país.
Esta sesgada interpretación pretende potenciar un sentido común favorable al
ajuste.
El gobierno complementa esa utilización con una mayor apuesta represiva. Asocia
la oleada Bolsonaro con la convalidación del apaleo a los manifestantes.
Considera que hay pierda libre para inventar terroristas, crear provocaciones y
diseminar infiltrados.
También el poder judicial acelera el montaje de causas fraudulentas, para
repetir con Cristina el operativo de encarcelamiento de Lula. Bonadío sabe que
recibirá el mismo premio que Moro por esa canallada y busca en los Cuadernos
alguna excusa para poner entre rejas a los familiares o allegados de CFK.
Pero Macri ocupa el incomodo lugar que tendría un pariente de Oderbrecht en la
presidencia de Brasil. Cualquier investigación de corrupción lo salpica de
inmediato por alguna de sus estafas al estado. Todas las exigencias para que
“devuelvan lo robado” circunvalan su fortuna.
El ascenso de Bolsonaro ha sido más utilizado por el justicialismo amigable que
por el oficialismo. Pichetto se ha situado en la cresta de la ola de xenofobia y
anticomunismo, junto a los gobernadores que coquetean con la mano dura. Sus
complicidades con el ajuste son explícitas. Aprobaron el presupuesto diseñado
por el FMI, para emitir un mensaje de continuidad del ajuste si les toca
reemplazar a Macri en el 2019.
Una reivindicación más explícita de Bolsonaro despliegan los políticos
solitarios (Olmedo) con sus comunicadores (Feinman) y acompañantes
ultra-liberales (Espert). Por ahora son tan marginales como el ex capitán en su
debut, pero aspiran a repetir su trayectoria si el sistema político eclosiona.
Nadie sabe cuánto tiempo Bolsonaro servirá como bandera de la derecha en el
país. El congelamiento del Mercosur y el privilegio de la sociedad con Chile
afectarán su rating como figura a imitar. La incomodidad será mayor, si Trump lo
elige como principal cómplice en desmedro del vasallo argentino.
Las numerosas diferencias que distinguen a la Argentina de su vecino acotan
también las posibilidades de un Bolsonaro criollo. La dictadura brasileña
coincidió con un prolongado período de crecimiento desarrollista y sus
responsables nunca fueron juzgados. En cambio Videla y Galtieri acentuaron una
regresión económica que desembocó en la aventura de Malvinas. Todos los tanteos
para revalorizar a esos genocidas desatan repudios masivos.
Tampoco la base social que sostuvo a Bolsonaro tiene correlato en las alicaídas
marchas de los sectores acomodados de Argentina. Mientras que allí colapsó el
sistema político aquí prevalece el marco institucional. Por eso Macri recurre a
la demagogia tradicional sin ensayar la brutal frontalidad de su colega.
El sentimiento anti-político que actualmente nutre el avance de la ultraderecha
brasileña presenta un contenido muy distinto, al sentido que tuvo durante la
rebelión argentina del 2001. Además, en los últimos años predominó en Brasil la
desmovilización popular y la desmoralización del progresismo. Por el contrario
Macri no ha podido doblegar la resistencia a sus medidas.
Estas disonancias recrean las diferencias históricas entre un país signado por
la convulsión y otro caracterizado por la continuidad del orden. Brasil no vivió
procesos revolucionarios, la esclavitud fue abolida con inédita tardanza y la
independencia fue proclamada por un príncipe portugués. Ningún Bolsonaro se
perfila en el corto plazo de Argentina, pero el trauma económico que se avecina
abre posibilidades de todo tipo.
 ¿CUÁLES SON LAS LECCIONES PARA LA IZQUIERDA?
Bolsonaro recurrió a una campaña virulenta contra el PT basada en infamias
orquestadas por los medios de comunicación. Pero esas injurias fueron absorbidas
por un amplio sector popular enemistado con la gestión de la última década. Esos
trabajadores escucharon, toleraron y finalmente aceptaron la propaganda de la
derecha por su defraudación con el PT. Esa decepción explica el fulminante
ascenso del troglodita.
El desencanto comenzó con el gobierno de Lula y se generalizó con el posterior
giro neoliberal. Dilma mantuvo la sociedad con Temer, estrechó lazos con los
evangelistas, convalidó la desigualdad y reafirmó los privilegios de la elite
capitalista. Afianzó, además, los turbios acuerdos con toda la casta de
políticos a sueldo. La administración petista preservó la estructura de poder y
la concentración mediática tradicional. Tuvieron muchas oportunidades para
romper ese condicionamiento y siempre optaron por mantener el status quo.
Por ese conservadurismo el PT perdió primero el apoyo de la clase media y luego
el sostén de los trabajadores. El resurgimiento reciente de Lula no alcanzó para
recomponer ese distanciamiento previo. Los dueños del país aprovecharon la
orfandad para recuperar el control directo del poder.
La partida comenzó a definirse durante las protestas del 2013. En lugar de
asumir las demandas sociales de los jóvenes el PT se ubicó en la vereda opuesta.
Su terror a la acción popular afianzó la ceguera institucionalista cultivada
durante décadas. Esa actitud condujo a la renuncia sin lucha de Dilma y a la
debilidad posterior de Lula frente a su encarcelamiento.
El PT dejó vacante la calle que ocupó la derecha. Fue derrotado en ese ámbito
mucho antes que en las urnas. El desenlace de las manifestaciones del 2014-2016
definió el resultado ulterior de los votos.
Como ha ocurrido siempre en América Latina la relación de fuerza se dilucida en
el llano y se proyecta al terreno electoral. Venezuela aporta un contraejemplo a
lo ocurrido en Brasil. En medio de una indescriptible crisis económica, con
sabotajes, conspiraciones y atentados de todo tipo, Maduro derrotó a la derecha
en los comicios, porque doblegó previamente las guarimbas en la calle.
Muchas evaluaciones del triunfo de Bolsonaro omiten este balance o presentan al
PT como simple víctima de los artilugios derechistas. Soslayan su
responsabilidad política en el resultado final. Es cierto que las batallas de la
izquierda son muy complejas en una sociedad signada por siglos de exclusión.
Pero esa dificultad se acentúa con la convalidación de los privilegios de los
poderosos.
En lugar de encarar el empoderamiento popular y la formación político-ideológica
de los trabajadores, el PT apostó a un sostén pasivo derivado de la mejora del
consumo. Quedó a merced del vaivén de la economía y dejó a las masas a
disposición de la derecha. Bolsonaro aprovechó ese hueco y logró que los propios
beneficiaros de las mejoras del petismo fueron ingratos con sus padrinos.
Lo ocurrido en Brasil ilustra cómo la ultra-derecha puede capitalizar los
fracasos de la propia derecha. En un escenario de ocaso de los viejos
conservadores, el naufragio de Temer abrió las compuertas a un infierno mayor.
Hay que aprender de esa experiencia. Si la izquierda muestra firmeza y valentía
en la lucha, los Bolsonaro de América Latina serán derrotados.
 

El autor es Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro
del EDI. Su página web es:  www.lahaine.org/katz  
 Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una
licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.

In
REBELION
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=249165
19/11/2018

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