quarta-feira, 14 de maio de 2014

Una crítica de las “dos almas” de la teoría marxista del partido


Hipótesis sobre la organización política


Martín Mosquera y Tomás Callegari
Democracia Socialista




El presente texto fue publicado en el número cero de la Revista Contra-tiempos.
Actualmente está en prensa el siguiente número de esta revista y en preparación
el sitio web.
Introducción a una problemática
Este texto pretende ser una introducción a un trabajo teórico de largo aliento
sobre la cuestión de la organización política en la historia del movimiento
socialista y la tradición marxista. Intentaremos avanzar con cautela y
precaución en un terreno sedimentado por un siglo de polémicas y donde se anudan
algunos de los dilemas más significativos de la estrategia socialista.

Las actuales discusiones sobre la “forma-partido”, la crítica a las
organizaciones burocráticas y el rechazo a la centralización, no son una novedad
en el movimiento socialista. Más allá de lo abusivo de ciertas críticas, éstas
señalan dificultades reales de la práctica política y puntos ciegos de la teoría
marxista a atender cuidadosamente por parte de cualquier intento serio de
renovar las aspiraciones emancipatorias. Es recurrente en la historia del
movimiento obrero que en paralelo a la degeneración burocrática de
organizaciones políticas o experiencias revolucionarias surjan como reacción
concepciones ingenuas que, apelando a algún tipo de unificación espontánea de
las luchas sociales, buscan volver superflua la mediación estrictamente
política. Aparece, entonces, la siempre renovada tentación de proponer una
vinculación directa, inmediata, entre el sujeto social y su praxis política,
cultural y productiva, como simple solución a la “cuestión burocrática”,
reactivando el tópico idealista de la reabsorción de lo político en lo social.
De este modo, en rigor no se resuelve el grueso problema teórico y político que
constituye el fenómeno de la burocracia para toda perspectiva emancipatoria,
sino que se anula el terreno en el que cobraba sentido como problema.

El activismo surgido durante la última década desarrolló una fuerte desconfianza
respecto a la lógica partidaria. Este rechazo es previsible si reparamos en los
rasgos sectarios y burocráticos de la izquierda tradicional, así como el impacto
del fracaso de las experiencias del “socialismo real”, con sus partidos únicos y
sus lógicas autoritarias. Frente al progresivo desencanto con este
espontaneismo, que lleva a cuestas la frustración de las ilusiones más
ambiciosas que surgieron al calor de la movilización de 2001-2002, se corre el
riesgo de pretender volver a un “centralismo puro”, sin beneficio de inventario.
Las mieles de la centralización “redescubierta” por el nuevo activismo puede
recaer en una subestimación de los perpetuos riesgos del vanguardismo, el
burocratismo y el sustituismo del movimiento de masas.

Si bien es comprensible el recelo ante la organización partidaria, resulta
excesivo responsabilizar a la “forma-partido” como tal del devenir burocrático
de las tentativas revolucionarias del siglo pasado. La tendencia a la
burocratización se asienta, más bien, en fenómenos de largo alcance histórico,
como son la autonomía del campo político, la dinámica de la división social del
trabajo y la creciente complejidad de las sociedades modernas. Su imbricación
con los procesos sociales generales, donde encuentra en la inercia de la vida
social su complemento necesario, vuelve impensable el diseño de una ingeniería
organizativa que permita desterrar de antemano los riesgos del sustituismo. Las
organizaciones sin estructuras estables no están más a salvo de las
cristalizaciones burocráticas que los partidos políticos [1] . Esto no significa
que las formas organizativas de las que se doten las clases subalternas sean
neutras respecto a sus resultados. Luego de un siglo de miserias burocráticas
surgidas desde el seno de las tentativas revolucionarias, debemos advertir que
la más amplia democracia y la auto-actividad popular han de ser el fundamento de
cualquier proyecto de emancipación. Partiendo de este suelo común, nuestro
problema consiste en identificar el lugar, el rol y la fisonomía de la, o mejor
dicho, las organizaciones políticas que intervienen en todo proceso de
construcción anticapitalista.

A los fines de aportar a la actualización de la teoría sobre la organización
política retrocederemos hacia algunos de los momentos que establecieron las
coordenadas fundamentales de la concepción del partido y su relación con los
movimientos de masas en la tradición marxista (Marx, Kautsky, Lenin, Luxemburgo,
Gramsci). Un juego de oposiciones atraviesa este largo debate:
espontaneidad/conciencia, clase/partido, movimiento/institución. Estas
oposiciones suelen proyectarse hacia dos concepciones organizativas diferentes:
el partido como auto-organización política del conjunto de la clase y el partido
como destacamento de vanguardia de los obreros más conscientes y los
intelectuales socialistas. Estas “dos almas” de la teoría marxista del partido
político, por supuesto, conllevan sus estrategias revolucionarias
correspondientes.

Sin ninguna pretensión de síntesis ecléctica, en el presente trabajo
intentaremos reexaminar críticamente ambas concepciones para lograr desplazarnos
hacia un terreno donde se debilite la polaridad excluyente entre ambas
propuestas organizativas. Intentaremos mostrar que reconocer la multiplicidad y
complementariedad de los instrumentos organizativos de las clases subalternas
resulta decisivo para una estrategia socialista que sea, a la vez, estrategia de
desgaste y de enfrentamiento. Y en esta multiplicidad tanto los movimientos
amplios, transitorios y laxos como las organizaciones centralizadas de cuadros
cumplen un rol, no necesariamente contrapuesto o excluyente. También
intentaremos mostrar, en algunas de las experiencias más decisivas de la lucha
de clases del siglo pasado, que la historia del movimiento socialista presenta,
al revés de las interpretaciones canónicas, momentos de articulación entre ambas
formas organizativas.

No buscamos acercarnos a ninguno de estos temas, autores o experiencias con una
pretensión de análisis exhaustivo. Más bien queremos comenzar a dar forma a
algunas hipótesis que permitan repensar la cuestión de las herramientas
organizativas en las condiciones sociales y políticas actualmente existentes.

Marx y las organizaciones obreras. Espontaneísmo y partido-clase
Las concepciones espontaneístas tienen una larga historia en la filosofía
política y el marxismo, y pueden remitir a dos fundamentos diferentes: o bien se
considera que una determinación objetiva externa a la acción política de los
hombres (como las anónimas fuerzas productivas) “hacen todo el trabajo”, o se
postula cierta armonía preestablecida de las relaciones humanas, cierta
disposición originaria inhibida del sujeto social, de modo que para alcanzar la
emancipación sólo hace falta despojarse de las instituciones que,
rousseneanamente, estropean la bondad natural, el “comunismo” espontáneo de las
masas. Como veremos, en la obra de Marx podemos encontrar ambas versiones de
este razonamiento que soslaya el lugar diferenciado de la política como un campo
autónomo e irreductible. Desde un enfoque hegeliano, la concepción de lo
político como mera forma expresiva de lo social impone a Marx la tendencia a
reducirlo a resultado pasivo de un proceso que le es exterior. En ambos casos,
la “emancipación humana” se identifica con la extinción del Estado y la
desaparición de la política como tal [2].

Ya tempranamente Marx, tal como lo enuncia explícitamente en el Manifiesto
comunista, fue contrario a la idea de fundar o participar de lo que hoy
denominaríamos, después del bolchevismo, un “partido revolucionario” en sentido
estricto. No se preocupaba por crear organizaciones que se ajustaran a sus
ideas, sino que se unía a las organizaciones obreras existentes con el objeto de
influirlas y ganarlas para las posiciones del socialismo científico. La
determinación del ser social contenía por sí misma el acceso consciente, más o
menos demorado, a la opción política por el comunismo. Por tanto, la tarea
política de los comunistas consistía en mezclarse entre los trabajadores, en las
organizaciones más dinámicas, con cierta independencia de su programa explícito,
facilitando la expansión de las posiciones revolucionarias aun en el seno de las
organizaciones con direcciones pequeño burguesas o reformistas.
Complementariamente, no puede encontrarse en la obra de Marx una teoría
sistemática y articulada sobre el partido o la organización política. Como han
señalado sucesivos autores, la cuestión del partido se enmarca en el déficit más
general relativo a la inexistencia de una teoría marxista específica sobre la
política (es decir, sobre el Estado, la representación, el derecho, la
organización), que acompaña la subestimación del lugar propio de la mediación
partidaria.

En el joven Marx, el ser genérico, de raíz feuerbachiana, le permite identificar
la realidad social como el reflejo dialéctico, alienado, de una unidad
desgarrada: ya no la Idea especulativa de Hegel, sino la naturaleza humana como
sociabilidad armónicamente libre. Dice Marx en los Manuscritos de París: “El
hombre es un ser genérico, no sólo porque práctica y teóricamente convierte en
objeto suyo al género, tanto al propio como al de las restantes cosas, sino
también (…) porque se relaciona consigo mismo como con un ser universal y, por
ello, libre.” [3] . Cada hombre individual es un ser que lleva en sí la
totalidad de la esencia humana, ya plenamente constituida; en razón de lo cual
se entiende que lleve también en sí, ya plenamente constituidas, las condiciones
necesarias y suficientes para la redefinición de sus relaciones sociales de
manera espontáneamente armónica, autónomamente libre, y esencialmente universal.


Una vez identificado el momento de la unidad (el ser genérico) y su “ruptura”
(su objetivación alienada en la sociedad de clases), se puede proyectar el nivel
superior de la “recomposición” que lleve a cabo la “negación de la negación”, es
decir, una sociedad plena que se ajuste cabalmente a la naturaleza del hombre,
una realidad social que se atenga íntegramente a su verdad. “Marx llama, en la
Cuestión judía, “democracia” a este punto de partida, modelo-esencia que sirve
de referencia antitética de lo realmente existente (el “Estado abstracto”): un
régimen de convivencia igualitaria donde los nexos interhumanos se universalizan
directamente, sin necesidad de la mediación artificial de la política, donde el
hombre se refleja sin contradicción” [4] . El hombre de la “democracia”, o el
comunismo, no necesita de la política ni del Estado, porque en tanto puede
expresar su esencia sin contradicciones, ha retornado a su unidad perdida, a la
vinculación plenamente armónica con la sociedad universal sin mediaciones. Lo
político en la “sociedad transparente” se reduce, en la línea del positivismo
saintsimoniano, a la dimensión técnico-administrativa de la “gestión de las
cosas”, entendida como la antítesis superadora de lo político como “dominio de
los hombres”.

El Marx maduro, que deja atrás en buena medida el lenguaje humanista
feuerbachiano, parte de una fuerte previsión sociológica que lo conduce a
conclusiones similares por otros medios. Marx supone que el propio desarrollo
capitalista iría haciendo madurar naturalmente al proletariado en su
constitución como sujeto social y político. En la medida en que se profundizara
el desarrollo capitalista se simplificaría la estructura social y se unificaría
la clase obrera, facilitando la toma de conciencia y la organización. La
transparente continuidad entre la posición social y la opción política
garantizaba la espontánea convergencia revolucionaria del proletariado unificado
por el programa común de sus verdaderos intereses. Un fuerte “optimismo del
intelecto” dictaba que el desarrollo industrial estaba conduciendo a una crisis
económica, a la par que crecían exigencias en el seno del capitalismo
incompatibles con él, según la fórmula de que el desarrollo de las fuerzas
productivas chocaría y superaría a las relaciones sociales burguesas de
producción en una contradicción última y definitiva. De esta forma, el
proletariado se expresaría inmediatamente como fuerza revolucionaria, sin la
ayuda de una mediación política “exterior”.

Con estos presupuestos, Marx aborda la cuestión del partido político. Es así que
el partido no puede tener para él carácter alguno de exterioridad respecto de la
clase misma. Por el contrario, para Marx el partido es el mismo proletariado
organizado políticamente en la medida en que asume sus intereses y se eleva al
nivel de sus tareas históricas. El significado del término “partido” indicaba,
en este sentido, no una determinada organización instituida, sino el rol
histórico y político que la clase tenía por sí misma, dado su ser social
específico: una u otra organización política surgida de su seno podía ser la
expresión contingente y variable de ese partido. Del mismo modo en que la nueva
sociedad no segregaría un Estado propio, por fuera de su ser social inmediato,
el proletariado en lucha tampoco produciría una institución aparte, distinta de
su existencia inmediata. “Si en Marx, por consiguiente, no hay una teoría del
partido, es porque en su teoría de la revolución no existe necesidad de ella ni
espacio para la misma”. [5]

Marx diferencia entre el “partido efímero”, las diversas organizaciones
políticas del proletariado, y el “partido histórico”, la clase obrera en su
devenir sujeto, a la vez que casi los vuelve indistinguibles. El primero es la
forma provisoria y transitoria del segundo. Así, con Marx se inicia una
concepción del partido que piensa a éste como el movimiento hacia la
auto-organización política de toda la clase obrera, en base a una virtual
indistinción entre la fuerza social (la clase) y el agente político (el
partido).

Una lógica común en la concepción de lo político (y por tanto del partido)
subyace a las orientaciones estratégicas que primaron en las experiencias de la
I y II Internacional, a pesar de los evidentes desplazamientos organizativos y
programáticos. Ambas basaron sus estrategias en una visión del partido como
expresión inmediata de la lucha de clases y del estadío vigente del capitalismo.
Según este modelo, el rol del partido tiende a reducirse a tareas pedagógicas,
de propaganda, de acompañamiento y sistematización de la experiencia de las
masas y de las múltiples luchas en curso. De esta manera, los grandes partidos
socialdemócratas europeos del siglo XIX encaran tareas educativas e ideológicas
en el seno de la clase trabajadora que los convierten en fuerzas de masas e
inmensos aparatos políticos, casi indistinguibles del movimiento obrero mismo,
tanto en su extensión como en su heterogeneidad ideológica. El marco estratégico
social-demócrata no pasaba por la búsqueda de la confrontación directa con el
Estado burgués sino por un gradual desgaste de sus condiciones de posibilidad.
Decía Kautsky, “la socialdemocracia es un partido revolucionario, no un partido
que hace revoluciones”. [6]

A tal punto el partido es concebido a lo largo de todo este período como la
cáscara residual del desarrollo espontáneo e inmanente del agente real de la
historia que Engels llega a preguntarse en 1891 si la clase obrera alemana no
podría prescindir del Partido Socialdemócrata, si no haría mejor en deshacerse
de esa “banda de burócratas” que integraban la dirección del partido y
arreglárselas por su cuenta, liberada de su jurisdicción y su guía [7].

Innumerables veces cuando se quiso encontrar un refugio o un punto de referencia
para una concepción socialista de la organización alternativa a las formas
dominantes (al paradigma leninista de partido, ante todo) se creyó encontrarla
en el retorno a los mismos textos del viejo y buen Marx (Luxemburgo, Pannekoek,
Hal Draper). ¿Quedan, sin más, comprometidas estas concepciones fuertemente
centradas en la auto-actividad de la clase obrera, críticas de todo sectarismo o
sustituismo, en tanto parte orgánica de un cuadro general donde no se identifica
el lugar diferenciado de la política?

Para Marx las organizaciones políticas particulares del proletariado siempre son
instrumentos transitorios, que en ciertas coyunturas permiten apuntalar el
avance de la clase obrera, “el partido histórico”. Nunca una organización
política particular constituye una forma acabada, un modelo organizativo
consumado, sino expresiones circunstanciales del movimiento real de la clase
obrera. Incluso, la idea misma de una forma organizativa consumada sería, para
Marx, un oxímoron, un artificio anti-histórico. Los partidos obreros son la
forma de expresión, siempre parcial e imperfecta, del sujeto social emergente.
De allí la furibunda crítica de Marx a los sectarios y utopistas, a los que
pregonan verdades eternas al margen del movimiento vivo de las luchas reales,
aquellos “alquimistas de la revolución”.

Más allá de la ingenua tendencia a la identificación entre el partido y la
clase, entre lo político y lo social, encontramos poderosas intuiciones que
alertan respecto a los peligros del vanguardismo y el sustituismo. La
organización revolucionaria debe considerarse permanentemente al servicio de una
lucha que tiene “sus momentos propios, sus niveles políticos autónomos” [8] .
Esto vale tanto para la autonomía del movimiento social, como para la relación
entre los núcleos ideológicos del marxismo revolucionario y los movimientos
políticos amplios. El partido debe aspirar a establecer formas de
relacionamiento con las organizaciones y movimientos en los que participa que no
se reduzcan a la instrumentalización y la subordinación para no devaluar su
propio programa basado en el creciente protagonismo democrático de las clases
subalternas. Esto implica superar el modelo de la separación necesaria entre el
momento puramente reivindicativo de la lucha social y el momento político como
responsabilidad exclusiva del partido, para pensar la politización como un
proceso multifacético, sin centros monopólicos. Estas advertencias constituyen
una valiosísima referencia para evitar el desplazamiento del sujeto histórico de
la clase a una vanguardia política externa que se erija a sí misma como único
principio de evaluación y regulación del proceso de masas.

El carácter imperfecto y transitorio de la organización política permite pensar
en base a una ductilidad y apertura organizativa más radical que las frecuentes
versiones jacobinas del partido-vanguardia cerrado sobre su propio
auto-discurso. La lucha política puede adoptar formas muy diferentes, según los
contextos y las características sociales y nacionales. En etapas defensivas, de
repliegue y recomposición, la dimensión política bien puede, por ejemplo, casi
indistinguirse con la construcción social. La mejor continuación de este
concepto difuso, dúctil y procesual que Marx forja sobre la organización
política la realiza Hal Draper en su crítica al sectarismo. “La alternativa [a
la forma-secta] era actuar como una corriente en el movimiento de clase. Debe
distinguirse claramente entre estas dos formas de organización. El movimiento de
clase está basado y cementado por su rol en la lucha de clases. La secta se basa
y se cementa en sus ideas especiales o programa. La historia del movimiento
socialista comenzó en la mayoría de los casos con sectas (continuando la
tradición de los movimientos religiosos). Fue el continuo desarrollo de la clase
trabajadora lo que posibilitó llegar a partidos de masa que también procuraban
representar y reflejar a toda la clase-en-movimiento. El ejemplo del movimiento
de clase, en contraposición a la secta, fue dado por la Primera Internacional:
ésta quebró las líneas sectarias (incluso inicialmente no incluyó el socialismo
en su programa). Los estatutos, presentados por Marx, procuraban organizar el
movimiento de la clase obrera en todas sus formas. Muchas de sus características
fueron continuadas por la Segunda Internacional, a la cual sólo los sindicatos
no estaban afiliados” [9].

Haciendo un balance de las experiencias partidarias de la posguerra que se
consideraban herederas del bolchevismo, sostiene Draper: “hay una falacia
fundamental en la idea de que el camino de la miniaturización (imitando un
partido de masas en miniatura) es el camino al partido revolucionario de masas.
Si se intenta crear una miniatura de un partido de masas, no se consigue un
partido de masas miniaturizado, sino un monstruo. La razón básica es la
siguiente: el principio vital de un partido revolucionario de masas no es
simplemente su programa completo, que puede copiarse sin más que un activista
mecanógrafo y puede ser ampliado o reducido como un acordeón. Su principio vital
es su involucramiento integral como una parte del movimiento de la clase obrera,
su inmersión en la lucha de clases no por la decisión de un Comité Central, sino
porque vive en ella. Este principio vital no puede imitarse o miniaturizarse; no
se reduce como un dibujo animado ni se encoge como una camisa de lana. Como una
reacción nuclear, este fenómeno se produce únicamente cuando existe una masa
crítica, por debajo de la cual el fenómeno no es menor, sino que desaparece”.
[10]

Rosa Luxemburgo es otra continuadora de la lógica organizativa propuesta por
Marx, fundamentalmente a partir de su concepto de partido-proceso. Pese a cierto
arrastre de resabios hegelianos – donde el proceso se identifica con la
exteriorización evolutiva de las determinaciones que la clase conlleva “en si”
[11] -, hay en Luxemburgo una penetrante intuición crítica respecto a las
concepciones organizativas que consideran que lo que separa un pequeño núcleo
político de una dirección revolucionaria de masas es una mera cuestión
cuantitativa. El partido-proceso involucra sus aspectos cualitativos más íntimos
en el transcurso histórico y en la coyuntura específica de la lucha de clases.
Despojado de todo concepto “universal” de organización política, se arma de una
amplia ductilidad táctica y organizativa, por la cual puede transformarse en
partido amplio o estrecho, puede convertirse en un grupo de propaganda o
indistinguirse con el movimiento social, según las presiones y las
características de la etapa.

Nuestra historia reciente brinda un ejemplo paradigmático de esta lógica en el
proceso de recomposición organizativa de las clases subalternas que se inicia a
fines de los noventa. La primera fase de ascenso de las luchas debió lidiar con
un contexto marcado por el más amplio desarme político y organizativo de los
sectores populares, producto de la derrota histórica que había sufrido la clase
trabajadora en las últimas décadas del siglo. En tal etapa, el surgimiento de
las luchas sociales más elementales, de movimientos reivindicativos sin mayor
elaboración programática, constituyeron una genuina forma de lucha política para
un momento en que lo prioritario pasaba por la regeneración del tejido social y
organizativo, requisito elemental para una posible reconstrucción política del
movimiento socialista.

“Un paso del movimiento real vale más que mil programas”, va a ser la sentencia
que expresa la prioridad estratégica que toda organización debe fijar en aquello
que la trasciende. Esta es el “núcleo racional” de la intuición de Marx que hay
que desgajar de la “corteza mística” de la identificación del ser social y la
conciencia política, y la derivada pretensión de extinción del Estado. Por su
parte, será justamente aquella indistinción entre clase y organización política
lo que cuestionará Lenin, enfatizando la necesidad de introducir los vectores de
la ciencia socialista “desde afuera” del ser inmediato de la clase trabajadora.
Sin embargo, tan fuerte es la influencia de aquellas visiones espontaneístas que
incluso Lenin, el primer político del marxismo, elabora una concepción del
Estado y la política que se mueve íntegramente en el campo idealista de la
reabsorción de lo político en lo social, retrocediendo sobre sus mejores
intuiciones politicistas. En efecto, a la hora de delinear los trazos gruesos de
su teoría del Estado en el pasaje de la fase socialista a la comunista, Lenin
acude acríticamente en El Estado y la revolución a los planteos gradualistas y
economicistas de Engels sobre la extinción natural del Estado. Una vez abolida
la “contradicción principal” de la explotación del trabajo, destruida por tanto
la ideología que la clase capitalista hacía pesar sobre los trabajadores, el
optimismo de Lenin reposará en la capacidad de la clase obrera para apropiarse
progresivamente del Estado, volviéndolo tendencialmente indistinto respecto de
su ser social. Ninguna necesidad de una táctica específica para la clase
trabajadora en el terreno particular del Estado y la compleja cuestión de la
“contradicción política” sino, nuevamente, la vieja confianza en la
espontaneidad del curso de las cosas, desembarazadas de los obstáculos que
encorsetaban su potencia transformadora.

Tan pesado es el acervo teórico espontaneísta legado por las tradiciones
revolucionarias, que la fuerte intuición política de Lenin no basta para
despejar el misticismo de una teoría que guardaba mayor coherencia y cohesión
con el marco estratégico de la socialdemocracia que con la ruptura que
significaba el concepto leninista del partido. Este lastre idealista no será
inocente en la subestimación por parte de Lenin del problema burocrático, que
recién va a comenzar a advertir en sus últimos meses de vida, cuando se vuelve
crecientemente sensible a los “peligros profesionales del poder” mientras
observaba la emergencia a su alrededor del vasto fenómeno burocrático que
conoceríamos como estalinismo.

La ruptura de Lenin: el partido-vanguardia

Hacer un balance serio y recuperar críticamente el legado teórico de Lenin
supone partir de una fuerte delimitación respecto de las corrientes mayoritarias
en la izquierda revolucionaria que, considerándose herederas directas del
bolchevismo, redujeron la rica y multifacética obra teórica y práctica del
revolucionario ruso a la fórmula del hiper-centralismo y el monolitismo
organizativo. Para estas concepciones, al igual que para los anti-leninistas
tout cour, la imagen construida de Lenin es la de quien, al estilo blanquista,
propone una organización política alejada de las masas a las que pretende
dirigir. “Un grupo de especialistas profesionales colocados ‘afuera’ del
movimiento de masas real, unido por una completa coherencia de doctrina,
homogénea en sus procedimientos, absolutamente centralizado en sus acciones, que
procede de manera conspirativa y que se ha venido arrogando la propiedad
indiscutida de los intereses históricos de la clase trabajadora” [12].

¿Cuál es el núcleo de ruptura que aporta Lenin a la teoría socialista del
partido? En la famosa discusión con Martov sobre los estatutos [13] , que divide
a bolcheviques y mencheviques, “Lenin está llevando a fondo, y por primera vez
de manera explícita, su ruptura con la concepción del «partido-clase» (esto es,
partido de toda la clase), presente hasta el momento en toda la literatura
marxista” [14] . Para Lenin únicamente deben ser miembros del partido los
obreros más conscientes, junto a la intelectualidad socialista proveniente de la
pequeña burguesía. La clase puede despojarse de su subordinación a la burguesía,
puede convertirse en sujeto, sólo a través de la mediación del partido. Éste no
debe limitarse a acompañar y esclarecer la experiencia de las masas, sino que
debe anteponerse a esa experiencia: poseer un análisis general de la coyuntura y
la situación relativa de los distintos conflictos particulares, llevar una
evaluación permanente de las correlaciones de fuerza, agitar consignas adecuadas
a un determinado momento político y ser capaz de señalar el rumbo a tomar. “La
idea es la de un partido estratega, un partido que organiza las luchas
proponiendo sus objetivos y que puede, por otra parte, organizar y limitar las
derrotas, preparando la retirada cuando fuera necesario” [15].

Si el partido-clase acompaña y esclarece la experiencia de las masas, el
partido-estratega combate los elementos burgueses, reformistas y conservadores
arraigados en la propia clase obrera, a los fines de articular una estrategia de
confrontación directa con el poder. Esta concepción de la política y el partido
por parte de Lenin supone el reconocimiento del carácter inevitablemente
heterogéneo de la clase obrera. En contraste con la influencia romántica del
marxismo donde se piensa lo social como una unidad sólo temporalmente
desgarrada, desde el momento en que se afirma que partido y clase no se
confunden emerge el terreno de lo político, cuya mediación se vuelve ahora un
paso obligado. Pero, por esto mismo, engendra nuevos peligros, consustanciales a
la delicada cuestión de la organización política “externa”.

El planteo de Lenin en el ¿Qué hacer? parte del supuesto, simétricamente
contrario al paradigma del partido-clase, de que la clase obrera es incapaz de
alcanzar espontáneamente conocimiento cabal de su situación real, elevarse hacia
el plano político y tomar conciencia de sus tareas históricas. En su combate
contra la dominación del capital, por muy contundentes que sean sus
enfrentamientos, el obrero está incapacitado para rebasar justamente la
conciencia dominante, que lo ubica como un vendedor de esa mercancía muy
especial que es su fuerza de trabajo y lo ciñe, por tanto, a los límites del
nivel de conciencia tradeunionista o economicista. Así, la tarea del partido
consiste en una operación externa de sustracción de la influencia de la
ideología burguesa sobre la clase obrera. La conciencia “de clase” en sentido
estricto, el punto de vista revolucionario a la altura de su rol histórico, ha
de ser indefectiblemente aportada por el influjo de la ciencia marxista, lejos
de la fábrica y al margen de los sindicatos, separada de los ámbitos de
sociabilidad inmediatos del proletariado y encarnada por el partido.

El concepto de la “introducción de la conciencia socialista desde el exterior” a
las luchas obreras tiene su antecedente directo en el pensamiento de Kautsky y,
todavía antes, en los “conspiradores” que Marx critica por su secretismo
sectario. Lenin utiliza esta concepción para apuntalar la novedad de un partido
de combate que debe tomar en sus manos la tarea de preparar la revolución,
descartadas las expectativas de que el curso natural de las cosas se oriente en
esa dirección. Lenin en el ¿Qué hacer? sólo puede fundar este nuevo desafío a
condición de despojarse de la ilusión de una clase obrera esencialmente
revolucionaria, pero funda su necesidad en un nuevo esencialismo: el de una
clase obrera naturalmente incapaz de superar por si misma el plano
reivindicativo. La externalidad, como momento irreductiblemente político, que se
separa de la inercia de las cosas para actuar sobre ella y darle forma, asume
por tanto en 1902 las características de un Iluminismo jacobino en base a la
intelligentsia socialista, de militantes profesionales del partido, erigido como
epicentro de la auténtica actividad revolucionaria.

Por el contrario, como muestran distintas experiencias históricas concretas de
la clase trabajadora, en momentos de alta conflictividad, ésta es capaz de
alcanzar niveles de politización que superan largamente el nivel tradeunionista.
Una amplia variedad de movimientos, surgidos directamente del seno de la clase
trabajadora, demostraron tener un carácter superior al economicista, como fueron
las jornadas de junio de 1848, la comuna de París, las revoluciones de 1905 y
febrero de 1917, las de las repúblicas húngara y bávara de los soviets en 1918 y
1919 [16] . Lenin mismo reconocería que estos fenómenos desmentían su distinción
concluyente. En rigor, tal como el mismo Lenin reclama que se entienda su
folleto, las tesis del ¿Qué hacer?, lejos de postular un modelo general de
partido universalmente válido, responden a urgencias de una coyuntura atravesada
por fuertes debates con tendencias espontaneistas del POSDR y en un contexto
marcado por la clandestinidad.

Varios autores – como Norman Geras, Daniel Bensaid, Slavoj Zizek o, en nuestro
medio, Rolando Astarita [17] – han intentado rescatar el desplazamiento,
imperceptible para el propio Lenin, que su planteo realiza frente a la posición
estrictamente positivista e intelectualista de Kautsky. Mientras este último
entiende la conciencia política como “exterior a la lucha de clases” como tal,
Lenin está refiriéndose a la conciencia socialista exterior “a la lucha
económica de la clase”. Mientras que Kautsky establece efectivamente el asiento
preferencial en los cerebros de los intelectuales pequeño burgueses que tienen
la función de ilustrar a las masas inconscientes, el escrito de Lenin se refiere
a la conciencia política elaborada por un partido obrero (del cual son miembros
intelectuales socialistas burgueses, así como trabajadores que, en tanto
militantes de partido, cumplen una función intelectual). Este señalamiento
semántico es correcto, pero no alcanza para desmentir la tendencia sustituista y
excesivamente partido-céntrica del concepto de “introducción desde afuera de la
conciencia socialista”.

A más de un siglo de la redacción de este documento de polémica, no es difícil,
ni significa un gran hallazgo teórico, criticar ciertas fórmulas toscas allí
elaboradas. Sin embargo, el ¿Qué hacer? no deja de plantear – con sus
elementales recursos a la mano y recurriendo a la autoridad del teórico marxista
más reconocido de su época – un tema que sobrevive a la inflexión jacobina del
texto y que plantea un corte definitivo en la teoría marxista del partido: la
cuestión de la externalidad. La organización política de los trabajadores
siempre es externa al ser social, pero no como portadora iluminada del
conocimiento científico que ellos no pueden alcanzar por sí mismos, sino en el
sentido de que no le es natural. La organización política es necesariamente un
medio artificial, en el sentido estricto de la palabra, exterior a los ámbitos
de sociabilidad natural de la clase trabajadora. Es una construcción de la que
se dotan sectores siempre parciales de las clases populares. En este sentido,
cualquier pretensión de “interioridad” del partido a la clase o al movimiento
social es una ilusión que disimula el fenómeno real e impide actuar frente a los
riesgos reales de esta exterioridad. De la misma manera en que el plano político
no puede ser absorbido plenamente en lo social, las organizaciones de la clase
guardan siempre su carácter de opacidad y refracción respecto del ser social
inmediato del conjunto de los trabajadores, primordialmente porque se fundan
como resistencia a la inercia hegemónica de la ideología burguesa.

Que lo político no sea continuidad homogénea de lo social nos enfrenta a una
dificultad real e irreductible que se mostró en toda su crudeza en las
experiencias burocráticas del siglo pasado: la representación de unos por otros
pierde armonía y se expone a los riesgos del burocratismo y el verticalismo
autoritario. Las concepciones del partido como representante inequívoco de la
clase trabajadora, depositario de la ciencia marxista y Sujeto Absoluto de la
emancipación social, son los términos de la degeneración burocrática que
conocimos como estalinismo. Si bien resultaría equivocado identificar la
revolución bolchevique con su contra-revolución burocrática, no podemos
desconocer que algunos de los dispositivos organizativos y de las decisiones
tomadas en situación de “emergencia” por los bolcheviques tuvieron continuidad y
facilitaron la concepción autoritaria y policial del partido del estalinismo.
Lejos de cualquier idealización de la experiencia bolchevique, no podemos
desconocer momentos burocráticos y sectarios en la profusa obra teórico-práctica
de Lenin que, hipostasiada ésta y unilateralizados aquellos, han dado lugar a
una concepción de la organización política que es un obstáculo mayor para las
actuales experiencias emancipatorias.

La experiencia rusa y el partido orgánico

La interpretación que hace el leninismo “oficial” de la revolución rusa y del
papel dirigente de Lenin refiere a la aplicación escrupulosa de las fórmulas
centralistas del ¿Qué hacer? por parte de los bolcheviques, quienes, por la
corrección de su programa y la disciplina de su metodología, pudieron pasar en
cuestión de meses de ser una “insignificante minoría” a encabezar la primera
revolución obrera triunfante. Sin embargo, la historia de la socialdemocracia
rusa, la ruptura bolchevique y la insurrección de octubre poco tienen que ver
con esta imagen simplificada, hecha a la medida del sectarismo de la izquierda
tradicional.

La extendida pertenencia de la corriente bolchevique al Partido Obrero
Socialdemócrata Ruso no es un hecho que pueda menospreciarse como efecto de un
déficit o error convenientemente corregido. Su convergencia en la organización
más representativa de las masas trabajadoras fue, por el contrario, la condición
de su inserción en la vida política del proletariado, habilitada precisamente
por la heterogeneidad ideológica, la incesante proliferación de debates y la
conformación permanente de tendencias internas que caracterizaron a la
socialdemocracia rusa. Sin esa convivencia perseverante y sin esa imbricación
con la pluralidad de elementos existentes al interior del partido de la clase
trabajadora no sería posible concebir su carnadura en las masas rusas. Ninguna
corrección programática ni política de delimitación habrían valido como
sustituto de ese arraigo en la cultura popular que, aun tras periodos de
incidencia minoritaria, le permitió ganar la confianza de las mayorías y
terminar erigiéndose en dirección del proceso revolucionario.

Es pertinente el concepto de partido orgánico que algunos autores utilizan para
describir la trayectoria del bolchevismo, desde ala izquierda del POSDR a
partido independiente que encabeza la insurrección y conquista la mayoría en los
soviets [18] . Permite visibilizar la diferencia sustancial entre un núcleo
militante con vocación abstracta de conducción de un proceso revolucionario pero
recortado del movimiento social real, y un partido o tendencia que parte de
tradiciones arraigadas en los sectores subalternos para construir una hegemonía
revolucionaria. El concepto de partido orgánico recupera un aspecto decisivo que
el planteo del partido-clase originalmente proponía, pese a sus limitaciones
teóricas. La organización política, aunque no puede dejar de ser una
organización particular y, por tanto, con su grado de “externalidad” respecto de
la vida social, debe lograr un alto nivel de conexión con las tradiciones, la
cultura, la sensibilidad, el estilo de vida y las aspiraciones de las clases
subalternas de modo que el hiato irreductible entre lo social y lo político no
se convierta en un abismo. La “continuidad” entre lo social y lo político, así,
se vuelve una aspiración de cara a la conquista de las masas.

No puede soslayarse el hecho de que los esfuerzos argumentativos leninistas a
favor del centralismo y la homogeneidad partidaria, correctos en numerosas
ocasiones, se daban en un contexto diametralmente inverso, con el objeto de
“enderezar la vara” en una cultura política caracterizada por un amplio
pluralismo político y un excesivo federalismo organizativo. El partido
bolchevique, muy lejos de la imagen convencional de una organización
íntegramente compacta, en sus momentos de cierta masividad nunca fue más que una
red de células militantes, con muchos márgenes de autonomía, y poca comunicación
horizontal y vertical. En muchos casos, los círculos de bolcheviques y
mencheviques se mantenían unificados, o con muchísimo intercambio y convivencia
militante, aún después de la ruptura de la socialdemocracia. Si el “centralista”
partido bolchevique admitía en los hechos tamaña promiscuidad organizativa, la
socialdemocracia apenas representaba un vago movimiento político. Estas
concepciones, protagonizadas por quienes son considerados los fundadores del
monolitismo partidario, se encuentran muy alejadas de las formas organizativas y
la cultura política de nuestra época. De hecho, se encuentran más cerca del
“movimientismo” de Marx y los orígenes de las organizaciones obreras que del
encierro sectario y el centralismo burocrático característico de buena parte de
la izquierda tradicional.

La búsqueda organizativa de nuestro siglo
Una teoría de la organización se halla íntimamente vinculada con una hipótesis
estratégica sobre la revolución y no puede ser abstraída de ella. El
partido-vanguardia de Lenin, así como el partido-clase de Marx y la
socialdemocracia europea, se enmarcan en hipótesis estratégicas disímiles. Para
la socialdemocracia, la lucha anticapitalista se basaba en un desarrollo social
y político gradual, donde el partido se concentra en desarrollar tareas
culturales, educativas e ideológicas en la clase trabajadora, al calor de la
conquista de reformas sociales, con la aspiración de que el capitalismo
terminaría por caer como fruto maduro luego de un extendido proceso histórico.
En una época donde los mecanismos de integración de la clase trabajadora al
sistema social apenas estaban comenzando, esta estrategia dio lugar a inmensas
construcciones culturales y sociales por parte del movimiento obrero. La
socialdemocracia alemana y el laborismo inglés son las mayores expresiones de
esta “sociedad dentro de la sociedad” que significó el socialismo europeo a
comienzos del siglo XX. La vida del trabajador se desarrollaba casi
completamente en ámbitos de distinto tipo pertenecientes o vinculados al partido
(el sindicato, la biblioteca, la cooperativa, la casa de cultura, el club,
etc.), dando lugar a un riquísimo espacio público de la clase trabajadora. La
traición social-demócrata ante la “gran guerra”, en el marco de una estrategia
gradualista, reformista y progresivamente conservadora, suele obliterar la
mirada sobre el fenómeno global más significativo. La experiencia de 1917-1921 –
con procesos revolucionarios atravesando a la mitad de Europa, protagonizados
por fracciones revolucionarias que rompían con el reformismo de la
socialdemocracia para embarcarse en una estrategia de enfrentamiento directo con
el Estado – resultaría impensable sin el precedente de aquel inmenso y largo
trabajo cultural (de hegemonía política y moral, diría Gramsci). Este trabajo
previo, protagonizado por el socialismo europeo, requirió de otras formas
organizativas, más laxas, más abiertas, que las propias del enfrentamiento
directo con el Estado, que después se generalizarían y podrían demostrar también
su eficacia. Aún en sociedades con un escaso desarrollo de las instituciones de
la sociedad civil, no puede dimensionarse la efectividad de las estrategias de
enfrentamiento y de los partidos de combate sin reconocer las décadas de
construcción social y política que la socialdemocracia venía desenvolviendo
desde el siglo XIX.

Una cuestión de método es importante para captar el fenómeno global que estamos
queriendo señalar. Cuando se identifica el valor de cierta intervención (por
ejemplo los esfuerzos por “enderezar la vara” de Lenin contra el excesivo
federalismo y movimientismo ruso) haciendo abstracción de las características
del medio social de su aplicación, se comete el error de perder la esencia misma
del gesto en cuestión. Cuando se reivindica el duro centralismo que pregona
Lenin, ignorando que su contexto de aplicación era el de un amplísimo pluralismo
ideológico, se pierde la razón de ser y la eficacia de dicho centralismo. Lo
mismo puede afirmarse en relación al partido-vanguardia, del cual sólo puede
estimarse cabalmente su valor y eficacia como dispositivo organizativo si se lo
integra al cuadro del ambiente social y cultural construido por la
social-democracia. Para utilizar una metáfora hegeliana, el centralismo
leninista es una unidad que “contiene” la inmensa multiplicidad previa del
pluralismo ideológico y organizativo, una unidad que “supera y conserva” la
diferencia. En cambio, cuando se aplica el férreo centralismo “en el vacío” sólo
nos queda la unidad indiferenciada, monolítica. Esta unidad monolítica
abstracta, que hoy es mayoritaria en el amplio espectro de la izquierda
revolucionaria, es en rigor invención del estalinismo (con el antecedente de los
excesos centralistas de Lenin, como las 21 condiciones de ingreso a la
Comintern).

El partido-monolítico era para ese entonces absolutamente extraño a las
tradiciones organizativas del socialismo, donde estaba naturalizada la
existencia de tendencias, la intensa vida interna y las múltiples influencias
ideológicas. Comparemos la rica producción teórica del movimiento socialista de
principios de siglo (desde Karl Koch y Pannekoek al mismo Lenin o Trotsky, del
austro-marxismo al debate Berstein-Kautsky, desde Rosa Luxemburgo a Hilferding,
de Plejanov a Bogdanov), contra el silencio de la ortodoxia que recorrió el
marxismo hasta entrados los años ’60. Como los camellos en el Corán según
Borges, a nadie se le ocurrió teorizar lo que era el hábitat natural del
movimiento socialista, el pluralismo, el debate ideológico, la heterogeneidad
organizativa. Luego, cuando el prestigio de Lenin y la revolución de Octubre, se
hipostasió en sus fórmulas ultra-centralistas y, mucho peor, se lo pasó por la
traducción que el estalinismo hizo de él, se consumó la defunción de toda una
cultura democrática característica de los movimientos anti-capitalistas hasta
ese momento.

Cuando se quiso replicar el centralismo bolchevique, desconociendo sus
condiciones históricas de posibilidad, se reprodujeron esqueletos sin carne,
artificios organizativos aislados de las masas y con fuertes tendencias
burocráticas. El centralismo leninista es un proceso orgánico, no administrativo
[19] . No puede decretarse sino que debe conquistarse. Y el proceso de
adquisición es un trayecto complejo y multifacético, imposible de reducir a la
lógica de evolución lineal del mini-partido. El “movimientismo” de cierto
periodo puede ser la condición del centralismo del siguiente. O mejor, más que
precederlo, puede ser su complemento permanente. La articulación de un momento
unitario, de centralización y homogeneidad ideológica, junto a la construcción
de movimientos de masas amplios, tiene una larga trayectoria en la tradición
organizativa de las clases subalternas. Además de la historia de la
social-democracia de principios de siglo y sus alas revolucionarias, podemos
pensar al mismo Partido Bolchevique y su intensa vida interna, al caso del POUM
español, o incluso a la breve experiencia del FAS argentino como ejemplos de
articulación virtuosa de un momento centralista y otro “movimientista”. En la
actualidad los partidos anticapitalistas amplios de la izquierda radical europea
recuperan parte de esta tradición organizativa. Y en nuestro país, los variados
procesos de estructuración de organizaciones sociales en diversas formas de
corrientes políticas también expresan parcialmente una lógica similar.

En cierto modo, todavía estamos bajo la égida de los debates programáticos de la
Internacional comunista en sus III y IV congresos cuando, tras el fracaso del
Levantamiento Espartaquista en Alemania, se identificó una insuficiencia
estratégica fundamental de cara a la nueva situación mundial y a las
características de las sociedades desarrolladas. Lenin se enfrentaba al fracaso
de la revolución en Europa con poderosas intuiciones, dimensionando la
complejidad de las sociedades occidentales, las fuertes identidades de sus
clases trabajadoras, sus mecanismos de integración, su resistencia a una
confrontación rápida “a la rusa”. Nuestro pensamiento estratégico debe comenzar
por retomar los conceptos fundamentales que surgen del balance realizado al
calor de esa derrota de alcance histórico: las tesis del “frente único” y la
hegemonía, el “ir a las masas” y la táctica del “gobierno obrero” [20] . Este
nuevo punto de partida estratégico – que entrevió Lenin y Gramsci profundizó
genialmente en sus Cuadernos de la cárcel – fue abortado primero por el
izquierdismo del VI congreso y su consigna “clase contra clase” e,
inmediatamente después, por la estrategia de los frentes populares.

La “conquista de la mayoría” en nuestras sociedades es inseparable de un largo
proceso de construcción de una nueva hegemonía. No podemos prever una
identificación extendida de las masas con un proyecto de cambio radical sino en
la medida en que tiendan a sentirlo como efectivamente posible y no sólo como
racionalmente pensable. Y esto será viable en tanto los sectores populares, en
alguna medida, se hayan adelantado al cambio y experimenten los “prototipos” de
una nueva sociedad. El partido, los movimientos, las reformas sociales
conquistadas, las organizaciones gremiales, la cultura popular, deben estar
atravesados – aunque parcial y contradictoriamente – por elementos de la
sociedad futura, como una alternativa presente en la sociedad burguesa. Para
esta construcción contra-hegemónica, “la organización es la instancia
transitoria que permite su realización inacabada y que es pues, también aquí,
una «prefiguración» de la sociedad socialista y de la revolución” [21].

A diferencia del pasaje del feudalismo al capitalismo, donde la burguesía pudo
desarrollar su poder económico en paralelo a la sociedad feudal, la transición
al socialismo no puede gozar de esa ventaja. Las limitaciones estructurales que
impone el capitalismo a la expectativa de construir una sociedad comunista en su
propio seno, ya fueron señaladas por Marx en su famosa discusión con los
cooperativistas. Esto da lugar al dilema fundamental de la lucha
anticapitalista, el carácter constitutivamente inmaduro de la transición al
socialismo en base a la asimetría fundamental entre la dimensión “política” de
la revolución y la profundidad de las aspiraciones sociales, culturales y
subjetivas de la transformación. Sólo una inmensa construcción social y cultural
previa a la revolución política permite que el “peligroso salto” que significa
la ruptura revolucionaria no sea nuevamente ocasión para la conformación de una
casta burocrática que crezca en base a las limitaciones subjetivas y
organizativas de las clases subalternas, en los intersticios que deja la
inmadurez de todo proceso de transición al socialismo. La guerra de posiciones
en el ámbito social es una condición necesaria para la conquista del poder
político y el inicio de una transición factible al socialismo.

Una estrategia socialista no puede ser otra cosa que, simultáneamente,
estrategia de desgaste y de enfrentamiento. Despojada de sus ingenuas
connotaciones espontaneístas, debemos entonces recuperar y actualizar las
mejores intuiciones de la concepción del partido-clase: la apertura y ductilidad
organizativa, el fomento de instancias de auto-organización, el enraizamiento en
las tradiciones e identidades culturales de los sectores subalternos. La
posición del viejo Marx nunca hubiera sido, en nombre del centralismo,
simplemente denunciar como centristas o reformistas a los nuevos movimientos que
surgen acarreando sus confusiones y contradicciones, al tiempo que sus propias
preguntas e innovaciones. Una articulación “movimientista” de corrientes del
marxismo revolucionario, junto a movimientos sociales y las nuevas camadas de
activistas combativos, es fundamental para encarar un proceso de recomposición
organizativa de las clases subalternas. A su vez, un concepto de la organización
política como estratega y vanguardia, lejos de todo jacobinismo, es
indispensable para enfrentar al Estado capitalista, resistir las presiones
reformistas y oportunistas propias de la sociedad burguesa, y articular una
estrategia y un programa global.

Estableciendo énfasis diferentes y con sus correspondientes limitaciones
teóricas, tanto Marx como Lenin parecían ser sensibles a esta pluralidad
organizativa de la clase trabajadora. Marx funda la concepción del
partido-clase, pero, a su vez, considera necesario la organización diferenciada
de los comunistas como destacamento político de avanzada, tal como queda
señalado en las últimas páginas del Manifiesto. Para Lenin – como señala
Astarita – “la clave de la organización es un partido de revolucionarios rodeado
de un amplio «movimiento obrero socialdemócrata». No se trataba de una «suma de
conspiradores», como decían sus críticos, sino de crear organizaciones «del»
partido del más diverso tipo, hasta las más amplias: círculos de lectores,
círculos de actividad sindical, sindicatos dirigidos o influidos por el partido”
[22].

Despojados de sus fundamentos espontaneístas, por un lado, y preparados frente a
los riesgos sustituistas, por otro, las “dos almas” de la teoría marxista de la
organización suavizan su oposición para manifestarse como momentos internos del
amplio y multifacético proceso de construcción organizativa que requieren las
condiciones actuales. En sociedades crecientemente complejas – con una extendida
institucionalidad inmersa en la sociedad civil, con múltiples puntos de
conflicto y contradicciones que no se reducen automáticamente a la “cuestión
obrera” – el complemento entre una multiplicidad de formas organizativas resulta
palmariamente necesario. En la articulación inteligente entre la apertura
organizativa y la homogeneidad política se juegan las posibilidades de avanzar
en la construcción de un nuevo bloque histórico emancipatorio. Estas son las
coordenadas fundamentales que estructuran el terreno desde el cual pueden
emerger las formas organizativas para las revoluciones de este siglo. Nuevamente
retomamos las intuiciones de Marx y Lenin para, subidos a los hombros de
gigantes, convertirnos en contemporáneos de nuestro tiempo.


Notas

[1] Ver Freeman, J., “La tiranía de la falta de estructuras” en El Rodaballo, n°
15, Bs. As., 2004

[2] Existe en Marx, es cierto, una concepción embrionaria de lo político que
late, sobre todo, en sus textos históricos. Podríamos decir que Marx entrevió a
la lucha política como “guerras y revoluciones”, como intervención intempestiva
de las fuerzas sociales en el plano político, alterando el funcionamiento normal
e “inmanente” de la sociedad. Podríamos decir, en lenguaje contemporáneo, que se
acercaba a entender a la lucha política como “acontecimiento”. (Ver al respecto
la entrevista a Bensaid, “Actualidad del marxismo”, en este mismo número.) Sin
embargo, esto no desmiente la ausencia en la obra de Marx y Engels de un
análisis de la autonomía irreductible del campo político y sobre las posibles
formas institucionales y políticas de un tentativo Estado de transición (más
allá de las referencias genéricas a la Comuna de París, en algunos casos, o a la
“república democrática”, en otros, como la forma política de la “dictadura del
proletariado”). Todas estas cuestiones resultaban oscurecidas por el mito de la
extinción del Estado y la desaparición de la política que Marx y Engels nunca
abandonan.

[3] Marx, K., Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Colihue, Bs.As., 2006,
p. 111

[4] Dotti, J., Dialéctica y derecho, Hachette, Bs. As., 1985, p. 247

[5] Rossanda, R., “De Marx a Marx: clase y partido” en Teoría marxista del
partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1973, p.
5.

[6] Kautsky, K., El camino del poder, Ed. Grijalbo, México D.F., 1968, p. 65.

[7] Fay, V., “Del partido como instrumento de lucha por el poder al partido como
prefiguración de una sociedad socialista” en Teoría marxista del partido
político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1973, p. 34.

[8] Il Manifiesto/Jean Paul Sartre., “Masas, espontaneidad, partido” en Teoría
marxista del partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs.
As., 1973, p. 28.

[9] Draper, H., “El mito del “concepto de partido” de Lenin. Qué hicieron con el
¿Qué hacer?”, en Revista Herramienta, n° 11, Bs. As., 1999.

[10] Draper, H. “Hacia un nuevo comienzo… por otro camino”, en Marxist Internet
Archive, 2001. En su justa crítica a la forma-secta y el mini-partido Draper
saca conclusiones desmedidas, al reducir la organización política a tareas de
propaganda y descartando que las definiciones programáticas justifiquen
delimitaciones orgánicas. El afán de superar todo rasgo sectario lo conduce a
una solución terminante, muy similar al planteo de Marx, donde la delimitación
ideológica sólo justicia centros de propaganda y no también organizaciones para
la intervención política.
[11] Ver Daniel Bensaïd & Alain Nair, “El problema de la organización. Lenin y
Rosa Luxemburgo”, en Teoría Marxista del Partido Político (Problemas de
Organización), Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1975.
[12] Sanmartino, J., “Pasado y presente de la teoría socialista de partido”, en
Revista Corriente Praxis , Número especial, Buenos Aires, octubre 2005, pág. 12.

[13] El debate sobre los estatutos del partido en el II congreso del POSDR que
enfrentó a Lenin con Martov, consistía en definir quiénes eran considerado
miembros del partido: todos los adherentes al programa socialdemócrata (Martov)
o quienes formaban parte disciplinadamente de alguna de sus organizaciones
(Lenin). En Un paso adelante, dos pasos atrás (Ediciones en lenguas extranjeras,
Pekín, 1977, p. 91), Lenin se detiene nuevamente en la fórmula de Martov, que
dice “nuestro partido es el intérprete consciente de un proceso inconsciente”, y
concluye : “esto está bien porque es un error querer que cada huelguista pueda
titularse miembro del partido; puesto que si cada huelga no fuera la expresión
simple y espontánea de un poderoso instinto de clase, sino la expresión
consciente del proceso que lleva a la revolución social., entonces nuestro
partido se identifica inmediatamente de un solo golpe, con toda la clase obrera,
y en consecuencia terminaría de un solo golpe con toda la sociedad burguesa”.
Citado en Daniel Bensaïd & Alain Nair, “El problema de la organización. Lenin y
Rosa Luxemburgo”, en Teoría Marxista del Partido Político (Problemas de
Organización), Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1975.
[14] Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de la teoría
leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996, p. 10
[15] Bensaid, D., Estrategia y partido: un curso de formación, disponible en
http://danielbensaid.org/Estrategia-y-partido?lang=fr.

[16] Ver Víctor Fay, “Del partido como instrumento de lucha por el poder al
partido como prefiguración de una sociedad socialista”, en Teoría marxista del
partido político / 3, Cuadernos de Pasado y Presente N° 38.

[17] Ver Geras, N., “Lenin, Trotsky y el partido” en Masas, partido y dirección,
Fontamara, Barcelona, 1980. Bensaid, D., Strategie et Partie, La Bréche,
Montreuil-sous-Bois, 1987. Zizek, S., A propósito de Lenin, Atuel, Buenos Aires,
2004. Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de la
teoría leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996.

[18] Ver Sanmartino, J., “Pasado y presente de la teoría socialista de partido”,
en Revista Corriente Praxis, Número especial, Buenos Aires, octubre 2005, pág.
20.

[19] El mismo Lenin afirmaba, en este sentido: “El bolchevismo existe como
corriente del pensamiento político y como partido político desde 1903. Sólo la
historia del bolchevismo en todo el periodo de su existencia puede explicar de
un modo satisfactorio por qué él pudo forjar y mantener, en las condiciones más
difíciles, la férrea disciplina necesaria para la victoria del proletariado”.
Lenin, V.I.: “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo” en Obras
escogidas, Editorial Progreso, Moscú, 1961, vol. 1, pp. 353-354.

[20] La táctica del “gobierno obrero” es una fórmula adoptada por la
Internacional Comunista que se aplicó frente a los gobiernos de Sajonia y
Turingia dominados por sectores reformistas de izquierda. La táctica consistía
en habilitar la participación de los revolucionarios en gobiernos parlamentarios
encabezados por corrientes obreras reformistas, en condiciones de aguda crisis
social y política pero donde las instituciones burguesas no habían sido
destruidas. La IC entendía esta política como la posibilidad de establecer un
gobierno “intermedio”, que facilitara el desarrollo político de los
trabajadores, quebrara la resistencia de la burguesía y sedimentara las
condiciones para una ruptura definitiva con el estado burgués. No se trataría de
la “dictadura del proletariado”, pero tampoco de un funcionamiento normal de las
instituciones “democrático liberales”. Para una posible actualización de la
“táctica del gobierno obrero” en las actuales condiciones sociales y políticas,
ver Bensaid, D., Sobre el retorno de la cuestión político-estratégica
en:http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=1565.

[21] Castoriadis, C.: “Proletariado y organización II (frag.)”, en Políticas de
la memoria, n° 8/9, Bs. As., 2008/2009, pp. 92-93.

[22] Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de la teoría
leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996, p. 11.
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Fuente original: http://www.democraciasocialista.org/?p=3062

In:
Rebelion
http://rebelion.org/noticia.php?id=184648

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