quarta-feira, 4 de março de 2015

¿Por qué nos conviene estudiar la revolución rusa?



Josep Fontana


Hay varias razones que hacen necesario que estudiemos de nuevo la historia
de la revolución rusa. La primera de ellas, que nos hace falta hacerlo para dar
sentido a la historia global del siglo XX. Una historia que, tal como la podemos
examinar ahora, desde la perspectiva de los primeros años del siglo XXI, nos
muestra un enigma difícil de explicar. Si utilizamos un indicador de la evolución
social como es el de la medición de las desigualdades en la riqueza, podemos
ver que el siglo XX comienza en las primeras décadas con unas sociedades
muy desiguales, donde la riqueza y los ingresos se acumulan en un tramo
reducido de la población. Esta situación comienza a cambiar en los años treinta
y lo hace espectacularmente en los cuarenta, que inician una época en que hay
un reparto mucho más equitativo de la riqueza y de los ingresos. Una situación
que se mantiene estable hasta 1980: es la edad feliz en que se desarrolla en
buena parte del mundo el estado del bienestar, un tiempo de salarios elevados
y mejora de los niveles de vida de los trabajadores, en el que un presidente
norteamericano se propone incluso iniciar un programa de guerra contra la
pobreza.

Todo esto se acabó en los años ochenta, a partir de los cuales vuelven a
crecer los índices de desigualdad, que superan los del inicio del siglo, hasta
llegar a un punto que ha llevado a Credit Suisse a denunciar hace pocos
meses que el setenta por ciento más pobre de la población del planeta no llega
hoy a tener en conjunto ni el tres por ciento de la riqueza total, mientras el 8'6
por ciento de los más ricos acumulan el 85 por ciento.

¿Qué ha pasado que pueda explicar esta evolución? Thomas Piketty sostiene
que la desigualdad ha sido una característica permanente de la historia
humana. Os leo sus palabras: "En todas las sociedades y en todas las épocas
la mitad de la población más pobre en patrimonio no posee casi nada


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(generalmente apenas un 5% del patrimonio total), la décima parte superior de
la jerarquía de los patrimonios posee una neta mayoría del total (generalmente
más de un 60% del patrimonio total, y en ocasiones hasta un 90%)".

La desigualdad de los patrimonios, que se traduce en una desigualdad de los
ingresos, marca, según Piketty, el curso entero de la historia, en la que las
tasas de crecimiento de la población y de la producción no han pasado
generalmente del 1% anual, mientras el "rendimiento puro" del capital se ha
mantenido entre el 4% y el 5%. Estas consideraciones le llevan a una
interpretación formulada rotundamente: "Durante una parte esencial de la
historia de la humanidad el hecho más importante es que la tasa de
rendimiento del capital ha sido siempre menos de diez a veinte veces superior
a la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso. En eso se basaba, en
gran medida, el fundamento mismo de la sociedad: era lo que permitía a una
clase de poseedores consagrarse a algo más que a su propia subsistencia".
Que es tanto como decir que la civilización, la ciencia y el arte son hijos de la
desigualdad.

Después habría venido, en el siglo XX, una etapa en la que las reglas del juego
parecían estar cambiando, como consecuencia sobre todo, sostiene, de las
destrucciones causadas por las dos guerras mundiales y por las conmociones
sociales, que llevaron a ese mínimo de la desigualdad que se ha producido
entre 1945 y 1980. Pero la normalidad se restableció a partir de los años
ochenta, hasta llegar a la extrema desigualdad actual. De este hecho arranca
su previsión de que en el transcurso del siglo XXI, es decir hasta 2100, el
crecimiento de la producción será apenas de un 1,5 por ciento y nos
encontraremos en una situación en que la superioridad de los rendimientos del
capital volverá a ser como antes y se habrá restablecido la normalidad. Todo lo
que termina con una conclusión pesimista: "No hay ninguna fuerza natural que
reduzca necesariamente la importancia del capital y de los ingresos
procedentes de la propiedad del capital a lo largo de la historia".

Ahora bien, yo he vivido en esta edad anterior a 1980 en que éramos muchos,
yo diría que muchos millones en todo el mundo, los que pensábamos que las
reglas del juego estaban cambiando permanentemente en favor de un reparto
más justo de la riqueza, y que valía la pena esforzarse para seguir avanzando
en esta dirección. Es por eso que me niego personalmente a aceptar que lo
que pasó en este medio siglo de mejora colectiva fuera simplemente un
accidente, y pienso que hay que examinar de cerca los acontecimientos del
período que va de 1914 a 1980, introduciendo en el análisis los factores
políticos que carecen por completo el libro de Piketty, donde, por poner un
ejemplo, la palabra "sindicatos" aparece una sola vez (en la página 471 de la
edición original francesa).

Esta otro tipo de exploración de la evolución de la desigualdad en el siglo XX,
en clave política, debe comenzar forzosamente por el gran cambio que
representó la revolución rusa de 1917. ¿Por qué digo un "gran cambio"? En
1917 había una larga tradición de luchas obreras encaminadas a mejorar las
condiciones de vida de los trabajadores, y existía una amplia tradición en
apoyo del "socialismo", aunque sólo un intento de aplicarlo a la realidad había


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llegado a cuajar, el de la Commune de París de 1871, que duró poco más de
dos meses y nos dejó como legado un himno, la Internacional, que anunciaba
que "el mundo cambiará de base".

Pero la verdad era que, desde finales del siglo XIX, tanto la lucha de los
sindicatos como la actuación política de los partidos llamados socialistas o
socialdemócratas había renunciado a los programas revolucionarios para
dedicarse a la pugna por la mejora de los derechos sociales dentro de los
marcos políticos existentes, con voluntad de reformarlos, pero no de
derribarlos. El caso del SPD alemán, del partido socialdemócrata que podía
considerarse como legítimo heredero de Marx y de Engels, es revelador. En los
años anteriores al inicio de la Primera Guerra Mundial era el partido que tenía
más diputados en el parlamento alemán, contaba con más de un millón de
afiliados y con un centenar de periódicos, pero no se proponía hacer la
revolución, sino que aspiraba a obtener un triunfo parlamentario que le
permitiera reformar y democratizar el estado. De modo que, cuando se produjo
la declaración de guerra, los socialistas votaron los créditos y procuraron
mantener la paz social, aconsejando a los trabajadores que, mientras durase la
guerra, dejaran de lado las huelgas y los conflictos.

Situados en esta perspectiva no cuesta entender que lo que pasó en Rusia en
el transcurso de 1917 significara una ruptura, un paso adelante inesperado,
que mostraba que un movimiento surgido de abajo, de la revuelta de los
trabajadores y de los soldados, podía llegar a hacerse con el control de un país
y hacerlo funcionar de acuerdo con unas reglas nuevas. Porque lo más
innovador de este movimiento fue que, desde los primeros momentos, desde
febrero -o marzo, según nuestro calendario-de 1917 no actuaba solamente a
partir de un parlamento, sino que se basaba en un doble poder, una parte
esencial del cual la formaban los consejos de trabajadores, soldados y
campesinos, que comenzaron entonces a construir una especie de contra-
estado.

Añadamos a esto que el proceso aceleró rápidamente, sobre todo por iniciativa
de Lenin, que proponía renunciar al programa de una asamblea constituyente,
es decir, el sistema parlamentario burgués donde todo contribuía, decía él, a
establecer "una democracia sólo para los ricos "-y pasar directamente a otra
forma de organización en que el poder debía estar en manos de consejos
elegidos desde abajo, con una etapa transitoria de dictadura del proletariado porque
no era previsible que los privilegiados del viejo sistema aceptaran su
desposesión sin resistencias-que llevaría finalmente a establecer una sociedad
sin estado y sin clases.

Para los millones de europeos en 1917 estaban combatiendo en los campos de
batalla, y que habían descubierto ya que esa guerra no se hacía en defensa de
sus intereses, la imagen de lo que estaba pasando en Rusia era la de un
régimen que había liquidado la guerra de inmediato, que había repartido la
tierra a los campesinos, que otorgaba a los obreros derechos de control sobre
las empresas y que daba el poder a consejos elegidos que debían ejercer de
abajo arriba.


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El nuevo emperador de Austria-Hungría, Carlos I, le escribía el 14 de abril de
1917 al Kaiser: "Estamos luchando ahora contra un nuevo enemigo, más
peligroso que las potencias de la Entente: contra la revolución internacional".
Carlos -que, por cierto, fue beatificado en 2004 por el papa Woytila-había
sabido entender la diferencia que representaba lo que estaba pasando en
Rusia: se había dado cuenta de que aquel era un enemigo "nuevo", que no
había que confundir con lo que significaban las revueltas, manifestaciones y
huelgas que se habían producido, y seguían produciéndose en aquellos
momentos, en Austria y Alemania.

Porque es verdad que en los dos países se estaban produciendo tantos
movimientos de protesta que hicieron nacer entre los bolcheviques rusos la
ilusión, totalmente equivocada, de que la revolución se podía extender
fácilmente en la Europa central. No llegó a haber una revolución ni siquiera en
Alemania, que era donde parecía más inminente. Pero el miedo de que pudiera
producirse fue lo que explica que a principios de noviembre de 1918 los jefes
militares alemanes decidieran que habían de acabar la guerra para poder
destinar las fuerzas a aplastar la revolución. Fueron los militares los que, ante
la necesidad de satisfacer las exigencias que el presidente norteamericano
Wilson ponía para negociar la paz, destituyeron el emperador y optaron por
pasar el poder a un gobierno integrado por socialistas, con la condición,
pactada previamente entre los jefes del ejército y el del Partido socialista,
Friedrich Ebert, que "el gobierno cooperará con el cuerpo de oficiales en la
supresión del bolchevismo".

Los temores de los militares tenían suficiente fundamentos, ya que parecía que
si en algún lugar podía repetirse la experiencia soviética era en la Alemania de
noviembre y diciembre de 1918, cuando en Baviera y Sajonia se proclamaban
"repúblicas socialistas", y en Berlín se reunía un congreso de los
representantes de los Consejos de trabajadores y de soldados de Alemania
donde, entre otras cosas, se reivindicaba que la autoridad suprema del ejército
pasara a manos de los consejos de soldados y que se suprimieran los rangos y
las insignias. La gran victoria de Friedrich Ebert fue conseguir que el congreso
de los consejos aceptara la inmediata elección de unas cortes constituyentes,
que permitieron asentar un gobierno de orden y desvanecieron la amenaza de
una vía revolucionaria.

Mientras tanto los Freikorps, unos cuerpos paramilitares de voluntarios
reclutados por los jefes del ejército, que estaban integrados por soldados
desmovilizados, estudiantes y campesinos, dirigidos por tenientes y capitanes,
y que actuaban con el apoyo del ministro de Defensa, el socialista Gustav
Noske, hacían el trabajo sucio de liquidar la revolución. Comenzaron
reprimiendo a sangre y fuego un intento prematuro de revuelta que tuvo lugar
en Berlín el 5 de enero de 1919, y que terminó con el asesinato de Karl
Liebknecht y de Rosa Luxemburgo, y siguieron luego disolviendo violentamente
los consejos de trabajadores y de soldados y liquidando la república soviética
de Baviera. No se suele destacar lo suficiente la importancia que tuvo este
movimiento contrarrevolucionario que se extendió por Alemania, Austria,
Hungría y los países bálticos, con la estrecha colaboración de unos dirigentes


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políticos que estaban movidos por un terror obsesivo de la revolución rusa.
Quizás os sirva para valorarlo saber que estos cuerpos llegaron a contar entre

250.000 y 400.000 miembros.
La revolución quedó así aislada en Rusia, lo que no preocupaba demasiado.
Ingleses y franceses se cansaron pronto de apoyar a los ejércitos blancos que
luchaban contra los soviéticos y lo dejaron correr, preocupados por reacciones
como la revuelta de los marineros de la flota que los franceses habían enviado
el mar Negro. Lo que realmente les preocupaba era la posibilidad de que el
ejemplo soviético se extendiera a sus países: temían sobre todo el contagio.

El malestar de los años que siguieron al fin de la Gran Guerra en Francia, en
Inglaterra (donde en 1926 se produjo la primera huelga general de su historia),
en España (donde de 1918 a 1921 se desarrolla lo que se llama habitualmente
el "trienio bolchevique") o en Italia (con las ocupaciones de fábricas de 1920)
no llevó a ninguna parte a movimientos revolucionarios que aspiraran a tomar
el poder. En Italia, por ejemplo, tanto el partido socialista como el sindicato
mayoritario se negaron a apoyar actuaciones encaminadas a la toma del poder.
De esta manera la ocupación de las fábricas no podía llevar más allá de la
obtención de algunas concesiones de los patrones. Pero el miedo a la
revolución "à la rusa" estaba muy presente en el imaginario de los dirigentes de
la Europa burguesa, y los sindicatos aprendieron pronto a usarla para negociar
con mayor eficacia las condiciones de trabajo y los salarios.

Las mejoras en el terreno de la desigualdad que se fueron consiguiendo
posteriormente, desde la década de los treinta, no se explicarían suficiente sin
el pánico al fantasma soviético. Cuando la crisis mundial creó una situación de
desempleo y de pobreza extremas, se recurrió a dos tipos diferentes de
soluciones. En países donde la amenaza parecía más grande, como eran Italia
y Alemania, los movimientos de signo fascista comenzaron disolviendo los
partidos y sindicatos izquierdistas violentamente.

En el caso de Alemania, Hitler repitió en 1934 el pacto con el ejército que Ebert
había hecho en noviembre de 1918. Ante la amenaza que representaban las
tropas de las SA, que querían sacar adelante las promesas revolucionarias de
los programas nazis, los militares avisaron a Hitler de que o bien detenía el
asunto él o lo haría el ejército por su cuenta. Los militares colaboraron dando
armas a las SS para el exterminio de las SA que se produjo a partir de la noche
de los cuchillos largos, el 30 de junio de 1934. Pero quizá lo más interesante
sea la justificación que Hitler dio de su actuación en este caso, al decir que
había querido evitar que se volviera a producir en Alemania un nuevo 1918.

En otro caso en que las consecuencias de la crisis eran de una gravedad
extrema, como era el de los Estados Unidos, la solución consistió en establecer
una política de ayudas y de concesiones en el terreno social, dentro del
programa del New Deal. Se suele ignorar que los años que van de 1931 a 1939
fueron un tiempo en los Estados Unidos de grandes huelgas y de graves
conmociones sociales. Con motivo de una de estas huelgas, Los Angeles
Times escribía: "La situación (...) no se puede describir como una huelga
general. Lo que hay es una insurrección, una revuelta organizada por los


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comunistas para derribar el gobierno . Sólo se puede hacer una cosa: aplastar
la revuelta con toda la fuerza que sea necesaria".

Aparte de estas luchas, los trabajadores estadounidenses utilizaban también
para defenderse de la crisis medidas de auto-organización: en Seattle el
sindicato de los pescadores intercambiaba pescado para frutas, verduras y
leña. Había 21 locales, con un comisario delante, para hacer estos
intercambios. A finales de 1932 había 330 organizaciones varias de auto-ayuda
para todo el país, con 300.000 miembros.

Sin este contexto de luchas sociales no hay forma de encontrar una explicación
racional del New Deal y de sus medidas de ayuda, como la Civil Works
Administration, que llegó a dar empleo a 4 millones de trabajadores, o el
Civilian Conservation Corps, que cogía jóvenes solteros y los llevaba a trabajar
en los bosques pagándoles un salario de un dólar al día para trabajos de
recuperación o de protección contra las inundaciones. Todo esto se hacía bajo
la vigilancia inquieta de los empresarios, que veían por todas partes la
amenaza del socialismo. De hecho, el miedo a la clase de giro a la izquierda
que les parecía que se estaba produciendo con Roosevelt generó una fuerte
reacción que es lo que explica que en 1938 se fundara el Comité del congreso
sobre actividades anti-americanas, encargado de descubrir subversivos en los
sindicatos o entre las organizaciones del New Deal. El macartismo no es un
producto de la guerra fría, sino la continuación del pánico contra lo rojo nacido
en los años treinta.

Tras el fin de la segunda guerra mundial, en 1945, el miedo a la extensión del
comunismo en Europa parecía justificada por el hecho de que los años 1945 y
1946 los comunistas obtuvieron más del 20 por ciento de los votos en
Checoslovaquia, en Francia (donde fueron el partido más votado) y en
Finlandia, y muy cerca del 20 por ciento en Islandia o en Italia. No había en
ninguno de estos casos propósitos revolucionarios por parte de los comunistas,
porque, paradójicamente, el propio Stalin se había convertido a la opción
parlamentaria, y aconsejaba a los partidos comunistas europeos que no se
embarcaran en aventuras revolucionarias.

La guerra fría tenía el objetivo de crear una solidaridad en la que los Estados
Unidos ofrecerían a sus aliados la protección contra el enemigo revolucionario,
del que sólo ellos podían salvar, con su superioridad militar, reforzada por el
monopolio de la bomba atómica. Detrás de este ofrecimiento de protección
había el propósito de construir un mundo de acuerdo con sus reglas, en el que
no sólo tendrían una hegemonía militar indiscutible, sino también un dominio
económico.

Mantener este clima de miedo a un choque global contra un enemigo, el
soviético, que podía aplastar cualquier país que no estuviera bajo la protección
de los estadounidenses y de sus fuerzas nucleares, era necesario para
sostener este control político global, y para hacer negocio, de paso.

Aparte de eso, sin embargo, la necesidad de hacer frente a lo que temían
realmente, que no eran las armas soviéticas, sino la posibilidad de que ideas y


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movimientos de signo comunista se extendieran por los países "occidentales",
los llevó a todos a recurrir a políticas que favorecían un reparto más equitativo
de los beneficios de la producción y a un abastecimiento más amplio de
servicios sociales universales y gratuitos: son los años del estado del bienestar,
los años en que encontramos los valores mínimos en la escala de la
desigualdad social.

Desde 1968, sin embargo, se empezó a ver que no había que temer ningún
tipo de amenaza revolucionaria, porque ni los mismos partidos comunistas
parecían proponérselo. En el París de mayo de 1968, en plena euforia del
movimiento de los estudiantes, que estaban convencidos de que, aliados con
los trabajadores, podían transformar el mundo, el partido comunista y su
sindicato impidieron cualquier posibilidad de alianza y se contentaron pactando
mejoras salariales con la patronal y recomendando a los estudiantes que se
fueran a hacer la revolución a la Universidad. Al mismo tiempo, los
acontecimientos de Praga demostraban que el comunismo soviético no
aspiraba a otra cosa que a mantenerse a la defensiva, sin tolerar cambios que
pusieran en peligro su estabilidad.

A mediados de los años setenta, a medida que resultaba cada vez más
evidente que la amenaza soviética era inconsistente, los sectores
empresariales, que hasta entonces habían aceptado pagar la factura de unos
costes salariales y unos impuestos elevados, comenzaron a reaccionar. La
ofensiva comenzó en tiempos de Carter, impidiendo que se creara una Oficina
de representación de los consumidores, por un lado, y abandonando los
sindicatos en la defensa de sus derechos, por otra, y prosiguió con Reagan en
Estados Unidos, y con la señora Thatcher en Gran Bretaña, luchando
abiertamente contra los sindicatos. Como consecuencia de esta política
comenzaba de nuevo el crecimiento de la curva de la desigualdad, que se
alimentaba de la rebaja gradual de los costes salariales y fiscales de las
empresas.

¿Se puede considerar una simple coincidencia que la mejora de la igualdad se
haya producido coetáneamente a la expansión de la amenaza comunista -o,
más exactamente, del miedo a la amenaza comunista-y que el cambio que ha
llevado al retorno a las graves proporciones de desigualdad que estamos
viviendo hoy coincida con la desaparición de este factor?

Y déjenme insistir: no me estoy refiriendo a la amenaza de la Unión Soviética
como potencia militar, que nunca existió (las diferencias de potencial militar en
favor de los Estados Unidos eran enormes, pero eso se escondía al público,
que de otro modo quizá no habría aceptado tan mansamente los gastos y las
restricciones que comportaba la guerra fría). Me estoy refiriendo a la amenaza,
para decirlo con los términos usados para afianzar estos miedos, del
"comunismo internacional"; al miedo a la subversión revolucionaria.

Dejadme que cite un testimonio de extraña lucidez que supo ver por dónde
podían ir las cosas muy bien, ya en el año 1920. El testigo es el de Karl Kraus,
que escribió entonces: "Que el diablo se lleve la praxis del comunismo, pero,
en cambio, que Dios nos lo conserve en su condición de amenaza constante


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sobre las cabezas de los que tienen riquezas; los que, a fin de conservarlas,
envían implacables los otros a los frentes del hambre y del honor de la patria,
mientras pretenden consolarlos diciendo y repitiendo que la riqueza no es lo
más importante de esta vida. Dios nos conserve para siempre el comunismo
para que esa chusma no se vuelva aún más desvergonzada (...) y que, al
menos, cuando se vayan a dormir, lo hagan con una pesadilla".

Y es que buena parte de lo que llamamos progresos sociales, desde la
revolución francesa hasta la fecha, está estrechamente asociado a las
pesadillas de las clases acomodadas, obligadas a hacer concesiones como
consecuencia del miedo a perderlo todo a manos de los bárbaros. La abolición
de la esclavitud, por ejemplo, no se explicaría sin el pánico que produjo la
matanza de los colonos en Haití durante la revolución de 1791. Que resulte que
en la actualidad hay en el mundo más esclavos que en 1791 (la cifra actual de
los trabajadores forzados se calcula que oscila entre los 13 y los 27 millones)
obliga a hacer algunas reflexiones sobre el significado de lo que los libros de
historia llaman abolición de la esclavitud.

Nada comparable, sin embargo, con el pánico que provocó desde su inicio la
revolución rusa, y que se ha mantenido persistentemente tanto en el terreno de
la propaganda política como en el de la historia. Aún hoy los hechos de Ucrania
son aprovechados para rehacer la misma historia de la amenaza al mundo
libre. En un artículo de una revista erudita de historia de la guerra fría que
estudia las organizaciones "stay behind", que Estados Unidos y Gran Bretaña
montaron en Europa para poder oponerse a un posible ascenso comunista, la
más conocida de las cuales es Gladio, que preparaba una respuesta violenta
en Italia si los comunistas ganaban unas elecciones, el autor trata de justificar
que siguieran incluso después de la desaparición de la Unión Soviética y
argumenta que, con la agresión rusa actual en Ucrania, tiene lógica mantener
"algunos de los mismos elementos de seguridad" de la guerra fría. O sea que el
anticomunismo dura incluso después de la muerte del comunismo.

Nos hemos nutrido de la historia criminal del comunismo, que se nos sigue
repitiendo cada día, y nos ha faltado, en cambio, conocer en paralelo una
historia criminal del capitalismo que permitiera situar las cosas en un contexto
más equilibrado. El estudio de la revolución rusa, como veis, es necesario para
entender la historia del siglo XX, y la situación a la que esta historia nos ha
llevado.

Hay, sin embargo, más motivos que hacen necesario este estudio, a los que
me referiré brevemente porque el tiempo no da para más. Uno de los más
importantes es el de dilucidar porqué el proyecto social de 1917 terminó
fracasando. Y no me refiero al hundimiento final de la estructura política de la
Unión Soviética después de 1989, sino a la incapacidad de construir ese
modelo de una sociedad libre y sin clases que se había planteado al inicio de la
revolución.

Es un tema que nos obligará a revisar toda una serie de cuestiones,
empezando por la crisis de marzo de 1921, cuando se celebraba el décimo
congreso del partido comunista, mientras los trabajadores de Petrogrado se


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declaraban en huelga, con el apoyo de los marineros de la base de Kronstadt,
no sólo por razones económicas, sino en demanda de más derechos de
participación, y de nuevas elecciones a los soviets, que se habían convertido,
en el transcurso de la guerra civil, en una simple cadena de transmisión de las
órdenes dadas desde arriba por unos mandos que no habían sido elegidos.

Tendremos que explorar después qué significaba realmente el programa de la
planificación tal como lo estaban elaborando, hasta 1928, los hombres que
trabajaban en el Gosplan, y la forma en como su proyecto fue pervertido por
Stalin, que lo convirtió en un instrumento para un proyecto de industrialización
forzada, que tenía que ir acompañado de una política de terror encaminada a
someter a amplias capas de la población a unas condiciones de trabajo y de
explotación inhumanas.

O tendremos que investigar las razones del fracaso del proyecto de las
democracias populares en 1945, del que hablaba Manfred Kossok, que lo vivió,
evocando "aquellos años de las grandes esperanzas, de las visiones, de las
utopías -la fin del imperialismo en 10 o 20 años, liberación de todos los
pueblos, bienestar universal, paz eterna-unos años de ilusiones heroicas: el
socialismo real como el mejor de los mundos". Un proyecto del que decía
Edward Thompson: "este fue un momento auténtico, y no creo que la
degeneración que siguió, en la que hubo dos actores, el estalinismo y
occidente, fuera inevitable. Pienso que hay que volver a ocuparse de esto y
explicó que este momento existió". Hay, en efecto, que estudiar todos estos
momentos diversos en que las cosas pudieron ser diferentes.

Y hay un aspecto central de esta cuestión que habría que examinar con
detenimiento. ¿Tenía viabilidad el proyecto de Lenin de crear una sociedad sin
clases, que implicaba abolir no sólo el aparato del estado sino el trabajo
asalariado? No hace mucho que Richard Wolff, profesor emérito de Economía
de la Universidad de Massachusets, repasaba diversos momentos de la
historia de las revoluciones –la avolición de la esclavitud, el fin del feudalismo,
la revolución socialista de 1917-y mostraba que cada una de ellas había
aportado beneficios y libertades, pero que todas habían acabado dejando el
terreno abierto a una nueva forma de explotación (en el caso de 1917, la de un
capitalismo de Estado) porque no habían sabido entender que la sola forma de
abolir la explotación es acabar con la extracción de los excedentes del trabajo
de las manos de los que lo producen.

Para Wolff esto se consigue con formas de organización cooperativas y apunta
a un movimiento bastante interesante de formación de pequeñas cooperativas
que se desarrolla actualmente en los Estados Unidos. Pero olvida un aspecto
que Lenin tenía suficientemente en cuenta: que a fin de abolir la explotación lo
primero que hace falta es haber despojado del poder político a los que
resultarían perjudicados con este cambio. Podría servir de ejemplo lo ocurrido
con Mondragón, que muchos, incluyendo el mismo Wolff, presentaban como el
modelo de una alternativa. Puedes hacer lo que quieras montando
cooperativas, grandes o pequeñas, pero no cambiará nada si mientras tanto
tienes en Madrid un Montoro que tiene a su disposición todo el poder del
estado para modificar las reglas como le convenga.


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Otra propuesta que sería interesante considerar, pero de la que conocemos
todavía demasiado poco, es la de Abdullah Öcalan, el dirigente del PKK kurdo,
aprisionado por los turcos desde 1999, que hace unos años propuso la fórmula
del confederalismo democrático, que propone reemplazar el estado-nación por
un sistema de asambleas o consejos locales que generen autonomía sin crear
el aparato de un estado. Hoy este proyecto tiene una primera plasmación en
Rojava, la zona del norte de Siria donde se ha instalado el que un reportaje de
la BBC califica como "un mini-estado igualitario, multi-étnico (porque encierra
en pie de igualdad kurdos, árabes, y cristianos), gobernado comunitariamente".
Son justamente los que están combatiendo para reconquistar la ciudad de
Kobane. Os recomiendo que veáis este documental de la BBC -lo encontrareis
tanto en Google como en YouTube, con el título de "Rojava: Sirya’s secret
revolution".

¿Por qué hablo de estas cosas, que parecen muy lejos del estudio de la
revolución de 1917? He dicho antes que debíamos estudiarla para llegar a
entender nuestra propia historia; pero es evidente que este estudio no lo veo
como un puro ejercicio intelectual sin fines prácticos. La utilidad que puede
tener, que debe tener, es la de ayudarnos a rescatar de aquellos proyectos que
no tuvieron éxito -por errores internos y por la hostilidad de todas las fuerzas
que se oponían a los avances sociales que promovían -lo que pueda servirnos
aún para el trabajo de construir una sociedad más libre y más igualitaria.
Porque me parece indiscutible que el propósito que movió a los hombres de
1917 era legítimo. Como dijo Paul Eluard: "Había que creer, era necesario /
creer que el hombre tiene el poder / de ser libre y de ser mejor que el destino
que le ha sido asignado". Y pienso que necesitamos seguirlo creyendo hoy.

(Conferencia pronunciada por Josep Fontana en el acto de presentación de la comisión del centenario de
la Revolución Rusa)

Josep Fontana, miembro del Consejo Editorial de SinPermiso, es catedrático emérito de Historia y dirige el Instituto
Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Maestro indiscutible de
varias generaciones de historiadores y científicos sociales, investigador de prestigio internacional e introductor en el
mundo editorial hispánico, entre muchas otras cosas, de la gran tradición historiográfica marxista británica contemporánea,
Fontana fue una de las más emblemáticas figuras de la resistencia democrática al franquismo y es un historiador militante
e incansablemente comprometido con la causa de la democracia y del socialismo.


Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Raventós

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2/3/2015

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