quinta-feira, 1 de dezembro de 2022

Entrevista a la historiadora Sheila Fitzpatrick Una vida entre los archivos soviéticos

 
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*Fuentes: *Nueva Sociedad

Sheila Fitzpatrick (Melbourne, 1941) es una de las historiadoras más
importantes e influyentes de la actualidad. Dedicada al estudio de la
historia de la Rusia soviética desde hace más de 50 años, ha hecho
grandes contribuciones a la comprensión de la vida del campesinado y de
la población industrial durante el estalinismo, a la vez que ha abordado
cuestiones asociadas a la clase y la movilidad social en la Unión Soviética.

Profesora de Historia en la Universidad de Sídney y profesora emérita de
la Universidad de Chicago, Fitzpatrick se ha destacado por la puesta en
práctica de una «historia desde abajo» que permite ver aspectos
decisivos y particulares de la vida cotidiana en la urss. En contraste
con el modelo propuesto por la «escuela del totalitarismo» –que tendía a
analizar el mundo soviético «desde arriba», considerando que alcanzaba
con conocer las decisiones del Estado, los líderes y el Partido–,
Fitzpatrick centró sus estudios en las relaciones sociales de los
ciudadanos y en las complejas interacciones de estos con las instancias
gubernamentales, incluidos los resquicios en los que las órdenes
estatales eran desafiadas de distintos modos.

Reconocida internacionalmente por libros como /Lunacharski y la
organización soviética de la educación y de las artes (1917-1921)/, /La
Revolución Rusa/, /La vida cotidiana durante el estalinismo/ y /El
equipo de Stalin/, acaba de publicar /The Shortest History of the Soviet
Union /[Brevísima historia de la Unión Soviética], que será publicado
próximamente en español y portugués. En esta entrevista de Mariano
Schuster del verano de 2022, Fitzpatrick repasa su obra y su vida entre
archivos soviéticos, comenta sus influencias y sus modos de hacer
historia, y se adentra en algunos de los grandes debates contemporáneos
que tienen como eje a la Rusia de Vladímir Putin.

*Su último libro, /The Shortest History of the Soviet Union/, fue
publicado a 30 años de la caída de la Unión Soviética y en un contexto
en el que Rusia y sus vecinos vuelven a estar en el centro de los
debates sobre la política global. ¿Por qué es importante volver sobre la
historia soviética?*

Si quisiera entender el presente, lo primero que abordaría como lectora
de este libro serían, de hecho, los últimos capítulos. En ellos relato y
analizo la ruptura y la caída de la URSS. Entender la desintegración de
la URSS, así como las formas y las causas por las que se produjo ese
proceso, resulta muy relevante para comprender el presente.

Desde mi punto de vista, la importancia de este libro es diferente, dado
que yo, obviamente, no soy su lectora sino su autora. Me lo encargaron
en 2020 y lo escribí en 2021. Y lo que me resultó realmente interesante
fue el hecho de que, con el colapso de la URSS, esa historia tuvo un
principio y un final. Normalmente, escribimos historia y no hay un
final, se trata de un proceso continuo que se sostiene en el tiempo.
Pero en esta historia contamos con un principio y un final que puede
delimitarse con nitidez. Eso impone una perspectiva distinta a la de
otros episodios históricos. Y ese es el interés para mí: dar un paso
atrás y ver esa historia como algo finito y no como un proyecto en curso.

*Su padre, Brian Fitzpatrick, fue un destacado activista por los
derechos civiles, además de un socialista democrático que, como usted
misma ha dicho, gustaba de escandalizar a la burguesía. ¿Cuánto influyó
en usted el contexto familiar a la hora de definir la historia soviética
como su campo de estudio?*

Me influyó, aunque no siempre de forma directa. Yo identificaría dos
cuestiones muy particulares. Una es que, siendo una adolescente, en la
década de 1950, desarrollé el tipo de crítica que realizan los jóvenes
de esa edad a todos los aspectos posibles de la vida de sus padres. En
ese sentido, comencé a desafiar a mi padre, no tanto en sus creencias
políticas fundamentales –que estaban asociadas y vinculadas
profundamente a la lucha por las libertades civiles–, sino en relación
con algo bastante periférico para él: su admiración por la URSS. O al
menos su esperanza de que la URSS fuera en algún momento digna de un
sentimiento de ese tipo. No sabía mucho sobre esa experiencia, pero al
igual que otras personas de izquierda sentía que probablemente la URSS
estaba siendo calumniada por la prensa capitalista y eso lo llevaba a
algún tipo de apoyo. Yo consideraba que él no tenía suficiente
información y por eso lo acribillé un poco con mis cuestionamientos. Sin
embargo, pronto me di cuenta de que era extremadamente difícil formarse
una opinión sobre la URSS porque la bibliografía disponible no solo era
escasa, sino completamente contradictoria. Se trataba de libros
partidistas a favor o en contra, y resultaba imposible comprender lo que
realmente había ocurrido o estaba ocurriendo allí. Y ese me pareció un
reto interesante.

La segunda cuestión que influyó en mi decisión de dedicarme a la
historia rusa es que, en la Universidad de Melbourne, donde yo cursaba
Historia, había que estudiar una lengua extranjera. Yo quería aprender
alemán, pero no me dejaron hacerlo porque no tenía una base previa –dado
que no lo ofrecían como parte del currículo en mi escuela secundaria–.
Así que mis padres me sugirieron que estudiara ruso. El motivo que
estuvo detrás fue el emblemático episodio de la Guerra Fría en
Australia: la deserción del diplomático soviético Vladímir Petrov, que
llevó a la creación en 1954 de una Comisión Real de Espionaje [Royal
Commission on Espionage]. En el ambiente de histeria que siguió, algunos
miembros del Parlamento empezaron a cuestionar la lealtad de la persona
que dirigía el Departamento de Lengua y Literatura Rusa de la
Universidad de Melbourne. Se trataba de una especie de campaña de
difamación legalmente permitida. Era una rusa llamada Nina Mikhailovna
Christesen, casada con el director de una revista literaria que era
amigo de mi padre. Mis padres, como otros miembros de la intelectualidad
de izquierdas con hijos en edad universitaria, me sugirieron que
estudiara ruso para que el número de alumnos de Nina aumentara y las
cosas fueran más fáciles para ella. Así que eso hice. Hice el primer
curso de ruso, que era todo lo que se requería. Pero después de terminar
ese curso, pensé: «No sé lo suficiente del idioma para que sea útil.
Haré también el segundo año». Y, de hecho, cursé el segundo año en ruso,
lo que me proporcionó suficientes conocimientos de lectura como para
arriesgarme a tratar un tema utilizando fuentes rusas para mi ensayo de
investigación de cuarto año en Historia. Y eso me llevó a convertirme en
una historiadora de Rusia.

*Pese a que usted es muy reconocida por sus trabajos sobre el
estalinismo, y también por su libro La Revolución Rusa, su primer
trabajo estuvo dedicado a la figura de Anatoli Lunacharsky, el Comisario
del Pueblo para la Educación tras la Revolución de Octubre. ¿Por qué la
atrajo ese personaje tan particular?*

No fue exactamente porque fuera mi héroe, aunque lo miraba con interés
y, en general, con benevolencia. Pero sí había algunas buenas razones
para abordar un estudio sobre Lunacharsky. En primer lugar, en la URSS
acababan de empezar a publicar sus obras completas. Es decir, estaban
publicando el material necesario para desarrollar una biografía
intelectual, que es lo que yo inicialmente pensaba escribir. En las
bibliotecas de Oxford podía encontrar buena parte del material
prerrevolucionario, pero entonces los soviéticos estaban publicando una
colección bastante completa de sus escritos posteriores a la Revolución.
A medida que me adentré en el tema, me alejé bastante de Lunacharsky
como intelectual y, por lo tanto, de mi proyecto biográfico inicial. Se
trataba de un divulgador, básicamente muy ecléctico, que recogía muchas
ideas y las entrelazaba muy rápidamente en una especie de narración que
no solía ser muy profunda. Sin embargo, su actividad como Comisario del
Pueblo para la Educación (una suerte de comisario de la Ilustración), me
resultó profundamente interesante, especialmente después de mi llegada a
la URSS para investigar. Y terminé escribiendo mi disertación sobre eso.

Había otro aspecto que me interesó en Lunacharsky y era el que se
vinculaba con su papel de autoproclamado mediador entre la
intelectualidad y el Partido Comunista. Creo que esto tenía algo que ver
con mi padre, quien, de hecho, había desarrollado un papel político
informal en Australia como mediador de trastienda, alguien que no era
miembro de ningún partido político pero que mantenía contactos con
comunistas, así como con figuras del Partido Laborista e incluso con
algunos liberales. Hoy en día no estoy segura de si admiraba el papel de
mediador de mi padre o lo criticaba, pero me interesaba como
autodefinición y modus operandi.

En 1966 fui a la URSS para un año de investigación como estudiante de
intercambio británica, con la esperanza de que me permitieran trabajar
en los documentos personales de Lunacharsky, que estaban en los archivos
del Partido Comunista. A los soviéticos no les gustaba dar acceso a los
archivos de la época soviética a los extranjeros y me negaron la
consulta. Sin embargo, tras algunos meses de lucha, me permitieron
ingresar en los Archivos Estatales, considerados menos sensibles
políticamente, para trabajar en los archivos del ministerio de
Lunacharsky (Narkompros) de la década de 1920. Esos materiales del
Narkompros eran absolutamente fascinantes. A través de ellos aprendí
sobre Lunacharsky, pero sobre todo empecé a entender cómo funcionaba la
política en la URSS. La idea predominante sobre la urss, encapsulada en
el modelo totalitario, sostenía que toda la política se formulaba en el
Politburó y luego se transmitía hacia abajo. Pero lo que descubrí en los
archivos fue que el Ministerio de Educación formulaba políticas (al
igual que otros ministerios, departamentos del Comité Central del
Partido, etc.) y luego intentaba presionar al Politburó, al gobierno, al
Consejo de Ministros y a las personas que lo integraban para que sus
políticas fueran aprobadas. A veces tenían éxito y otras no, pero yo
estaba viendo un proceso político que el modelo totalitario simplemente
no permitía ver.

Cuando usted comenzó sus estudios historiográficos sobre el comunismo
soviético, esa perspectiva de la «escuela del totalitarismo» era
predominante en la sovietología. Sin embargo, usted adoptó una postura
diferente, enfocándose en una «historia desde abajo», que atendía y
hacía eje en la vida cotidiana. ¿Cuáles eran sus críticas o sus reparos
hacia ese paradigma y por qué eligió abordar la historia soviética desde
un enfoque societal?

Mis primeros encuentros negativos con el «modelo del totalitarismo» se
produjeron a partir de mi trabajo de archivo en la URSS. Eso sucedió
antes de que me fuera a Estados Unidos, a principios de la década de
1970. Sin embargo, cuando me afinqué allí, la cuestión se volvió más
importante para mí porque los estudios soviéticos en EE.UU. estaban
entonces dominados por politólogos cuyo modelo favorito era el del
totalitarismo. Era un campo muy politizado en la Guerra Fría, y el
«modelo del totalitarismo» –basado en la idea de la similitud esencial
entre el sistema soviético y el de la Alemania nazi– no solo servía a
los fines académicos, sino también políticos.

Mi decisión de hacer «historia desde abajo» no se produjo durante mi
primer periodo de investigación en la Unión Soviética, sino después de
mudarme a EE.UU.. Eso reflejaba, en primer lugar, lo que estaba
sucediendo en la historiografía profesional en su conjunto. Todos se
dirigían hacia la historia social, que había sido cuantitativa, pero en
ese momento estaba pasando a ser más cualitativa. Hacer historia social
entonces era como hacer historia cultural en los años 90: todo el mundo
se sentía atraído por ella. En el caso soviético, existía una cuestión
adicional. Si la historia se escribía considerando que todo venía «desde
arriba», hacer historia era muy fácil: se podían leer todas las
declaraciones oficiales, las resoluciones del Comité Central, las leyes
del Consejo de Ministros y decir: «Perfecto, esto es lo que ha pasado».
Si, por ejemplo, alguien estaba interesado en el campesinado, podía leer
todas las leyes y resoluciones relativas al campesinado y deducir la
situación real. Pero las cosas no funcionaban de ese modo en la URSS.
Como percibí más tarde con bastante cinismo, las leyes y las
instrucciones eran a menudo más útiles para el historiador social por
una especie de lectura inversa: te decían cómo las autoridades querían
que fueran las cosas, no cómo eran; y sus listas de prohibiciones eran a
menudo una excelente guía de los tipos de prácticas que eran habituales
en la vida real.

Pensé que hacer historia desde abajo también era un reto especialmente
interesante en la historia soviética porque nadie había intentado
hacerlo antes. No estaba muy claro cuáles serían las fuentes, aunque era
evidente que eran inadecuadas, especialmente para los años 30 y 40. Pero
¿era posible o no? Me gustan bastante los retos, así que pensé que
podría ser factible. Pensé que podría ser factible incluso en lo que se
refería a los archivos soviéticos, a pesar de todos los problemas de
acceso a los archivos para los extranjeros, que incluían no poder ver
nunca los catálogos o inventarios y, por tanto, tener que adivinar qué
tipo de material podían contener los archivos. Sin embargo, a mediados
de los años 70 yo era al menos una persona conocida, así que supuse que
no iba a ser tan difícil. Ciertamente, los soviéticos estaban mucho más
dispuestos a entregar el material relacionado con cuestiones sociales
que políticas. Les preocupaba mucho que la gente buscara información
sobre Trotsky o sobre Bujarin. Esas eran sus obsesiones. También podía
ser un problema si se buscaba material sobre el campesinado en la época
de la colectivización. Pero obtuve una buena cantidad de material, en
particular sobre los sindicatos y la industria pesada a finales de los
años 20 y 30. Lo que yo buscaba, en realidad, era analizar y comprender
los procesos de interacción entre los trabajadores de base y la
administración de las empresas. Y pude conseguirlo con esos materiales.

A la vez, descubrí que me interesaba la cuestión de la movilidad social
ascendente. Cuando trabajé por primera vez sobre la educación en torno
de Lunacharsky, se me hizo evidente que la cuestión de dar «preferencia
a los proletarios» ocupaba un lugar muy destacado y nadie tenía un marco
teórico en el que colocar esta cuestión. Lo que los soviéticos decían
era que estaban dando poder a la clase obrera a través del partido. Pero
lo que hacían en realidad, y que tenía cierta resonancia en los
trabajadores reales, era ofrecer oportunidades de movilidad ascendente a
los trabajadores pero, sobre todo, a sus hijos. Les daban preferencia en
la admisión a la educación superior, por ejemplo. Pensé que era un
fenómeno realmente interesante y que merecía la pena estudiarlo, y que
era viable hacerlo pese a las limitaciones de acceso a los archivos.

Los soviéticos, por supuesto, habrían rechazado el término «movilidad
social ascendente». No reconocían esa noción y, seguramente, no habrían
estado a gusto con esa interpretación de las «reglas de preferencia
proletaria». Sin embargo, tenían su propio enfoque que sus historiadores
llamaban «formación de la intelligentsia soviética». Ahora bien, la
«formación de la intelligentsia soviética» significa, entre otras cosas,
el ascenso social de gente de origen obrero y campesino. Por lo tanto,
bajo ese título de formación de la intelligentsia soviética pude
conseguir material de archivo sobre la movilidad social ascendente.

*En «New Perspectives on Stalinism» [Nuevas perspectivas sobre el
estalinismo], un artículo publicado en /The Russian Review/ en 1986,
usted planteó, en consonancia con su crítica al modelo propuesto por la
escuela del totalitarismo, que era posible pensar el estalinismo «desde
abajo». Luego, efectivamente, fue lo que usted misma hizo y plasmó en su
libro La vida cotidiana durante el estalinismo. ¿Qué modificaciones
concretas implicó ese estudio sobre el estalinismo para comprender las
formas del régimen? ¿Qué cuestiones salieron a la luz que no habían sido
atendidas hasta entonces?*

Como historiadora, siempre dudo de los modelos. Por lo tanto, lo que yo
pretendía no era desarrollar uno alternativo al del totalitarismo, sino
evidenciar y dar cuenta de aquellos aspectos que ese enfoque no permitía
ver. En ese sentido, tampoco expresé mis ideas y mis análisis sobre el
funcionamiento de la política soviética en términos de modelo. Al
abordar la cuestión del funcionamiento de la sociedad, la imagen que
ofrecí fue la de una amplia estructura institucional creada y controlada
por el Estado, y la de individuos que no solo operaban dentro de esa
estructura, sino en sus intersticios. En otras palabras, pretendí
reflejar que para conseguir lo que necesitaban para la vida, las
personas debían tener en cuenta esa estructura oficial y utilizarla de
manera voluntaria o involuntaria. Para todo tipo de cosas necesitaban de
esa estructura: para conseguir bienes de consumo, para hacer que los
hijos recibieran una educación adecuada, etc. Allí operaban en los
intersticios por medio de conexiones personalistas.

Es importante destacar la importancia del término soviético «blat».
/Blat/ es un sistema de intercambio recíproco de favores: yo tengo la
oportunidad de hacer ciertas cosas por ti debido a mi posición; tú, en
cambio, tienes otras oportunidades y puedes hacer otras cosas por mí.
Pero no es una relación cruda que se pueda monetizar y tampoco la
contrapartida tiene que ser inmediata. No, es un balance continuo. De
hecho, en esa economía de favores nos consideramos amigos, aunque hasta
cierto punto se trate de una amistad instrumental. Esa forma de operar,
de la que me di cuenta porque estuve en la URSS en los años 60 y la
observé de manera directa, fue muy importante, en mi opinión, desde el
principio. Es interesante que, en China, donde se utiliza el término
«guānxi» para definir este tipo de economía de favores, el sistema
prevalece y muchos lo remontan a las raíces tradicionales chinas. Lo
cierto es que allí tienen una estructura institucional y unas respuestas
similares, formas análogas de lidiar con ella y de evadirla para
desarrollarse.

*Usted escribió un libro sobre la cúspide de poder del estalinismo. Me
refiero a /El equipo de Stalin/, que usted misma definió como «una
especie de etnografía del Politburó». ¿Por qué decidió, luego de
trabajar la vida cotidiana, desarrollar un estudio sobre la estructura
de poder en el estalinismo?*

Nuevamente hay una serie de razones, pero quizás podría mencionar
simplemente la principal: me gusta hacer cosas que no he hecho antes y
no me gusta que me encasillen. Yo ya había pasado de ser historiadora
cultural –o, más bien, historiadora de instituciones culturales– a
trabajar en el campo de la historia social. Es decir, no me había
mantenido en un solo campo.

Pero sobre esta cuestión específica, siempre había sabido algo sobre el
Politburó en los años 20 debido a que, durante décadas, había cultivado
una estrecha amistad con Igor Sats, el secretario de Lunacharsky. Sats
había conocido a Trotsky, a Stalin, a Bujarin y solía hablarme de ellos,
por lo que yo tenía una imagen de aquellos personajes y de sus
interacciones personales que no estaba plasmada en la bibliografía de
entonces. En particular, solía conversar sobre ello con el politólogo
Jerry Hough, con quien entonces estaba casada. Jerry siempre me decía:
«Deberías escribir esto porque da una imagen de la política soviética
que simplemente no tenemos». Pero no lo hice porque quería hacer
historia social. Mucho después de que Jerry y yo nos divorciáramos –de
manera muy amistosa–, pensé: «¿Por qué no hacerlo?». Pero también pensé
que algo de lo que había comprendido, a partir de mi trabajo sobre la
vida cotidiana bajo el estalinismo, sobre la forma de hacer las cosas
era, de hecho, perfectamente aplicable, por lo que me dije: «Si miro al
Politburó, si aporto al Politburó soviético un cierto grado de
conocimiento de segunda mano de las personalidades y un buen sentido de
cómo operaba la gente en la URSS, podría hacer un trabajo de historia
política realmente interesante». Y consideré que quizás esto podía
aportar algo a la forma en que vemos y pensamos al propio Stalin. Porque
ha habido una gran cantidad de estudios sobre Stalin, pero casi todos
son biográficos. Yo no pretendía anular ese trabajo, ni decir «No, es el
Politburó el que dirige todo, no Stalin». Intentaba ver cómo encajaba el
Politburó en el sistema estalinista.

Stalin se reunía con los miembros de su Politburó (o a veces con un
órgano ad hoc que se solapaba con el Politburó formal) prácticamente
todos los días durante varias horas. Eso significa que el Politburó
tenía una función que Stalin consideraba importante. Stalin era un
hombre muy trabajador y era imposible pensar que fuera a pasar tiempo
con ellos a menos que el Politburó tuviera un objetivo y una tarea
definidos. Ese fue mi punto de partida: que el Politburó debía tener
funciones y tareas de gobierno porque, de otra manera, Stalin no habría
pasado tiempo dialogando a diario con sus miembros. Y estaba muy claro
que pasaba tiempo allí porque los registros de su oficina estaban
disponibles. Cada hora de su día en la oficina quedó registrada. Eso me
permitió desarrollar mi trabajo, sobre todo porque esos registros
estaban también publicados en Australia, y cuando comencé a trabajar el
tema, me encontraba allí y viajaba periódicamente a la URSS.

*Permítame preguntarle sobre su propia historia como investigadora.
¿Cómo fue trabajar en los archivos soviéticos?*

Era difícil. Lo fue especialmente en los años 60 y 70 porque no
entregaban catálogos ni guías. No decían qué material tenían. Tampoco lo
publicaban. Así que había que hablar con un empleado de los archivos y
decirle: «Mi tema es tal y tal, y quiero tal y tal material». Entonces,
por supuesto, podían entenderte mejor o peor, y podían ser más o menos
colaborativos. Era realmente complicado conseguir material de esa
manera, a punto tal que, en el proceso, aprendí mucho sobre la
burocracia y los archivos. Si pedías, por ejemplo, las actas de las
reuniones de una determinada institución, pero las actas se llamaban
protocolos, puede que no las trajeran a no ser que les cayeras bien.
Pero si decías «Quiero protocolos» y tenían protocolos, a menudo se
sentían obligados a traerlos. Y una vez que tenías los protocolos o las
actas, entonces podías continuar mejor el trabajo, fecha por fecha.
Ahora bien, muchos de los archivistas, esos funcionarios subalternos con
los que traté, fueron de una enorme ayuda. Hicieron lo que pudieron por
mí y, a menudo, con muy buena predisposición. Puede que tuvieran la
sospecha de que, en los intercambios académicos, las potencias
occidentales enviaban espías que se hacían pasar por historiadores. Sin
embargo, si te veían trabajar regularmente durante un largo tiempo, se
convencían de que realmente estabas escribiendo sobre historia. Veían
que estabas haciendo tu trabajo y que no estabas simplemente sentada
ahí. En mi caso, evidentemente, decidieron que yo era una verdadera
historiadora.

Me gustaría contar una historia curiosa sobre esta cuestión. Algo que me
sucedió ya en los años 80, una época en que durante bastante tiempo
viajé a la URSS casi cada año. Un día, en el paquete de carpetas que
recibí, había una sobre el uso de mano de obra de convictos en la
industria pesada, un tema tabú. Yo estaba entonces trabajando sobre la
industria pesada. Miré ese archivo y me dije: «Es increíble. Yo no pedí
esto». Pero me senté, lo leí y tomé notas detalladas. Y luego volví y
dije: «¿Puedo tener el siguiente año de la misma serie?». Pero,
ciertamente, nunca obtuve más. En definitiva, parecía una cosa extraña
que me había llegado y que me permitía llenar un vacío porque, por
supuesto, el material sobre el uso de la mano de obra de convictos no
era parte del archivo de acceso abierto. Muchos años más tarde, ya a
finales de los 80, en tiempos de la perestroika, me encontré en una
ocasión social con la subdirectora del archivo. Entonces, ella me dice:
«¿Le gustó el regalo que le envié?». Y yo le pregunté: «¿Qué regalo?». Y
ella respondió: «Le envié unas cositas sobre el trabajo de los
convictos». Y mientras la miraba sorprendida, ella me explicó: «Lo hice
porque vi que era muy trabajadora, siempre estaba trabajando. Pensé que
eso merecía un reconocimiento».

*En su autobiografía A Spy in the Archives: A Memoir of Cold War Russia
[Una espía en los archivos. Memorias de la Rusia de la Guerra Fría],
narra el momento que da título al libro: el de la acusación en 1968 en
el periódico Sovetskaya Rossiya de ser una «saboteadora ideológica», una
espía para Occidente disfrazada de académica. ¿Qué supuso para usted esa
acusación y cómo transitó ese periodo?*

No fue tan malo como parece o, en realidad, como podría haber sido. La
realidad es que se equivocaron con mi nombre o, más bien, no sabían que
yo era la persona de la que estaban hablando. Esto necesita un poco de
explicación. Yo nací Fitzpatrick y publiqué mis artículos utilizando ese
apellido. Pero me casé en Gran Bretaña con un hombre llamado Alex Bruce.
Y pese a que yo hubiese deseado mantener mi apellido en el pasaporte
británico, los británicos no lo permitían. Dijeron: «Usted es la señora
Bruce». Así que conseguí un pasaporte que decía Sheila Bruce o, en ruso,
Sheyla Brius. Mientras tanto, publicaba como Fitzpatrick. Solo tenía un
artículo en aquella época, en una revista que seguía la vieja convención
británica de utilizar las iniciales en lugar del nombre. Así que me
llamaba S. Fitzpatrick. El periódico Sovetskaya Rossiya evidentemente
tenía a alguien asignado para leer la prensa occidental con el fin de
escribir artículos diciendo que esa gente era saboteadora y
falsificadora. Tal vez la kgb le dijo que buscara a Fitzpatrick o, más
probablemente, simplemente esa persona estaba leyendo la revista
buscando algunos potenciales «falsificadores burgueses» para atacar,
encontró ese artículo y pensó: «Bueno, esto encaja». Supuso que
Fitzpatrick era un hombre, porque el apellido no da el género. Escribió
en su artículo que Fitzpatrick era lo más parecido a un espía. Mientras
tanto, yo seguía en Moscú como Sheyla Brius. Pero yo no leí ese
periódico, y mis amigos tampoco. Cuando volví a Oxford, la gente de allí
que estaba al tanto de la prensa soviética dijo: «Dios mío, te han
denunciado como espía. ¿Pasó algo?». Así fue como me enteré. Supongo que
después de un tiempo la KGB descubrió que Fitzpatrick y Brius eran la
misma persona. Pero creo que en ese momento no sabían eso. En los
archivos, la persona con la que trataban era Bruce (Brius), y no había
nada contra nadie con ese apellido.

*Acaba de mencionar su estancia en Oxford, donde se doctoró con su tesis
sobre Lunacharsky. Mientras tanto, en Cambridge estaba E.H. Carr, el
prolífico escritor, diplomático e historiador, cuyos estudios sobre la
URSS habían adquirido gran relevancia. ¿Tuvo usted contacto con Carr?
¿Qué impresión le causó su obra?*

Cuando fui a Oxford, la historia soviética no era considerada un objeto
de estudio muy legítimo. Entre otras cosas, era vista como demasiado
contemporánea y se asumía que no se podía conseguir material de archivo.
Yo la veía como un campo más o menos virgen en la década de 1960. Había
apenas algunas personas estudiando esos temas, pero yo los consideraba
esencialmente como politólogos que se habían desviado hacia el campo de
la historia. En definitiva, no había nadie cuyo trabajo sobre la
historia soviética me pareciera de gran interés en Oxford.

Las dos personas que tenían un trabajo que sí me resultaba serio e
interesante eran Leonard Schapiro, en la London School of Economics, y
E.H. Carr, en Cambridge. Y tuve relación con ambos. Hasta el momento en
que Leonard decidió que no le gustaba ideológicamente, me apoyó mucho y
fue un gran patrocinador. En el caso de Carr, las cosas se dieron de
otro modo y muchas veces me he preguntado por qué no fui en primer lugar
a Cambridge a estudiar con él. Es uno de los misterios de la vida, pero
lo cierto es que no lo hice. De hecho, tampoco me puse en contacto con
Carr, aunque admiraba mucho su trabajo. Sin embargo, fue él quien un día
se puso en contacto conmigo y entonces apareció la misma cuestión del
apellido. Fue hacia 1968 o 1969. Carr me escribió una carta a mi
dirección de Oxford dirigida a la «Sra. Bruce». Decía algo así como:
«Querida Sra. Bruce, me pregunto si se ha dado cuenta de que una persona
llamada Fitzpatrick está trabajando en su tema y ha publicado este
artículo…». Así que le respondí: «Esa soy yo» (estoy segura de que él lo
sabía y de que la carta era su pequeña broma). Me invitó a ir a
Cambridge y visitarlo. Me apresuré a ir y nos hicimos, creo, amigos. Fue
bastante curioso. Su oficina estaba en el Trinity College de Cambridge.
Recuerdo que subí muchas escaleras oscuras para llegar allí y que las
propias habitaciones estaban a oscuras, y allí estaba él: un hombre
alto, mayor, de aspecto impresionante, sentado detrás de su escritorio.
Entonces entré yo, una mujer joven y menuda. Gracias a nuestras
conversaciones descubrí por qué se interesaba en mi trabajo. Aunque no
se dedicaba básicamente a la historia cultural, tenía una sección sobre
política cultural en el libro que estaba escribiendo. Creo que era el
segundo volumen de Bases de una economía planificada. Era evidente, por
mi artículo publicado sobre Lunacharsky, que yo sabía algo al respecto,
y él quería informarse.

Carr siguió en contacto incluso después de que yo me fuera a EE.UU.. En
cierto modo, él se mantuvo más presente conmigo que yo con él. No porque
yo no hubiera querido, sino más bien porque pensé: «Él es un gran
hombre, ¿y quién soy yo?». En 1971, cuando ya no estaba casada con Alex,
y vivía en Londres, en una relación con un periodista que trabajaba para
el Financial Times, Carr me escribió a la casa de esa persona, a quien
nunca le había mencionado, en lugar de escribir a mi dirección de
Oxford. Esa era otra de sus pequeñas bromas, supongo, una forma de
decir: «Mis espías saben dónde estás».

*Quisiera preguntarle ahora por algunas cuestiones vinculadas a la
actualidad de Rusia y, en particular, por el modo en que se piensa desde
la política contemporánea el proceso soviético. Vladímir Putin suele
defender algunos aspectos de la URSS, pero desprecia la Revolución de
Octubre (a punto tal que no se celebró su 100o aniversario en 2017).
Parece ver la Revolución y a Lenin como generadores de caos y
desintegración. ¿Dónde ubicaría a Putin desde el punto de vista
ideológico y de su lectura de la historia rusa?*

En cierta ocasión Putin se definió como un «producto puro y
completamente exitoso de la educación patriótica soviética». Aun con la
dosis de ironía de la expresión, hay mucho de cierto en ella. Por
supuesto, es evidente que sobre Lenin se apartó bastante de aquello que
le enseñaron, pero sobre Stalin se mantuvo en el mismo eje.

Para tener una perspectiva de las ideas de Putin sobre la Revolución
Rusa conviene, efectivamente, observar sus opiniones en los debates de
cara a las celebraciones del centenario de la Revolución –celebraciones
que finalmente no se produjeron–. En aquel contexto de 2017, Putin dijo
que con seguridad Lenin había hecho algunas cosas buenas, pero que hubo
aspectos negativos muy claramente destacables para él. Lo definió, lisa
y llanamente, como un destructor de naciones. En ese contexto, lanzó su
crítica favorita a Lenin, considerando como una de sus peores medidas el
otorgamiento del derecho de secesión a las repúblicas de la URSS. Putin
lo llamó «una bomba de tiempo». Se trata de un recurso que, por
supuesto, ninguna de las repúblicas usó durante 70 años, hasta que
finalmente lo hicieron.

En contraste con su mirada sobre Lenin, Putin ve a Stalin como un
constructor de la nación. Y la construcción de la nación es algo por lo
que Putin manifiesta una enorme simpatía. Él siente que está dedicado a
ello. Piensa su propio papel como el del hombre que tiene la misión de
construir una nación después de una fuerte agitación que ha producido
una gran erosión y malestar dentro de la sociedad. Es en ese sentido en
el que admira a Stalin.

Varios académicos han sugerido que, en cuestiones como el trato a
Ucrania, Putin remonta su perspectiva al tiempo de la consolidación del
control ruso del siglo XVIII sobre aquellas tierras, entonces rusas, que
ahora son parte de Ucrania. Simon Montefiore afirma que Putin ha leído
su libro sobre Catalina la Grande y la creación de la Gran Rusia y que
le gustaría situarse en la tradición de los constructores de la nación y
el imperio rusos, empezando por Pedro el Grande y pasando por Catalina.
Estoy abierta a ese punto de vista, pero no he visto ninguna evidencia
concreta que me convenza de que eso sea más importante para Putin que el
aspecto soviético, que, después de todo, está más cerca de él. Pero es
ciertamente una hipótesis bastante plausible.

*¿Qué aspectos de la historia rusa nos dan pistas para analizar la
invasión a Ucrania?*

El propio Putin nos ha dado una pista en sus comentarios sobre la
inseparabilidad histórica de Rusia y Ucrania. Considera que los orígenes
del actual Estado ucraniano están en la República Socialista Soviética
de Ucrania, formada como miembro fundador de la URSS en la década de
1920. Esto implica que una estrecha relación con Rusia (en la época
soviética, la República Socialista Federativa Soviética de Rusia) está
incorporada a la identidad ucraniana.

La cuestión del destino de Ucrania dentro de la URSS es complicada. Es
la URSS la que reconoce a Ucrania como entidad nacional a principios de
la década de 1920, en contraste con los aliados occidentales después de
la Primera Guerra Mundial, que se negaron a hacerlo. En la década de
1920 hubo conflictos por el «nacionalismo burgués» en Ucrania. En la
hambruna de principios de la década de 1930 (llamada «Holodomor» por los
ucranianos, y una parte clave de la historia nacional del Estado
ucraniano postsoviético), los campesinos ucranianos fueron los
principales afectados (aunque los campesinos de otras regiones
productoras de grano, como el sur de Rusia y Kazajistán, también
sufrieron mucho); y los líderes del Partido ucraniano, junto con los de
otras repúblicas y regiones nacionales, fueron víctimas de las Grandes
Purgas a finales de la década.

Este es un terreno relativamente conocido, pero también está la cuestión
del papel de Ucrania en la política y el gobierno soviéticos en el
periodo posterior a Stalin. Durante la redacción de mi último libro,
/The Shortest History of the Soviet Union/, me interesé bastante por
este tema. El periodo posterior a Stalin, especialmente a partir de los
años 60, fue mucho más fácil para Ucrania. Nikita Jruschov, un ruso
nacido en Ucrania, había sido el jefe del Partido en esa región a
finales del periodo de Stalin, y cuando pasó a esferas más altas en
Moscú conservó muchos amigos ucranianos, a los que por supuesto les fue
muy bien bajo su mandato. Por aquel entonces, los líderes del Partido
ucraniano, si bien nombrados por Moscú, eran siempre ucranianos étnicos;
y la representación ucraniana en el Politburó aumentó y siguió siendo
importante durante el periodo de Leonid Brezhnev. Durante el último
periodo soviético, Ucrania parecía una de las repúblicas más exitosas,
le iba bastante bien y, en comparación con otras repúblicas de la URSS,
se sentía bastante satisfecha consigo misma. Aunque existía un
movimiento nacionalista disidente, era relativamente pequeño en aquella
época.

Esto hace que sea más fácil comprender el hecho de que, cuando se
produjo el fracaso de la perestroika de Mijaíl Gorbachov y la cuestión
de la soberanía republicana y la separación ingresó en la agenda de los
líderes de las repúblicas soviéticas, Ucrania no se encontrara en la
primera línea. Los Estados bálticos eran los que realmente querían salir
más rápido y los que contaban con una opinión popular que apoyaba
firmemente a los líderes separatistas. Los líderes de Georgia y Armenia
también estaban avanzando hacia la salida en 1990-1991, con el apoyo de
la opinión pública de sus repúblicas. Pero ese no fue el caso de
Ucrania. Ucrania abandonó la URSS en el último momento, junto con Rusia
(bajo el mando de Boris Yeltsin), y en gran medida siguiendo el ejemplo
de Rusia. El golpe mortal para la URSS se produjo cuando Yeltsin, el
líder ucraniano Leonid Kravchuk y los bielorrusos comunicaron al
presidente soviético Gorbachov que las tres repúblicas eslavas se
marchaban, dejando a Gorbachov presidiendo el cascarón vacío de la URSS.

*¿Cree que Putin puede estar buscando para Ucrania un régimen similar al
de Lukashenko en Bielorrusia?*

Si eso es lo que pretende, no creo que lo consiga. Lo que ha provocado,
de hecho, es lo contrario. Ha conseguido una suerte de consolidación de
un sentido de la nacionalidad ucraniana separada y hostil a Rusia. Y ese
sentido de pertenencia a esa nacionalidad ucraniana tiene que incluir a
los numerosos ciudadanos étnicamente rusos que viven en Ucrania. Uno de
los aspectos más llamativos de la cobertura mediática sobre la invasión
de Ucrania es que nadie haya mencionado, al tratar la destrucción y el
brutal bombardeo de Mariupol, que la mitad de la gente que vive allí es
de origen ruso. Según el último censo, en Mariupol vivía 44% de personas
de origen ruso. Así que se trata de rusos que, junto con los ucranianos,
están sufriendo el trauma de la guerra y que, presumiblemente, en
respuesta en gran medida a esta invasión y a la hostilidad, se
identifican con el proyecto del Estado ucraniano. Incluso antes de la
invasión, yo hubiera sido muy escéptica de que a Putin se le pasara por
la cabeza la idea de que podía conducir a toda Ucrania a una posición
como la bielorrusa. Ya lo intentó antes, de forma más o menos
democrática, pero no funcionó. Ahora, la invasión ha dificultado aún más
su consecución. No está claro cuáles eran los objetivos concretos de
Putin al invadir y, en cualquier caso, probablemente hayan cambiado tras
el desastre del primer avance hacia Kiev. Pero en este momento parece
mucho más probable que los futuros historiadores vean la invasión de
2022 como parte de la involuntaria «fabricación de una nación ucraniana»
(de orientación occidental, hostil a Rusia) que a la de un Estado que
funcione como un cliente obediente de Rusia.

*A menudo se dice que existe una nostalgia de los tiempos soviéticos,
pero se habla poco de una nostalgia de los tiempos revolucionarios, de
los tiempos creativos del proceso de 1917. ¿Cómo cree que piensan los
ciudadanos rusos sobre la revolución bolchevique? ¿Tienen una idea
similar a la de Putin? ¿Qué valoración pueden llegar a tener hoy de un
personaje como Lenin?*

Por lo que recuerdo de las encuestas de opinión en 2017, en el
centenario de la Revolución, cuando se le pedía a la gente que evaluara
los diferentes periodos de la historia soviética, la mirada sobre la
Revolución y sobre Lenin era más positiva que la que sostiene Putin.
Ahora bien, en las encuestas de opinión, aquella gente que valoraba
positivamente a Stalin era la que afirmaba normalmente que también le
gustaba Lenin, mientras que a Putin solo le gustaba uno de ellos. En ese
momento, este parecía ser un tema de discusión, pero no de discusión
apasionada. En otras palabras, a la gente le interesaba pensar en ello,
pero no parecía tener una gran relevancia.

En cuanto a la nostalgia soviética, ciertamente fue muy fuerte entre la
población rusa durante las primeras décadas posteriores a la caída de la
URSS. Sin embargo, supongo que el cambio generacional la ha ido
desvaneciendo. En otras palabras, ahora tenemos a una generación
completa que no se crio ni se educó en la URSS. Y uno podría suponer que
eso reducirá ese sentimiento de nostalgia. Sin embargo, no estoy segura
de poder confirmarlo directamente mediante la investigación o la
observación. Es, sencillamente, una suposición.

*¿Cómo cambiaron los estudios rusos desde los comienzos de su carrera y
cuáles son hoy los niveles de colaboración con los historiadores rusos?*

Ahora esas relaciones son habituales y hay contactos completamente
normales. Existen colaboraciones intelectuales realmente productivas,
como la del historiador británico Yoram Gorlizki con Oleg Khlevniuk en
Moscú. En mi caso, no tengo ninguna colaboración estrecha como la que
acabo de mencionar, pero, por supuesto, mantengo una conversación
profesional continua con varios rusos que son expertos en diversos temas
en los que trabajo. Hasta ahora, este tipo de comunicación ha
continuado. Pero si la guerra se prolonga, es probable que esto cambie:
habrá más sospechas de los occidentales por parte de los rusos (y
viceversa) y las relaciones intelectuales y profesionales se verán
afectadas.

*Sheila Fitzpatrick. Sovietóloga desde hace más de 50 años, catedrática
de la Australian Catholic University, es una de las historiadoras más
influyente en la actualidad. *

Fuente:
https://nuso.org/articulo/archivos-sovieticos-entrevista-sheila-fitzpatrick/ <https://nuso.org/articulo/archivos-sovieticos-entrevista-sheila-fitzpatrick/>

Em
REBELION
https://rebelion.org/una-vida-entre-los-archivos-sovieticos/
30/11/2022

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