sábado, 22 de agosto de 2015

El ciudadanismo o la ideología difusa de la ciudadanía






Mario Domínguez Sánchez



El propósito de escribir sobre o contra la ciudadanía no es ofrecer
recetas directas para actuar identificando con claridad una ideología para
salirse de ella, ni tampoco se trata de fijar una forma contemplativa y
desesperada que invite a la inacción. Estamos además en presencia de un
paradigma explicativo débil, hecho de pequeños conceptos o nociones que
tratan de conjugar aspectos contradictorios, máxime cuando se trata de
buscar las conexiones del yo a lo social y a lo político. También cabe
insistir en la ambivalencia de los conceptos analizados: los dispositivos
ideológicos y políticos desplegados sirven, han servido, a la vez de
mecanismos de liberación y de captura. No hay una praxis de superación y
quizá por ello existen motivos para insistir en la necesaria autonomía de
la teoría. Si no estuviera permitido pensar ni decir más que aquello que
se puede traducir en una forma de acción práctica no sería posible
formular ni un pensamiento radical (por aquello de que va a las raíces de
las cosas), ni subversivo (esto es, que calcula las leyes que funcionan
por debajo de lo visible). La crítica no se puede cambiar a toda prisa en
moneda política (como sucede en cierta medida con las teorías de la
multitud o de los comunes) ni admite una aplicación a la vida personal de
cada uno/a. Por todo ello, pensar la ruptura de las categorías
fundamentales de la socialización capitalista trata siempre de imaginar
más allá de las propuestas que buscan mejorar el presente sin cambiar nada
y de las cuales el ciudadanismo es un buen ejemplo.

1. Nuevos actores y repertorios de la acción colectiva

La emergencia de nuevos sujetos colectivos, movimientos sociales,
repertorios de acción colectiva y generación de identidades comunitarias
detectables en un nuevo espacio de relación e interacción social se ha
venido produciendo como consecuencia no tanto de un desarrollo tecnológico
sino gracias a la “invención” de una nueva clase de política que hunde sus
raíces en las crisis de 1968. Dicho con brevedad, si hay algo que
caracteriza estas transformaciones consiste en que a partir de finales de
los años sesenta del siglo pasado los expertos constatan la fusión de las
esferas política y no política de la vida social, no sólo a nivel de
manifestaciones globales sociopolíticas, sino también al nivel de los
ciudadanos como actores políticos primarios. Se desdibuja la línea
divisoria que divide los asuntos y comportamientos “políticos” de los
“privados”, por ejemplo, económicos o morales. Toda una serie de
analistas, en su mayor parte neoconservadores, han calificado este ciclo
como extremadamente viciado y peligroso; ciclo que produce una erosión de
la autoridad política e incluso de la capacidad de gobernar, la llamada
ingobernabilidad que se une a la crisis de legitimidad (Habermas, 1975).
En el bando contrario han saludado este proceso como una profundización en
los sistemas democráticos o una especie de “segunda ciudadanía” por cuanto
supone de mayor participación y despliegue de virtudes cívicas. Tal
diagnóstico se apoya en al menos tres fenómenos distintos (Offe, 1988):
El aumento de ideologías y de actitudes “participativas”, que lleva a la
ciudadanía a servirse cada vez más del repertorio de los derechos
democráticos existentes.
El uso creciente de formas no institucionales o no convencionales de
participación política.
Las exigencias y los conflictos políticos relacionados con cuestiones
que se solían considerar temas prepolíticos de carácter moral o bien
temas económicos más que estrictamente políticos.

No obstante, pese a su evidente oposición al contenido del proyecto
neoconservador, el enfoque político de los nuevos movimientos sociales
comparte con los defensores de ese ideal un planteamiento analítico
importante. Ambos parten de que no se pueden seguir resolviendo los
conflictos y las contradicciones de la sociedad industrial avanzada por
medio del estatismo, la regulación política e incluyendo más exigencias y
cuestiones en el temario de las autoridades burocráticas. Pero a
diferencia de los neoconservadores, los nuevos movimientos sociales tratan
de politizar las instituciones de la sociedad de forma no restringida por
los canales de las instituciones políticas representativo-burocráticas,
reconstituyendo así una socialidad que no dependa de una regulación,
control e intervención cada vez mayores. Para poderse emancipar de las
instituciones mediadoras del Estado, ha de politizarse la misma sociedad
civil —sus instituciones de trabajo, producción, distribución, relaciones
familiares— por medio de prácticas que se sitúan en una esfera intermedia
entre el quehacer y las preocupaciones “privadas”, por un lado, y las
actuaciones políticas institucionales, sancionadas por el Estado, por
otro.

La irrupción de estas redes e identidades colectivas novedosas han vuelto
obsoletas las estructuras asociativas previas (sindicatos, partidos),
hasta el punto de plantear la actual convivencia, que no superación, de
los paradigmas explicativos respecto a la movilización política. En
principio, aunque no es el espacio para ofrecer una definición sustantiva
del campo de la política, es posible especificar a partir de estos
denominados “nuevos movimientos de protesta” o de forma más genérica
“movimientos alternativos” la politización de una serie de cuestiones no
fácilmente codificables con el código binario del universo que subyacía a
la teoría política dominante hasta ese momento (las versiones liberal y
socialdemócrata) y para la cual puede categorizarse cualquier acción como
“privada” o “pública” (= política). Los nuevos movimientos reivindican
para sí un tipo de contenidos que no son ni “privados”, en el sentido de
que otros no se sientan legítimamente afectados, ni “públicos”, en el
sentido de que se les reconozca como objeto legítimo de las instituciones
y actores políticos oficiales; sino que son los resultados y los efectos
colaterales colectivamente “relevantes” de actuaciones privadas o
político-institucionales de las que sin embargo no pueden hacerse
responsables ni pedir cuentas por medios institucionales o legales
disponibles a sus actores. Por ello el campo de acción de los nuevos
movimientos es un espacio de política no institucional, cuya existencia no
está prevista en las doctrinas ni en la práctica de la democracia liberal
ni del Estado del bienestar de base socialdemócrata.

En tales movimientos, las redes que los activistas crean, tratar de
emerger como facilitadoras y no como centralizadoras. Por ello definen su
identidad como espacios democráticos de vinculación; en cuanto a su
autonomía les interesa no ser hegemonizados por grupos particulares, por
lo que rechazan los comités ejecutivos, direcciones, etc., y en su lugar
crean pequeñas coordinaciones que se relevan y que no pueden asumir la
representación de todos. El grupo de actores así movilizado se concibe a
sí mismo como una alianza de veto, ad hoc y a menudo monotemática, que
deja un amplio espacio para una ingente diversidad de legitimaciones y
creencias. Este modo de actuar enfatiza además el planteamiento de sus
exigencias como de principio y no negociables, lo que puede considerarse
tanto una virtud como una necesidad. En cualquier caso esta lógica apenas
permite desarrollar prácticas de negociación política ni tácticas
gradualistas ya experimentadas: los movimientos son incapaces de negociar
porque no tienen nada que ofrecer como contrapartida a las concesiones que
se les puedan hacer a sus exigencias.1

Finalmente en lo que respecta a los actores de los nuevos movimientos
sociales, lo que más llama la atención es que en su autoidentificación no
se refieren al código político establecido (izquierda/derecha,
liberal/conservador...) ni a los códigos socioeconómicos parcialmente
correspondientes (clase obrera/clase media, población rural/urbana). Más
bien se codifica el código político en categorías provenientes de los
planteamientos ad hoc, tales como género, edad, lugar, etc., o en el caso
de algunos movimientos ecologistas y pacifistas, el género humano en su
conjunto.

De las muchas consecuencias que ha podido traer consigo tal cambio nos
centraremos en una que cabe anticipar como esencial: el modo de
autocategorización resultante o la identificación que surge en las
condiciones de una “crisis de adolescencia” virtualmente permanente, es
decir, de un “desligamiento” continuo de los lazos que conectan los
individuos con colectividades estructurales o culturales. Así cuanto mayor
es la experiencia de contingencia, incertidumbre y movilidad de las
personas, experiencia a menudo involuntaria e impredecible, mayor es la
propensión a escoger parámetros “permanentes” de la identidad social como
focos de gestación de empeños políticos y de acción colectiva. Tal vez hay
que constatar en esto no tanto un antagonismo entre las dos
interpretaciones de lo político según los nuevos y viejos movimientos
sociales, sino una modesta correlación positiva entre la disposición a la
participación convencional y la inclinación hacia un comportamiento de
protesta. Se trata de una pertenencia múltiple y no contradictoria; y lo
mismo podemos decir del comportamiento: protesta no convencional y voto (a
un partido), o viceversa. Tal es la tensión entre ambos arquetipos
aplicados a las identidades colectivas y los movimientos sociales: la
modernidad anterior a 1968 homogeneiza, la posmodernidad heterogeneiza; la
modernidad juega con atracciones, la posmodernidad con atracciones y
repulsiones; la modernidad elimina al otro, la posmodernidad lo asimila.
Pues bien, a pesar de tal ambivalencia, si hay una identidad sociopolítica
que se ha convertido en el mínimo común que recorre en ambos sentidos los
espacios de ruptura entre nuevos y viejos movimientos, e incluso acapara
esa incertidumbre cuando se trata de buscar las conexiones del yo a lo
social y a lo político, es el concepto de ciudadano y su aplicación
política en la ciudadanía.

2. Ciudadanía y ciudadano

El término ciudadanía indica una forma de identidad sociopolítica que no
sin problemas (de anacronismo y de mantenimiento de una categoría con
visos de universalidad y transformable sólo en su apariencia externa) se
puede rastrear en épocas pretéritas. Los analistas conceden que serían
cinco las principales que se pueden experimentar (Heater, 2003) y se
encuentran en los sistemas feudal, monárquico, tiránico, nacional y
cívico. Cada una de estas formas nace de una relación que define a la
época e implica que el individuo ostenta un estatus, un sentimiento hacia
la relación y que se comporta de manera apropiada en ese contexto. Si
atendemos a las dos últimas, que lo son también en un sentido histórico,
se comprueba que en la ciudadanía nacional, cuando los individuos se
identifican con la nación, reconocen su condición de miembros de un grupo
cultural a través de la conciencia de las tradiciones y el apego a la
nación.2 En cambio, la ciudadanía cívica se define como la relación de un
individuo no con otro individuo (como era el caso del sistema monárquico,
por ejemplo) o con un grupo (como sucede con la nación) sino con la idea
de Estado. El objetivo prioritario de esta ciudadanía de ciudadanos por
tanto es el de crear vínculos entre todos los individuos con el Estado;
mientras la prioridad de la identidad nacional por su parte es la de crear
vínculos entre los individuos con su comunidad cultural, la cual viene por
lo común definida por su lengua y/o religión. La creencia decimonónica de
que los ciudadanos, como miembros de una nación, encarnaban ambas
identidades se ha demostrado por lo común como una falacia. Quiere ello
decir que la identidad cívica se consagra en los derechos otorgados por el
Estado a los ciudadanos individuales y en las obligaciones que éstos deben
cumplir. De ahí que la propia idea de ciudadanía cívica suponga por
definición un sentimiento de lealtad hacia el Estado y un sentido de la
responsabilidad respecto a sus deberes. Por todo ello se hace
imprescindible que los ciudadanos cuenten con la preparación necesaria
para este tipo de participación cívica.

Hay diversos modelos de este tipo de ciudadanía cívica. El más influyente
corresponde a Thomas H. Marshall, coautor de Ciudadanía y clase social
(1998, original 1949) quien plantea dos cuestiones importantes: 1) su
tesis de que la igualdad inherente a la ciudadanía puede ser compatible
con la desigualdad consustancial a la estructura de clases; 2) junto a
ello, identifica tres formas de ciudadanía y por tanto sus límites y
correlación con el Estado; a saber, civil (igualdad ante la ley), política
(igualdad de voto) y social (Estado del bienestar que permitía ejercer las
anteriores), formas que según este autor se desarrollaron históricamente
por ese orden en los siglos XVIII, XIX y XX respectivamente. Reconoce
también que los derechos sociales poseen una naturaleza distinta de los
civiles o políticos pues mientras estos últimos pueden definirse y
reconocerse con cierta precisión, los derechos sociales atañen a la
calidad de vida. Y no obstante son básicos para el disfrute efectivo de
los derechos civiles y políticos, pues la pobreza y la ignorancia merman
el deseo y la oportunidad de poder beneficiarse de ellos.

Peter Riesenberg (1992) sugiere por su parte dos modelos, siendo el
segundo a partir de la época de las revoluciones de finales del XVIII el
que transformó al mundo occidental desplazando la antigua y elitista
ciudadanía de la virtud por una ciudadanía más global, democrática y
nacional, centrada no ya en una conciencia moral e histórica (propia del
voto censitario) sino en el requisito de la lealtad. Otros autores han
inscrito a la primera ciudadanía en la tradición “cívica republicana” y a
la segunda en la “liberal”. El modelo de pensamiento clásico republicano
supone una ciudadanía formada por hombres (así, solo en masculino)
políticamente virtuosos y un modelo justo de gobierno con un Estado
constituido en “república” en el sentido de un gobierno constitucional, de
modo que la ciudadanía supondría ante todo obligaciones y virtud cívica.
La postura alternativa y liberal que surge a partir del siglo XIX sostiene
que el Estado existe para beneficio de sus ciudadanos y tiene la
obligación de garantizar la existencia y disfrute de ciertos derechos. La
diferencia parece clara: mientras la tradición republicana tiende a
contemplar la libertad como producto de leyes en las que han participado
los ciudadanos para ofrecérselas a sí mismos, el liberalismo ha tendido a
considerar la ley como un mal necesario que debería tratar de preservar en
lo posible la libertad natural de los individuos en tanto sea compatible
con la vida social.

La cosa se complica aún más, puesto que aunque la ciudadanía cívica (en su
versión tanto liberal como republicana) parecería predominar en la
actualidad sobre la ciudadanía nacional, sin embargo no sucede así. En
términos de estructura constitucional la mayor parte de las sociedades
occidentales han diseñado sistemas de gobierno de al menos dos niveles. En
Europa por ejemplo encontramos tres tipos diversos de constituciones
escalonadas, partiendo de lo que denominamos “ciudadanía estratificada”.
Estas constituciones escalonadas son: el federalismo como tal, la Unión
Europea -como un acuerdo sui generis- y la disposición denominada
transferencia de competencias. Estos sistemas permiten que el poder se
reparta entre los estratos superiores e inferiores con el objetivo de
combinar autoridad y toma de decisiones desde el poder central con una
identidad comunitaria para los Estados y provincias que lo componen. En
cualquier caso la realidad de una ciudadanía europea, tanto en la práctica
como en el sentimiento, no es más que una pálida sombra al lado de la
ciudadanía nacional. Ello explica que la ciudadanía constituya ante todo
un estatus legal sinónimo de nacionalidad en la nación-Estado
contemporánea. En pocas palabras, lo habitual en el ámbito europeo y
occidental es encontrarnos con una mezcla de modelos de ciudadanía cívica
y nacional, a la par que republicana y liberal.

Una de las cuestiones estriba en decidir si los derechos sociales se
otorgan como derechos, concesiones o a modo de cautela. Si un gobierno
concede voluntariamente a todos los ciudadanos derechos sociales
(incluyendo los económicos) como derechos inalienables, entonces se están
reconociendo como derechos de la ciudadanía. Si se otorgan únicamente como
concesiones para aliviar la dura situación de los más pobres, entonces
estamos hablando de beneficencia estatal. Si son entregados como medida de
prevención ante una posible agitación social, estamos ante un prudente a
la par que maquiavélico mantenimiento de la estabilidad social. La prueba
de la ciudadanía social radica, al menos al inicio, en el motivo del
Estado, si bien es cierto que una vez que se alcanza este compromiso puede
endurecerse hasta convertirse en un componente aceptado de la condición
ciudadana.

Por otra parte, muchos teóricos políticos y gobiernos están de acuerdo en
la necesidad de reforzar -forjar incluso- los lazos que unen y comprometen
al ciudadano tanto con el Estado como con otros ciudadanos, hasta el punto
de generar auténticas religiones cívicas.3 Una demanda básica de la idea
de ciudadanía reside en la más que probada y beneficiosa mezcla de
participación y abstinencia en los asuntos públicos para el mantenimiento
del statu quo político. Se han escuchado múltiples quejas que lamentan la
desilusión, alienación y apatía que despierta la participación en la vida
pública (Jowell y Park, 1998). La ciudadanía activa es necesaria para un
sistema bien ordenado y saludable, por lo que una acusada actitud negativa
resulta poco sana e incluso peligrosa para su reproducción. Pero al otro
lado del espectro de la apatía más fría se sitúa el fervor acalorado que
también debe ser prescrito. Por tanto, cómo animar a una ciudadanía pasiva
sin provocar una pasión descontrolada es un dilema para los teóricos,
incluso si en la práctica el fanatismo cívico del mundo contemporáneo esté
lo suficientemente alejado del nazismo o del de los Guardias rojos chinos.
La solución de esa tibieza activa requerida a la ciudadanía nacional a la
vez que cívica, con elementos tanto liberales como republicanos sería el
ciudadanismo.

3. El ciudadanismo como ideología

El concepto de “ciudadanismo” es en realidad un neologismo que traduce el
término inglés republicanism y que evita utilizar un vocablo como
“civilismo”, por sus referencias a la guerra civil. Coincide además con la
recuperación del concepto relativo a la ciudadanía activa (pero cuya
actividad sea tibia), a la “sociedad civil”, más identitario que político,
o al menos con esa identidad política antes mencionada. Así pues, y de un
modo operativo, entendemos en principio por ciudadanismo una ideología
difusa, asociada a un cierto conjunto de prácticas políticas y ampliamente
difundida cuyos rasgos principales son: 1) la oposición considerada
natural entre democracia y capitalismo, 2) el reforzamiento del Estado, 3)
la apelación al espacio público como escenario de su aparición, 4) la
reivindicación de los derechos como carta de presentación, 5) su vocación
participativa y pedagógica que se aúnan en la aspiración de aglutinar una
mayoría social, y por último, 6) el espectáculo integrado en que deviene
la conjunción de las anteriores características (véase Domínguez, 2010).

3.1. La oposición entre democracia y capitalismo

A pesar de su carácter difuso, el ciudadanismo comparte la creencia de que
la democracia en todas sus vertientes en especial las más republicanas
(participativas y directas) es capaz de oponerse al capitalismo de modo
que los ciudadanos constituyen entonces la base activa de esta política.
Por ello su principio activo propone un control ciudadano de las
instancias nacionales e internacionales, como si fuera el déficit de
democracia lo que produce la explotación capitalista. No se comparte la
idea de que, bajo la supuesta superestructura de la democracia “formal”,
se oculte la infraestructura de la explotación real. Pero a nuestro juicio
lo que siempre ha estado detrás del viejo y del nuevo orden democrático
(en sus diferentes variables), con sus libertades y derechos, no ha sido
otra cosa que el capitalismo: los derechos humanos, el Estado de derecho,
el conjunto de instituciones jurídicas y políticas que caracterizan esta
democracia constituyen todo ese tipo de aspectos que la definición cívica
de ciudadanía en general y la ideología ciudadanista en particular han
solido considerar como “conquistas universales”, a la vez que una muy
peculiar forma de libertad, las condiciones institucionales que hacen
posible la centralidad y universalidad del mercado y la “autorregulación”
de la esfera económica. Eso no significa que el capitalismo sea previo al
orden liberal democrático y lo determine, sino que el propio orden liberal
democrático es condición de existencia del capitalismo (véase Brown,
2009).

Nada de esta historia de reforzamiento mutuo entre democracia y
capitalismo importa. En vez de ello, el ciudadanismo se concentra
esencialmente alrededor de un deseo de democracia más directa,
“participativa”, de una democracia de “ciudadanos”; naturalmente no
proponen ningún modo de conseguirlo, y este deseo de democracia directa
acaba, como siempre, ante las urnas o en la abstención impotente. Pero
incluso en la asunción más participativa de la democracia, esta idea de
los ciudadanos como depositarios últimos de la soberanía sigue insistiendo
en la relevancia estratégica del individuo por lo que se mueve entre el
individualismo extremo y la masa. En efecto, ya indicábamos antes que los
términos de ciudadano y ciudadanía subrayan la individualidad de la
persona, la ausencia de cualquier aspecto colectivo, la desafección hacia
el interés de un conjunto mientras permanezca por encima del individuo. La
acción heroica del individuo consciente porque sí, sin relación alguna con
una adscripción colectiva se sigue de la complicidad de la masa o de su
versión posmoderna, la multitud. El analista decantado en favor de las
multitudes piensa sin dobleces que el número de manifestantes, de
seguidores en Internet o de mensajes basta para justificar sus
pretensiones políticas y lograr un efecto de palanca en las estructuras
sociales (Sampedro, 2005). Sin embargo, confiar en esta multitud es
inútil; despolitizada no es ni puede ser ningún sujeto político. Las masas
no quieren hacer política, quieren ser objeto de la política; no quieren
cambiar la sociedad, en todo caso quieren que alguien se ocupe de ellas;
por eso son masas. La referencia a la sociedad civil juega permanentemente
con la ambigüedad, pues se sustrae a la prohibición legal y al tabú que
pesa sobre toda actividad política, a la vez que impulsa una movilización
social; un ejemplo suficiente de ello es su rechazo sin ambages hacia la
violencia política en cualquiera de sus formas (incluida la autodefensa e
incluso en la desobediencia civil) y la afirmación de una no-violencia,
que tal y como se plantea asume el carácter pasivo como su atributo
esencial.

Esta democracia pretende ser el único sistema que acepta al ser humano tal
y como es, con sus diferencias y sus contradicciones; sistema que estaría
de acuerdo con una supuesta naturaleza humana, aunque sustituya a la
multiplicidad conflictiva que forma el tejido social de los antagonismos
configurados por la razón económica, a través de la única dimensión de la
representación política. Se le considerará ante todo como alguien que no
actúa, ni piensa ni desea a partir de sus raíces, sino desde este ideal
humano estandarizado, canjeable por (casi) cualquier otro y que elimina
toda referencia a la multiplicidad que le compone para reducirle a esta
imagen con la que debe identificarse.4 Como indica Marx (2004: 38,
original 1844), “el hombre real sólo es reconocido bajo la forma del
individuo egoísta, el verdadero hombre sólo bajo la forma del ciudadano
abstracto”. Todos los deseos contradictorios, opacos, no desplegables ni
comprensibles en un encasillado utilitarista lineal, se verán etiquetados
bajo la forma de deseos egoístas –etiqueta aceptable en la medida en que
se ajusta a la visión ideológica según la cual el ser humano se mueve por
intereses, que deben ser claros, enunciables y transparentes a la razón.
Por consiguiente, sólo en la medida en que este individuo configura y
reprime su multiplicidad, tendrá el derecho de ser un/a ciudadano/a, un
“igual”.

La propuesta de más democracia es pues de un posibilismo pragmático
equidistante de la socialdemocracia y del liberalismo, y conforma un
auténtico “centro radical”5 como espacio del nuevo tiempo y el nuevo
consenso. Dados los problemas de desafección de la política, la crisis de
la democracia representativa, la apreciación alarmada de que los partidos
“no funcionan como tendrían que funcionar” y el anhelo de la opinión
publicada (que no pública) de una política honesta (unidad perdida de la
moral y la política); dados todos esos problemas, decíamos, no sólo basta
con modificar el sistema de listas electorales, sino ante todo lograr una
mayor participación y por tanto implicación, gracias a la exigencia de
eficacia, coherencia y representatividad. De este modo nos podemos
encontrar en la literatura ciudadanista propuestas como las que siguen:

1. Se busca la participación activa en el sistema político o al menos que
cambie el sistema de participación democrática, bajo eslóganes como “la
ciudadanía está harta de que no se la tenga en cuenta”, e incluso que se
admita la inclusión de los movimientos sociales para alcanzar un
reforzamiento de las instituciones, del consenso y la legitimidad social
de las políticas, buscando en cierta forma la reforma de las culturas
políticas y técnicas. Se trata de una organización estructural que
canaliza las demandas de los movimientos sociales y de la acción colectiva
en forma de creación de foros, consejos, estructuras asociativas
consolidadas, etc.

2. Importancia del gobierno local en la búsqueda de la participación (aquí
se sitúan todas las teorías de la glocalización). Se trataría de
reformular el llamado “pacto del bienestar”, pero buscando no sólo la
información del ciudadano, sino la formación e integración a partir de
consejos consultivos, núcleos de intervención participativa y otras
asociaciones en forma de acción pública.

3. Alcanzar la vertebración de la sociedad frente a la pérdida de
autoridad y como legitimación de las democracias occidentales. También así
se cumplen las garantías de funcionamiento de las instituciones
tradicionales (cohesión e integración social, e incluso con carácter
cultural y nacional, por ejemplo en el caso de inmigrantes, jóvenes,
etc.).

4. Los movimientos sociales seleccionan y reducen la complejidad de las
demandas de la ciudadanía organizada y permiten su mejor solución. Es
digno de aprecio los artículos y libros que tratan sobre los instrumentos
participativos a desarrollar con sugerencias como el análisis
pormenorizado de las tres formas de articular la participación ciudadana:
a través del monólogo (few talk), del parloteo (many talk) y del diálogo
(some talk) (Font, 2001: 46).

5. Los agentes político-institucionales encauzan y transforman dichas
demandas en propuestas concretas en el Parlamento. Además pueden ofrecer
respuestas políticas de cambio real a tales inquietudes, formar a los
líderes, aportar los valores históricos y el conocimiento útil de la
experiencia en la gestión municipal y parlamentaria.

En definitiva, de lo que se trata es de aportar soluciones a los problemas
que se plantean al sistema político democrático, no de transformarlo. A
fin de cuentas la democracia, en cualquiera de sus versiones, instituye
ese lugar óptimo para la mediación entre sociedad y Estado –lo que
equivale a decir entre sociabilidad y ciudadanía–, organizado para que en
él puedan cobrar vida los principios democráticos que hacen posible el
libre flujo de iniciativas, juicios e ideas. En ese marco el conflicto
antagonista no puede percibirse sino como estridencia o mejor aún
patología. De ahí este absoluto incuestionado de la democracia, según el
cual ningún conflicto sería aceptable si cuestiona sus fundamentos.
Sistema que no tolera los conflictos más que a condición de que se
inserten en las normas. En las democracias modernas es cierto que este
absoluto se oculta gracias a la reivindicación asumida de la controversia,
de las opiniones divergentes o del respeto hacia el antagonismo de los
intereses. Salvo que estas controversias y divergencias no tengan el
derecho a existir en el marco de una normalización interior dentro del
sistema.

3.2. Reforzamiento del Estado y lo público

El Estado de derecho, a través del mecanismo de legitimación otorgado por
la defensa de los derechos y de la esfera protegida de lo público, puede
aparecer ante sectores sociales con intereses y objetivos incompatibles –y
al servicio de uno de los cuales existe y actúa– como ciertamente neutral,
encarnación de la posibilidad misma de elevarse por encima de los
enfrentamientos sociales o de arbitrarlos en un espacio de conciliación en
que las luchas sociales queden en suspenso y los segmentos enfrentados
declaren una especie de tregua ilimitada (véase Bartra, 1977). De este
modo, la combinación de democracia liberal, economía de mercado y Estado
de derecho se presenta como una suerte de fase final de la historia
humana. Terminada la guerra fría y con ello enterrada la lucha de clases,
el socialismo, el comunismo y todo lo que pudiera cuestionar el orden
social triunfante, los ideales ilustrados coincidentes con los valores del
pensamiento liberal clásico por fin podrían realizarse. Pero no se ha
reparado en una serie de implicaciones.

Ante todo que el Estado de derecho, esa creación histórica (del
liberalismo) y donde se ubica la actual democracia que se presenta a sí
misma como el único marco político compatible con los derechos humanos, es
al igual que los mismos “derechos humanos” inseparable del orden social
capitalista. Ambos son parte integrante de su marco institucional: el
dispositivo de gobierno democrático liberal. Siguiendo la inspiración de
Michel Foucault y de sus cursos de los años 1970 dedicados a la
biopolítica (2003, 2006, 2007), las diferentes fórmulas sobre el arte de
gobernar que desembocan e incluyen al Estado de derecho, deben ser
inscritas en la formación del biopoder.6 Tal biopoder ha constituido
además un elemento indispensable para el desarrollo del capitalismo; ha
servido para asegurar la inserción controlada de los cuerpos en el aparato
productivo y para ajustar los fenómenos de la población a los procesos
económicos.

En segundo lugar se maneja un concepto de “razón pública” vinculada al
Estado y de su correlato que sería el “ciudadano razonable”, exento de
conflicto fundamental, lo cual se traduce únicamente en consenso o en un
retrato del debate argumentativo más propio de una discusión filosófica
sobre las formas ideales de comunicación. Todo ello desatiende la
necesidad de la decisión, los costes de transacción, la inevitable
dimensión de conflicto, la necesidad de la negociación estratégica y, en
concreto, la defensa de los intereses de los grupos subordinados e impide
dar cuenta del lugar necesario de la disrupción y el variado repertorio
contemporáneo de antagonismos.7

Ante tales implicaciones el ciudadanismo propone respuestas irrisorias,
como cuando se intenta recomponer el vínculo que unía antiguamente a la
“clase obrera” mediante otro que uniese a los “ciudadanos”, es decir, el
Estado. La voluntad de reconstituir dicho vínculo a través del Estado se
manifiesta en el nacionalismo latente del ciudadanismo; se sustituye el
capital abstracto y sin rostro por figuras nacionales.8 Pero el Estado
sólo puede proponer símbolos y sucedáneos a esos vínculos, puesto que él
mismo está saturado de capital, por así decirlo, y tan sólo puede agitar
sus símbolos en el sentido que le dicta la lógica capitalista a la que
pertenece. Proponer al “ciudadano” como vínculo manifiesta la existencia
de un vacío, o mejor dicho, que incumbe ahora al capitalismo, y únicamente
a él, la tarea de integrar a esos miles de millones de personas que se
encuentran privadas de la comunidad. Y debemos constatar que, hasta ahora,
lo consigue a duras penas.

El ciudadanismo además tenderá siempre a desempeñar el papel de mediador
entre los movimientos sociales y el Estado, desde el reconocimiento de que
éste último, el Estado, puede ser el mediador neutro entre el capital y
los movimientos sociales. En el ciudadanismo encontramos pues una fuerte
defensa del sector público y no como cuestionamiento de la lógica
capitalista en general, tal y como se manifiesta en el servicio público.
La defensa de dicho sector implica lógicamente que se considera que dicho
sector está, o debería estar, fuera de la lógica capitalista. No fue una
buena crítica la que se le hizo a este movimiento cuando se le reprochó
ser un movimiento de privilegiados, o sencillamente de egoístas
corporativistas. Pero sí se puede constatar que incluso las acciones más
generosas o radicales de este movimiento contenían los mismos límites.9

En suma, de forma implícita o explícita, anida en toda propuesta
ciudadanista el proyecto de reforzar el Estado (o los Estados) para poner
en marcha esta política de participación democrática; de ahí que postulen
volver atrás la marcha del desarrollo capitalista: la tendencia a favor de
la recuperación del Estado del bienestar y las políticas keynesianas, la
denuncia de los excesos de la financiarización de la economía frente a las
virtudes de la economía productiva, las propuestas para gravar fiscalmente
el tráfico de capital o las “distintas” modalidades de integración
económica. El ciudadanismo entiende que el Estado democrático es un medio
válido para paliar —incluso para acabar con— las desigualdades sociales.
Dado que éste sufre grandes presiones del Capital —llámense grandes
corporaciones o empresas multinacionales—, postula que para contrarrestar
tan malvada influencia se hace imprescindible una mayor atención del
ciudadano de a pie a los asuntos de Estado y que obligue al gobierno a
realizar políticas sociales. Los ciudadanos no sólo deben elegir
representantes sino presionarles para que actúen como corresponde.

Estos liberal-socialdemócratas de nuevo cuño, que miran con nostalgia a la
edad dorada del Estado del bienestar, no son conscientes de que las
reformas tendentes a un mayor poder adquisitivo de los trabajadores
históricamente se han implantado para la recuperación del capitalismo tras
la crisis económica y sólo en parte, para mermar la radicalidad de una
clase obrera que amenazaba con hacer la revolución, pero nunca por la
acción de la ciudadanía en tanto tal. A pesar de ello se empeñan en exigir
una mayor intervención de la población en la res pública. Y es que parece
que ignoren que la integración de las luchas sociales en las estructuras
del Estado —lo que se reclama como democracia participativa y
deliberativa— no es sino garantía de la desintegración de las mismas.

Como mecanismo de cierre, el propio Estado acepta generosamente estas
prácticas, y cualquiera puede hoy hacer una pequeña manifestación, por
ejemplo, bloquear la periferia y ser recibido oficialmente a continuación
para exponer sus reivindicaciones. Los ciudadanistas se indignan con este
estado de cosas que han contribuido a crear, pensando que, aún y así, no
se debe molestar al Estado por minucias. Los interlocutores privilegiados
ven con malos ojos a los parásitos y demás aves de rapiña de la
democracia. Asimismo, algunas prácticas ciudadanistas son promovidas
directamente por el Estado en la versión de democracia participativa y
deliberativa, como lo demuestran las “conferencias ciudadanas” o “los
debates de ciudadanos” con las cuales el Estado se arroga el “dar la
palabra a los ciudadanos”. Es interesante ver hasta qué punto este
movimiento se conforma con cualquier sucedáneo de diálogo, y sus
componentes están dispuestos a ceder en cualquier cosa con tal de que se
les escuche y que los expertos hayan “atendido a sus inquietudes”. Un
auténtico reparto de papeles donde el Estado desempeña aquí el papel de
mediador entre la “sociedad civil” y las instancias económicas, del mismo
modo que los ciudadanistas harán de intermediarios entre el programa del
Estado (que no es otra cosa que la correa de transmisión de la dinámica
del Capital) revisado de forma crítica, y la “sociedad civil”.

3.3. Ciudadanismo y derechos humanos

El auge reciente de múltiples discursos ciudadanistas acerca de la
democratización de la globalización o la defensa del ámbito europeo de los
derechos humanos, contribuyen a una curiosa operación de reabsorción por
la vía de convalidar las exigencias antagonistas en derechos consagrados
en alguna suerte de Constitución global o, en su defecto, europea. Que la
lucha por los servicios públicos contra su mercantilización se resuelva en
una Declaración de Derechos en la futura Constitución puede parecer un
ejercicio de realismo pero contribuye con seguridad a reproducir los
mecanismos de delegación y mediación que son la fuente de la aceptación
social del dominio capitalista. Se pueden ahorrar los realistas sus
tentaciones sarcásticas: lo anterior no implica renuncia alguna al
ejercicio de los derechos hasta el límite de sus posibilidades.

La facilidad antes entrevista en convertirse en un auténtico partido del
Estado, idea madre de la intelectualidad estatista ansiosa por inventar un
nuevo discurso políticamente correcto y posibilista, no impide su
diferencia. Ese “partido del Estado” ciudadanista nunca puede ser el
Estado, pero no confundamos tal cosa con un logro sino con una
diferenciación funcional. En efecto, la delimitación del ámbito de lo
político implica el establecimiento de un límite. Esto significa que la
simple idea de un poder ilimitado es ajena a lo político, o en otras
palabras, que un poder no puede al mismo tiempo ser ilimitado y ser
político. El poder político se hace posible porque excluye algo de su
esfera de influencia, algo queda exceptuado de su poder, de ahí la
necesidad del afuera para el Estado. El Derecho no sería entonces otra
cosa que una colección de procedimientos que aseguran y refuerzan esa
exclusión, posibilitando los límites naturales del poder.10

Como antes indicábamos, más bien vemos en el Estado de derecho, en los
derechos humanos y en sus derivados jurídicos y constitucionales un
elemento fundamental de la propia existencia del mercado universal como
institución central del régimen capitalista, dado que aquellos funcionan
como operadores discursivos del mercado universal, a lo que se une su
carácter performativo, esto es, que contribuyen a la generación de una
relación social.
Gracias a la eficacia jurídica de los derechos humanos, la economía se
constituye como un todo independiente y autorregulado en torno a su
institución fundamental, el mercado.
Constituyen la base de la autonomía de la sociedad civil que se articula
a través de relaciones e intercambios interindividuales modelados según
el paradigma mercantil.
Constituyen los indicadores de un tránsito interno a la propia economía
capitalista entre sus dos facetas constitutivas: el mercado y la esfera
de la producción/ reproducción. Son así el interfaz entre vida y derecho
mediante el cual la política encuentra en un primer movimiento su verdad
en la economía, gestión biopolítica de la población y de los individuos,
y la economía sirve en un segundo momento de punto de partida a un
planteamiento de la política basado en la representación.

La Carta de los Derechos Humanos Emergentes de Barcelona (2004), que
insiste en la necesidad de reconocer una serie de derechos hasta el
momento sumergidos, y de reivindicar la necesidad de contemplar una serie
de nuevos derechos surgidos de las transformaciones del mundo actual,
vincula estrechamente este texto programático que “emana de la sociedad
civil global y materializa las reivindicaciones de los movimientos
sociales” a una nueva concepción de la participación ciudadana y concibe
todos los derechos como derechos ciudadanos.

En principio, todo el mundo está en favor de los derechos humanos. Pero
cuando se plantea esta cuestión de los derechos humanos, la pregunta
principal es ¿qué es el ser humano?, ¿qué es la humanidad?, ¿quién tiene
derechos? ¿El ser humano es el hombre blanco, occidental, rico?, ¿es el
consumidor?, ¿es el que está sometido al capital?, ¿es aquel que piensa
que la política es votar cada cuatro años?, ¿es éste el que tiene derechos
y es éste el que está hablando de los derechos de los demás?, ¿es éste el
que tiene derechos de policía sobre el mundo entero? Los derechos humanos
suponen actualmente una ideología del capitalismo globalizado (Badiou,
2000). Esta ideología considera que hay una sola posibilidad en el mundo:
la sumisión económica al mercado y la sumisión política a la democracia
representativa.

En este marco, el ser humano que tiene derechos es quien padece esta doble
sumisión. O bien es una simple víctima, o bien tiene que despertar piedad.
Debemos verlo sufrir y morir en televisión y entonces se dirá que va a
tener derecho a recibir la ayuda humanitaria, sobre todo del Estado. En el
fondo, el Derecho es como un centro de simetría que dispone de manera
alternada esos dos términos que son el Estado y la política. Cuando el
Derecho —es decir, la fuerza de la regla— se presenta como categoría
central de la política, el Estado democrático se muestra indiferente al
pensamiento político, si consideramos la política en el sentido
aristotélico según el cual el animal político se caracteriza por poner en
juego su vida como ser vivo (véase nota 11).

Aquí encajaría el esencialismo democrático que caracteriza al
ciudadanismo: la vinculación necesaria del Estado de derecho a la
democracia constitucional supone la defensa de un ámbito inmodificable,
fijado de una vez por todas en la Constitución (la cual es a la vez límite
y fundamento del poder del Estado) y que en líneas generales incluye los
derechos fundamentales de la persona (así, en singular) y las reglas
básicas de ordenamiento del Estado de derecho. Los derechos del ciudadano
se nos presentan pues como un horizonte inmóvil compuesto por una serie de
valores, los cuales a su vez constituyen el sustento de derechos que se
consideran derivados de la propia naturaleza humana (propiedad, libertad,
asociación, información) y presentados como indiscutibles. Junto a un
orden económico no menos rígido que sólo cabe analizar y comprender, pero
que es imposible de transformar en sus aspectos esenciales. Y aunque los
derechos del ciudadano se plantean como un límite del poder político, más
bien contribuyen a la despolitización.11 El Estado de derecho anclado en
una democracia constitucional establece un régimen alérgico a la decisión
pues procura fundamentarse en la naturaleza, basando sus normas en una
verdad natural relativa al ser humano o en las pretendidas leyes objetivas
que rigen la vida en común de éste sobre la base de relaciones
fundamentalmente económicas.

3.4. El espacio público, escenario del ciudadanismo

La esfera pública aparece en el lenguaje político como una construcción en
la que cada ser humano se ve reconocido como tal y como relación con
otros, con los que se vincula a partir de pactos reflexivos
permanentemente reactualizados. Ese espacio constituye la base
institucional misma sobre la que se asienta la posibilidad de una
racionalización democrática de la política. Como de manera extensa ha
explicado Manuel Delgado (1999, 2007, 2011) a quien seguimos en este
epígrafe, el espacio público desde su nacimiento con la modernidad se ha
configurado como garantía de la democracia y como espacio de libertad para
los ciudadanos, esto es, como un espacio donde el Estado pretende
desmentir la naturaleza asimétrica de las relaciones sociales que
administra, ofreciendo el escenario “perfecto” para el sueño imposible del
consenso equitativo en el que puede llevar a cabo su función integradora y
de mediación. De ahí la vocación normativa que el concepto de espacio
público viene a explicitar como totalidad moral, conformado y determinado
por ese “deber ser” en torno al cual se articulan todo tipo de prácticas
sociales y políticas, que exigen de ese marco que se convierta en lo que
se supone que es.

Ese sentido eidético, que remite a significaciones y compromisos morales
que deben verse cumplidos, es el que la noción de espacio público se haya
constituido en uno de los ingredientes conceptuales básicos de la
ideología ciudadanista, donde se despliega el moralismo abstracto kantiano
o la eticidad del Estado constitucional moderno postulada por Hegel. Aquí
es donde el espacio público vendría a ser ese dominio en que ese principio
de solidaridad comunicativa se escenifica, ámbito en que es posible y
necesario un acuerdo interaccional y una conformación discursiva
coproducida. Espacio público y solidaridad comunicativa constituyen el
escenario idóneo en el que esa ideología ciudadanista se pretende ver a sí
misma reificiada,12 el lugar en el que el Estado logra desmentir
momentáneamente la naturaleza asimétrica de las relaciones sociales que
administra y a las que sirve y escenifica el sueño imposible de un
consenso equitativo en el que puede llevar a cabo su función integradora y
de mediación.

“En realidad, ese espacio público es el ámbito de lo que Lukács hubiera
denominado cosificación, puesto que se le confiere la responsabilidad de
convertirse como sea en lo que se presupone que es y que en realidad sólo
es un debería ser. El espacio público es una de aquellas nociones que
exige ver cumplida la realidad que evoca y que en cierto modo también
invoca, una ficción nominal concebida para inducir a pensar y a actuar de
cierta manera y que urge verse instituida como realidad objetiva. Un
cierto aspecto de la ideología dominante –en este caso el desvanecimiento
de las desigualdades y su disolución en valores universales de orden
superior– adquiere, de pronto y por emplear la imagen que el propio Lukács
proponía, una “objetividad fantasmal”. Se consigue, por esa vía y en ese
marco, que el orden económico en torno al cual gira la sociedad quede
soslayado o elidido. En la calle, devenida ahora espacio público, la
figura hasta aquel momento enteléquica del ciudadano, en que se resumen
los principios de igualdad y universalidad democráticas, se materializa,
en este caso bajo el aspecto de usuario” (Delgado y Malet, 2007).

De este modo, la noción de espacio público, en tanto que concreción física
en que se dramatiza la ilusión ciudadanista, funcionaría como un mecanismo
a través del cual la clase dominante consigue que no aparezcan como
evidentes las contradicciones que la sostienen, al tiempo que obtiene
también la aprobación de la clase dominada al valerse de un instrumento
–el sistema político– capaz de convencer a los dominados de su
neutralidad. Ciudadanismo y espacio público vendrían a ser ejemplos de
ideas dominantes –en el doble sentido de ideas de quienes dominan y de
ideas que están concebidas para dominar–, en tanto que pretendidos ejes
que justifican y legitiman la gestión de lo que vendría a ser un consenso
coercitivo o una coacción hasta un cierto límite consensuada con los
propios coaccionados Consiste igualmente en generar el efecto óptico de
una unidad entre sociedad y Estado, en la medida en que los supuestos
representantes de la primera han logrado un consenso superador de las
diferencias de clase. A través de los mecanismos de mediación –en este
caso, la ideología ciudadanista y su supuesta concreción física en el
espacio público– las clases dominantes consiguen que los gobiernos a su
servicio obtengan el consentimiento activo de los gobernados, incluso la
colaboración de los sectores sociales maltratados, trabados por formas de
dominación mucho más sutiles que las basadas en la simple coacción. Se
sabe que lo que garantiza la perduración y el desarrollo de la dominación
de clase nunca es la violencia, “sino el consentimiento que prestan los
dominados a su dominación, consentimiento que hasta cierto punto les hace
cooperar en la reproducción de dicha dominación [...] El consentimiento es
la parte del poder que los dominados agregan al poder que los dominadores
ejercen directamente sobre ellos” (Godelier, 1989: 31).

Se pone de nuevo de manifiesto que la dominación de una clase sobre otra
no se puede producir sólo mediante la violencia y la represión, sino que
requiere el trabajo de lo que Althusser (1974) presentó como “aparatos
ideológicos del Estado”, a través de los cuales los dominados son educados
para acabar asumiendo como “natural” e inevitable el sistema de dominación
que padecen, al tiempo en que integran, creyéndolas propias, sus premisas
teóricas. La dominación no sólo domina sino que también dirige y orienta
moralmente tanto el pensamiento como la acción sociales. Esos instrumentos
ideológicos incorporan cada vez más la virtud de la versatilidad
adaptativa, sobre todo porque tienden a renunciar a constituirse en un
sistema formal completo y acabado, sino que se plantean a la manera de un
conjunto de orientaciones más bien vagas, cuya naturaleza abstracta,
inconcreta y flexible las hacen acomodables a cualquier circunstancia, en
relación con la cual consiguen tener efectos clarificadores. Se trata pues
de disuadir y de persuadir cualquier disidencia, cualquier capacidad de
contestación o resistencia y –también por extensión– toda apropiación
considerada inapropiada del espacio público por la vía de la violencia si
es preciso, pero previamente y sobre todo por una descalificación o una
deshabilitación.

3.5. Vocación participativa y pedagógica para aglutinar mayorías

Como hemos visto al hablar de la racionalización democrática de la
política, una de las fuerzas del ciudadanismo reside en ese carácter
esencialmente moral, por no decir moralizador. Pasa fácilmente de la
denuncia de la “crisis” a la propuesta de “repartir los frutos del
crecimiento” sin tener en cuenta los hechos y sin realizar ningún
análisis. Lo que cuenta es tener la posición más “cívica” posible, es
decir, la más generosa, la más moral. El ideal organizativo del
ciudadanismo busca siempre un ámbito en el que quepan todas las
manifestaciones del discurso, excepto las que se aproximan a la violencia.
Claro que se trata de discursos despojados de su carácter performativo:
son pura semántica. Que carezcan de carácter performativo supone la
asunción del voluntarismo de la concepción liberal: “todo sujeto nace
libre”. El lenguaje se vuelve cada vez más apologético, una pura máquina
lingüística llena de fórmulas verbales adecuadas donde la nimiedad —enviar
mensajes, votar, navegar por la red, amontonarse— se convierte en lucidez
histórica y heroísmo. Debajo de lo que se cree es un movimiento, si se
quitan las cámaras y los medios de comunicación, se puede comprobar que es
retrato de una amalgama creada artificialmente por dichos medios. El
espacio de lucha no son ya las fábricas, la calle, el barrio, la
metrópolis..., sino los medios de comunicación. De ahí que le venga muy
bien esa especie de cajón de sastre, de sustitutos del concepto de clase
que sería la multitud: una suerte de conglomerado de insatisfacción o
marginalidad que es lo que piensa alguien como Toni Negri (Negri y Hardt,
2004), cada vez más figura de la izquierda ciudadana.13

La participación ciudadana se caracteriza además por su capacidad para
educar y concienciar a la ciudadanía enseñándole a conocer los problemas
comunes y a pensar en términos públicos y de mutualidad por medio de la
deliberación. La atención al cultivo, mediante prácticas e instituciones
normativamente adecuadas que impulsen una idea sustantiva de vida buena,
de las virtudes cívicas de los ciudadanos activamente implicados en la res
pública, desborda ampliamente la reductiva atención a sus solos intereses.
El ciudadano desplaza así a la figura del mero votante y se propugna la
necesaria interferencia legítima del Estado (Pettit, 1999) mediante
políticas varias de igualdad de oportunidades.

Disponer de esta ciudadanía, además, no únicamente mejora el
funcionamiento de los instrumentos participativos sino del conjunto de la
comunidad. Es decir, la participación tiene como objetivo directo escuchar
a los ciudadanos, aunque indirectamente sirve para algo quizá más
importante: generar el capital social que garantizará el buen
funcionamiento de nuestra sociedad. Su interés fundamental reside pues en
mejorar la calidad de las instituciones y tiende a dejar de lado los
intereses, necesidades e identidades de los grupos cuyas demandas vayan
más allá de los límites de los derechos y las instituciones de la
democracia constitucional y cívica, y que, en su excesiva pretensión de
alcanzar consensos, pierde de vista la inevitabilidad del conflicto
subyacente en la sociedad. Es difícil aceptar que los procesos
participativos institucionalizados generen realmente una voluntad popular
debido a los sesgos que introducen dichos mecanismos previamente
desarmados de todo cuestionamiento de las reglas de juego previas, y más
bien cabe pensar cuánto de dinamismo legitimador introducen los procesos
de consenso.

También cabe plantear, como antes indicábamos, hasta qué punto los
procesos deliberativos tienen capacidad performativa (de actuación sobre
los aspectos sociales, económicos e incuso políticos) o más bien tienden a
transformarse en un mero dispositivo de obtención de información directa y
útil a intereses ajenos a la supuestamente protegida voluntad popular, o
incluso a convertirse en la arena política inicial de los participantes
con mucha ambición y aspiraciones políticas. Dicho de otro modo, hasta qué
punto se contempla la posibilidad de adopción de decisiones vinculantes, y
no sólo a efectos consultivos o formativos de opinión, desde ámbitos
locales participativo-deliberativos.

Un concepto de “razón pública” y “ciudadano razonable”, exento de
conflicto fundamental, que se traduce únicamente en consenso o en un
retrato del debate argumentativo más propio de una discusión filosófica,
impide dar cuenta del lugar necesario de la disrupción y el variado
repertorio contemporáneo de protesta en una teoría de la democracia
constitucional y cívica. Asimismo cabe interrogarse hasta qué punto el
poder que emana de la acción colectiva, fuera de las instituciones, y que
genera de modo autoconstituyente grupos, colectivos, movimientos o
identidades (políticas, contingentes, no esencialistas) es capaz de
introducir nuevas demandas de acceso y voz en el escenario político. En
otras palabras, si la participación ciudadana bajo este modelo
ciudadanista permite una ecología de nuevos agentes sociales y políticos,
del poder que emerge de la acción colectiva caracterizado por su
intransitividad, la movilización, la contestación, el conflicto.

Como decíamos, la principal virtud de la participación ciudadanista era
que ésta contribuye a educar cívicamente al ciudadano, enseñándolo a
conocer los problemas comunes y a pensar en términos públicos y de
mutualidad por medio de la deliberación en el espacio público. De todos
modos, la constante insistencia en la formación previa, la instrucción
pedagógica de las masas populares y consideraciones paralelas hace pensar
en una cierta desconfianza respecto a la mayoría de edad “deliberativa” de
la mayoría de la población, lo que favorece las tentativas a la
manipulación y abuso de los órganos consultivos.14

La insistencia en la participación y la vocación pedagógica del
ciudadanismo se aúnan en una gran aspiración estratégica consistente en
encontrar propuestas que tengan la virtud de aglutinar una inmensa mayoría
social en contra de la minoría de políticos financieros y académicos
neoliberales del pensamiento único que orientan la dirección de la
globalización. La adopción del pacifismo como principio indiscutible de
acción purgó de las asambleas y las manifestaciones a los radicales, pero
su objetivo principal era el diálogo con el poder. No querían enfrentarse
a nada; no aspiraban a cambiar el mundo sino a participar en su gestión.
Con ellos otra gestión capitalista era posible. Lo que pretendían reformar
no eran más que los mecanismos de cooptación de la clase dominante.

Aglutinar una mayoría no es tan complicado si se utilizan estos mimbres.
La finalidad expresa del ciudadanismo es humanizar el capitalismo,
volverlo más justo, proporcionarle de alguna forma un suplemento de alma y
en cierto modo de manifestar la sumisión democráticamente. La lucha de
clases es sustituida aquí por la participación política de los ciudadanos,
que no sólo deben elegir a sus representantes, sino además deliberar
constantemente para hacer presión sobre ellos, con el fin de que apliquen
aquello para lo que fueron elegidos. Naturalmente los ciudadanos no deben
en ningún caso sustituir a los poderes públicos. El ciudadanismo se
desarrolla como ideología producida de modo necesario por una sociedad que
no concibe perspectivas de superación (del sistema). Se trata pues de una
servidumbre voluntaria; es la oposición a casi nada (a lo que es más
obviamente falso e injusto del capitalismo) y a solicitar “control
ciudadano” para todos los extremos crueles del capitalismo.

3.6. El espectáculo integrado

Las movilizaciones contra la guerra del Golfo y el No a la OTAN, las
campañas por el 0,7%, por la renta básica o los zapatistas, fueron las
primeras aproximaciones de ese intento de acercamiento a la movilización
cívica que a finales de la década de 1990 cristalizó en el ciudadanismo. A
ello se unió el espejismo virtual de un “espacio ciudadano” donde
desarrollar las actividades complementarias a la política institucional de
partidos y sindicatos, lo cual permitió redescubrir los encantos del
sindicalismo minoritario, del tercermundismo, de las subvenciones y de las
multitudes.

Las raíces del ciudadanismo deben buscarse en la disolución del viejo
movimiento obrero (Amorós, 2004). Las causas de esta disolución se
encuentran tanto en la integración de la vieja comunidad obrera como en el
fracaso manifiesto de su proyecto histórico, el cual ha podido
manifestarse bajo formas extremadamente diversas (digamos, del
marxismo-leninismo a los consejistas). La desaparición de la conciencia de
clase y de su proyecto histórico, agotados tras el estallido y la
parcelación del trabajo, tras la desaparición progresiva de la gran
fábrica “comunitaria” así como la precarización laboral (todo ello
resultado no de un complot que trata de amordazar al proletariado, sino
del proceso de acumulación del capital que ha conducido a la
mundialización actual), han dejado al proletariado afónico. En cuanto a
los Estados, acompañan esta mundialización deshaciéndose del sector
público heredado de la economía de guerra (desnacionalización),
“flexibilizando” y reduciendo el coste del trabajo tanto como sea posible.
El proletariado llega así incluso a dudar de su propia existencia, duda
que ha sido enardecida por gran número de intelectuales y por lo que Guy
Debord (2003, original 1967) definió como el “espectáculo integrado”, que
no es más que la integración al espectáculo. Ante esta ausencia de
perspectivas, la lucha de clases únicamente podía encerrarse en luchas
defensivas, a veces muy violentas.15

Como irónicamente explica Miquel Amorós (2004) tras los años ochenta del
siglo pasado, el espectáculo como relación social se había apoderado de la
sociedad y los jóvenes conectados a Internet y dedicados al turismo
antiglobalización se habían convertido en la vanguardia de su imperio. Las
masas juveniles son más sensibles que las adultas al mayor mal de la
sociedad del espectáculo: el aburrimiento. Lejos de sentir como suya la
causa de la libertad o la lucha contra la opresión social, lo que
realmente sienten es una necesidad ilimitada de entretenimiento. Las masas
juveniles, profundamente despolitizadas y sin ningún interés por
politizarse, salieron masivamente a la calle a divertirse luciendo su
pañuelo palestino, escenificando su falsa generosidad y proclamando su
compromiso volátil. En la sociedad del espectáculo la protesta es una
forma de ocio y el pathos trágico de la lucha de clases ha de retroceder
ante la comicidad, el desenfado y la fiesta.

Se trataba en última instancia de una actitud que pretendía ser
pragmática, es decir, levemente crítica y profundamente conformista,
dispuesta a caminar por las sendas trilladas y a discurrir por los cauces
inocuos. Encontraron sus herramientas intelectuales en ideologías light,
puras máquinas lingüísticas como el postobrerismo, el ecologismo, los
productos de las marcas ATTAC y demás. Conceptos como “movimiento de
movimientos”, “lo social”, “el imaginario”, “ciudadanía”, “pluralidad”,
“multitud”, etc., sirvieron para la evacuación de arcaísmos ideológicos
obreristas, derribando de paso conquistas intelectuales básicas,
aportaciones críticas imprescindibles, y en general, echando por la borda
todo el bagaje teórico de la lucha precedente. Quizá estaban en lo cierto,
y lo anterior ya no servía; pero no nos ha dado tiempo a comprobarlo. Como
coartada política se buscó un proletariado de sustitución en los seres
inermes y amorfos calificados por los pensadores orgánicos de “multitud”,
ciudadanía, sociedad civil o simplemente “la gente”, y en plan castizo,
“la peña” o “la peñuki”.

El nuevo sujeto histórico era pura ficción puesto que el verdadero había
sido liquidado por el capitalismo, pero su imagen ficticia era necesaria
porque el espectáculo del combate social necesitaba un fantasma; su
legitimidad no podía apoyarse en una clase real sino en una de prestado.
Una nueva clase imaginaria escapaba de los verdaderos escenarios de lucha
para situarse en el terreno del espectáculo, puesto que ni ella era clase,
ni su lucha era lucha. Para ello nada mejor que las metonimias que ha
practicado el post-obrerismo italiano: construir a partir de metáforas
descriptivas (obrero masa vs. obrero social vs. multitud) categorías
universalistas de intelección histórica del antagonismo capital/trabajo.

Para otros autores en cambio, no hace falta indagar en la evaporación del
sujeto político proletario. Según Alain C. (s/f), por ejemplo, el
ciudadanismo refleja las preocupaciones de una determinada clase media
culta y de una pequeña burguesía que ha visto desaparecer sus privilegios
y su influencia política a la vez que desaparecía la antigua clase obrera.
Sería pues el último refugio doctrinal en que han venido a resguardarse
los restos del izquierdismo de clase media, pero también de buena parte de
lo que ha sobrevivido del movimiento obrero. El ciudadanismo se define
como una especie de democraticismo radical que trabaja en la perspectiva
de realizar empíricamente el proyecto cultural de la modernidad en su
dimensión política, que entendería la democracia no como forma de
gobierno, sino más bien como modo de vida y como asociación ética. La
reestructuración mundial del capitalismo ha provocado la caída del viejo
capital nacional y por consiguiente, la de la burguesía que lo poseía y de
las clases medias que ésta empleaba. La antigua sociedad burguesa del
siglo XIX, oliendo todavía a Ancien Régime, ha desaparecido por completo.
La consolidación del Estado y la crítica de la mundialización actúan como
nostalgia de ese viejo capital nacional y de esa sociedad burguesa, así
como la crítica de las multinacionales no es sino expresión de la
nostalgia de los negocios familiares. Una vez más, se lamentan de un mundo
que se ha perdido. Mediante el ciudadanismo las clases medias desheredadas
reconstruyen entonces su identidad de clase perdida. De modo que un local
“bio” puede presentarse como “un escaparate de los estilos de vida y de
pensamiento ciudadano”.

No obstante, es importante destacar que la base social del ciudadanismo es
mucho más amplia y difusa que la formada por militantes de asociaciones y
de sindicatos, debido en gran medida a su posibilismo, a la multiplicidad
de fórmulas listas y desplegables para solucionar las demandas de los
ciudadanos. Lo que sí resulta fácil de entender es la fascinación que la
versión erudita del ciudadanismo, el republicanismo,16 ha podido ejercer
sobre el afligido cuerpo de la socialdemocracia, obligada por la historia
y por la realidad a ir modificando sus teorías para evitar el peso de los
pasados errores. Antes que reconocer los errores siempre resulta
preferible acogerse al confortable manto protector de una teoría que, sin
darnos la razón del todo, al menos se la niega al viejo adversario
liberal. En otras palabras, el republicanismo vendría a ser algo así como
el socialismo democrático despojado de sus más tradicionales y patentes
errores, despojado, en suma, del socialismo.

En definitiva, si hacemos un poco de historia comprobaremos cómo esta
ideología ciudadanista se manifiesta a través de una nebulosa de
asociaciones, de sindicatos, de órganos de prensa, de partidos políticos;
y eso tanto a escala local, estatal, y europea como planetaria.17 Lo
difícil a veces es decir en cuáles no se manifiesta. Hay incluso un
ciudadanismo de derechas y de izquierdas, en pugna por conseguir la
interlocución privilegiada del Estado.18

A pesar de esta extensión e intensidad, Alain C. habla no obstante de un
impasse, de una crisis del ciudadanismo debido a que sus partidarios más
notables contaron con la complicidad de las masas, que como antes se
indicaba es una labor destinada al fracaso debido a la despolitización de
aquellas. De todas maneras, es interesante ver cómo en esta mini-crisis,
un ciudadanista se apresura en proponer sus servicios de mediador al
Estado, por lo que este autor considera que el ciudadanismo es
potencialmente un movimiento contrarrevolucionario. El ejemplo muestra
también que el ciudadanismo es incapaz de reaccionar ante movimientos que
no han sido creados por él mismo.

La irónica frase que introduce Alain C. (s/f) en su panfleto, “Proletarios
del mundo, no tengo ninguna consigna que daros” sería tal vez un buen
recordatorio de lo que no es ni puede ser ciudadanista. Es paralelo a
plantear el rechazo de participar en el circo del juego democrático y en
el espectáculo de la representación. No pedir nada (ni siquiera derechos)
pues la derrota está en la reivindicación misma. Se trataría entonces de
romper sin pedir, reivindicar sin negociar... no hay fórmulas
propositivas, es ridículo darlas. Tampoco quedarse en la resistencia:
ninguna ruptura política puede ni debe definirse a través de la pura
negatividad; no “resistir”, sino crear otra cosa, otro pensamiento, otra
práctica, organizada y perdurable, que controla sus propios tiempos.

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In
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20/8/2015

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