terça-feira, 26 de julho de 2016

"Colectividades y revolución social. El anarquismo en la guerra civil española (1936-1939)" de Walther L. Bernecker




Jesús Aller



El bávaro Walther Ludwig Bernecker (Dollnstein, 1947), especializado en historia
de España, Portugal y Latinoamérica, dedicó su tesis doctoral, publicada en
alemán en 1978 y en castellano, con algunas adiciones, en 1982 (Crítica, trad.
de Gustau Muñoz), al papel desempeñado por las colectividades anarquistas en la
guerra civil española. Se trata de un trabajo extenso y muy documentado que
supuso una revolución en el conocimiento de este asunto tan debatido y que sigue
presentando hoy mismo, riguroso y ajeno a cualquier parcialidad, uno de los
mejores análisis que sobre él se pueden encontrar.

La obra comienza definiendo el tema de estudio, que no es otro que las
transformaciones sociales revolucionarias que se producen en Cataluña, Aragón y
Levante entre julio de 1936 y el otoño de 1937. Estas son consideradas por
separado en tres campos: agricultura, industria y servicios, y comités
políticos. Se repasan después los antecedentes en esta línea de trabajo, en los
que Bernecker destaca el contraste entre el tono hagiográfico de los autores
anarquistas y la crítica despiadada de los estalinistas, así como la aparición
reciente de análisis más ponderados. Concluye la introducción recordando
brevemente la trayectoria de los partidos políticos y sindicatos activos en la
España republicana, protagonistas del episodio que se va a analizar.
El siguiente capítulo se dedica a confrontar los dos relatos con los que los
comunistas y los libertarios describen lo ocurrido a partir de julio de 1936.
Los primeros habían reivindicado mucho tiempo una toma del poder por los
soviets, pero tras el cambio de estrategia decretado por la Internacional
Comunista en mayo de 1934 pasan a defender los frentes populares y una
revolución democrático-burguesa. Bernecker, siguiendo a otros autores, ve en
este giro sobre todo un intento de Stalin de confraternizar con las potencias
occidentales en aras de la seguridad exterior de la URSS. Durante la guerra
civil, esta política provocará la alianza del PCE con socialistas reformistas y
republicanos, y una oposición a las transformaciones revolucionarias ocurridas,
que acabó siendo un factor de desmovilización de consecuencias no desdeñables
sobre el esfuerzo militar. Por su parte los libertarios, poco dados a teorizar,
focalizaban sus anhelos de un mundo sin explotación en la estrategia de la
“huelga general revolucionaria”, que habría de actuar como partera del orden
nuevo, y en la que alejándose de los análisis clásicos marxistas, atribuían un
papel clave al campesinado. Entre los libertarios, el enfrentamiento de faístas
y treintistas significaba la disyuntiva: voluntarismo vs. prudencia, o acción
individual vs. acción de las masas, a la hora de encarar la revolución. La
unificación de posturas en el congreso de Zaragoza (mayo de 1936) estuvo
caracterizada por un distanciamiento de la realidad de los procesos históricos
en curso, que a partir de julio haría necesario improvisar apresuradamente.
 La colectivización en la agricultura
Grandes diferencias regionales marcaban la estructura de la propiedad rural en
España antes de la guerra civil. En el sur y sudoeste, donde predominaban los
latifundios, los terratenientes, absentistas e incapaces de cualquier mejora
técnica, actuaban a través de grandes arrendatarios que contrataban a su vez a
jornaleros y aparceros. En el norte, mientras tanto, imperaba la pequeña y
mediana propiedad, y abundaban minifundistas obligados a emplearse también como
obreros para dar de comer a sus familias. En este panorama desolador, las
prédicas anarquistas habían extendido, ya desde la segunda mitad del siglo XIX y
sobre todo por Andalucía, el anhelo de una gestión colectiva de la tierra. Una
reestructuración del régimen de propiedad y explotación era a todas luces
imprescindible, y en este sentido trató de avanzar la Ley de Reforma del 15 de
septiembre de 1932, que sin embargo apenas aportó resultados prácticos y fue
dejada pronto sin efecto por el gabinete Lerroux. Tras el triunfo del Frente
Popular en febrero de 1936, las ocupaciones de fincas, apoyadas parcialmente por
el gobierno, se hacen muy frecuentes, de forma que en julio existe ya en muchas
regiones de España una dinámica imparable de colectivización.
Antes de entrar en el detalle de la estructura y funcionamiento de las
colectividades agrarias, Bernecker nos pone al corriente de las dificultades que
hubieron de enfrentar por la oposición de los estalinistas, cada vez más
influyentes, así como por la tensión y contradicciones de la UGT al respecto. En
las semanas posteriores al 19 de julio de 1936, la formación de comunas agrarias
y comités fue un proceso espontáneo e imparable de las masas ante el vacío
generado por la desaparición de los terratenientes y sus administradores, y la
gestión de la inmediata cosecha se afrontó colectivamente en muchos lugares se;
por otra parte, los pequeños propietarios que optaron por no participar en el
movimiento fueron respetados y hay constancia de que muchas veces terminaron por
sumarse a él. Aparte del trabajo agrícola, las comunas realizaron una gran
variedad de labores: irrigación, reforestación, granjas, escuelas, etc.
Lo ocurrido esos meses es descrito por los autores favorables al anarquismo como
la instauración de una democracia consejista, mientras que para sus detractores
se trató más bien de la imposición por la fuerza a los trabajadores de una
dictadura de comités autonombrados. A partir de las fuentes disponibles,
Bernecker concluye que a pesar de las disfunciones y excesos que puedan
señalarse en casos concretos, los comités dan en general más una imagen de
órganos de coordinación que de poder. Los sistemas de remuneración y
distribución de bienes en las comunidades fueron muy diversos, con experiencias
tanto de comunismo como de colectivismo, siendo este último el que al fin se
reveló más conveniente en las circunstancias dadas. Se llegó en ocasiones a la
abolición del dinero y se percibe reiteradamente un impulso de regeneración
moral encauzando el proceso de la revolución.
Un análisis de las colectividades constituidas en diferentes regiones muestra un
desarrollo mayor en Aragón, Andalucía, Castilla e incluso Levante que en
Cataluña, donde las resistencias gubernamentales y de arrendatarios y clases
medias apoyadas por los comunistas fueron más importantes. Por otro lado, la
viabilidad económica de las colectividades parece probada por las cifras y
testimonios disponibles. Puede concluirse que este movimiento supuso sobre todo
una apuesta decidida por un mundo sin explotación, una revolución ética en la
que los errores cometidos en la gestión del proceso fueron insignificantes al
lado de las dificultades exógenas que se interpusieron en su camino.
 La colectivización en la industria y los servicios
En los primeros años 30 España era un país agrícola con una escasa
industrialización sobre todo en la periferia y con una economía poco integrada
en la mundial, aunque dependiente de las grandes potencias destinatarias de sus
materias primas y proveedoras de tecnología. La crisis de aquellos años aumentó
el déficit comercial y contribuyó a agudizar el problema de un desempleo
estructural sin cobertura social. Derrotada la sublevación fascista, en Cataluña
y en menor grado en Levante y Castilla los trabajadores tomaron la dirección de
muchas fábricas y empresas, mientras otras eran “intervenidas” (puestas bajo
control), en un proceso en el que las masas fueron protagonistas y CNT y UGT
colaboraron estrechamente a través de los mismos comités sindicales que habían
actuado en las huelgas de los meses anteriores. Para Bernecker, este fue un
momento clave en el que los anarquistas fallaron al ser incapaces de crear
estructuras políticas que canalizaran la situación sin supeditarse a unos
poderes burgueses que sólo aguardaban la revancha.
Un repaso a los programas económicos de comunistas y anarquistas muestra que los
primeros apostaban por la nacionalización, centralización y militarización de
las industrias, utilizando como argumento los errores de los meses iniciales de
gestión colectiva. Su defensa de la pequeña burguesía multiplicó
exponencialmente su influencia, mientras por su parte los anarquistas no creían
más que en sindicatos y municipios libres como entidades sociales, convencidos
de la posibilidad de que estos se coordinaran eficaz y democráticamente para
alcanzar la máxima producción que la guerra requería. No obstante, su política
real, motivada por la la necesidad de converger con las otras fuerzas
antifascistas, fue una cesión continua en estos principios. Este afán de
compromiso los llevó a integrarse en todas las estructuras gubernamentales sólo
para ver cómo sus propuestas socializantes eran sistemáticamente rechazadas al
tiempo que en la propia CNT crecían las tendencias burocráticas y centralistas
de control por parte de la dirección nacional.
Bernecker analiza en detalle el funcionamiento de los organismos creados por la
Generalitat de Cataluña para coordinar y dirigir la política industrial: el
Consejo de Economía y la Caja de Crédito Industrial y Comercial, así como el
Decreto de colectivización de octubre de 1936. Puede comprobarse cómo lo que
nació con el apoyo y participación de la CNT para dar forma legal a sus
objetivos socializadores evoluciona progresivamente hacia un dirigismo estatal
que se hace mayor a partir de junio de 1937, cuando la consejería de Economía
pasa de la CNT al PSUC.
El estudio de cuatro casos en diferentes ámbitos y lugares muestra perfectamente
las tensiones entre estatismo y sindicalismo que se producen en ese momento:
1.- La poderosa industria textil catalana fue colectivizada en gran parte y
siguió funcionando a buen ritmo con una reorientación de la actividad hacia las
necesidades de la guerra. Los descensos observados en la producción son
achacables sobre todo a causas exógenas, como los problemas en el suministro de
materias primas y la desaparición de mercados.
2.- Los servicios urbanos de Barcelona: transportes, suministro de energía,
hoteles, restaurantes y peluquerías fueron colectivizados en los primeros días.
Comités elegidos democráticamente se hicieron cargo del control y coordinación y
establecieron la nueva política de salarios. Transformados en “propietarios”,
los trabajadores tuvieron que decidir sobre cuestiones como el destino que debía
darse al “ingreso residual”, que se solventaron con base en el principio
anarcosindicalista de tender a una gestión social global por parte de los
sindicatos. Los intentos del PSUC de municipalizar el transporte público de
Barcelona a partir de junio de 1937 chocaron con la voluntad de los empleados,
que lograron mantener su control hasta el final de la guerra. Desde un punto de
vista económico-contable y organizativo, la colectivización de estas empresas ha
de valorarse como un rotundo éxito.
3.- La industria textil de Alcoy, con más de cien plantas y fábricas cuyos
trabajadores estaban en gran parte afiliados a la CNT, fue socializada en
septiembre de 1936, dotándose de una estructura técnicamente solvente e
impecablemente democrática, con la que se consiguió un incremento de la
producción.
4.- Con casi toda la industria de guerra española en manos de los fascistas, las
factorías catalanas recién colectivizadas debieron encauzar su actividad a los
pertrechos bélicos, y aunque el gobierno central opuso dificultades a esta ardua
labor, se lograron resultados al cabo de un año que ni las estimaciones más
optimistas hubieran podido prever. La colectivización se mantuvo hasta agosto de
1938, cuando el control estatal trajo burocratización y autoritarismo que fueron
desastrosos para la producción.
 Estado y revolución
Donde el golpe fascista fue atajado por la acción decidida de las masas, el día
después trajo para los anarquistas un dilema intrincado: ¿Debían colaborar en
ese momento en la reconstrucción de la estructura gubernamental, contra la que
ellos siempre habían luchado, o habría de aprovecharse la propicia ocasión para
abolirla y establecer en su lugar la gestión por parte de una red federal de
consejos democráticos? Cuando se dieron cuenta de que la segunda opción, que
tenía demasiados enemigos, significaba de facto instaurar una “dictadura
anarquista”, renunciaron a ella y ayudaron a la restauración de un estado que
trataron de que fuera respetuoso con las conquistas sociales conseguidas.
Aceptando participar en los órganos de poder de este y desgajados cada vez más
de las masas, los dirigentes anarquistas comenzaron una deriva política que
terminó ahogando la revolución.
Bernecker repasa en detalle las vicisitudes de los dos ejemplos más notables de
este proceso: el Comité Central de Milicias Antifascistas en Cataluña y el
Consejo de Aragón. Su conclusión es que los líderes libertarios no estuvieron a
la altura de su misión histórica en aquel momento crucial y fueron incapaces de
crear estructuras de coordinación a nivel estatal para consolidar y encauzar la
revolución, cediendo así la iniciativa a los que tenían por objetivo acabar con
sus logros, como efectivamente hicieron. El colaboracionismo de los dirigentes
trajo desmoralización y protestas esporádicas de las bases, y significó la
reproducción en el campo anarquista de los mismos esquemas de poder
burocratizado que suelen caracterizar a otros movimientos políticos.
Un análisis de la estructura y funcionamiento de los comités que proliferaron a
partir del 19 de julio muestra rasgos de democracia consejista, con
participación de todos los sindicatos y partidos, aunque en las grandes ciudades
la representación se basó en un compromiso entre las organizaciones y no en la
celebración de elecciones. El modelo no evolucionó a una sociedad socialista por
la rápida restauración de la maquinaria estatal.
 La revolución social: posibilidades y ocasiones perdidas
Las masas capaces de vencer la intentona fascista comenzaron en seguida un
proceso revolucionario que contaba con demasiados enemigos. Seducidos los
dirigentes libertarios a una colaboración con el poder que se reconstruía, no le
resultó después difícil a este con sus amplios recursos ir desactivando una a
una las conquistas sociales arrancadas en los primeros días. Bernecker analiza
también las causas endógenas para el fracaso del proyecto: la carencia de un
esquema organizativo bien definido entre los libertarios, que habían apostado
por el anarco-comunismo en el congreso de Zaragoza (mayo de 1936) y ante los
problemas para implantarlo optaron en general por un tímido colectivismo; las
tendencias egoístas en las empresas colectivizadas que se resistían a la
socialización; la dificultad de un modelo altamente participativo en las
drásticas condiciones impuestas por la guerra o la ingenuidad de participar en
el poder estatal para intentar salvaguardar la revolución, sin darse cuenta de
que esta había de ser fatalmente engullida por aquel.
En Colectividades y revolución social: el anarquismo en la guerra civil
española, 1936-1939 no puede dejar de maravillarnos la objetividad, cabal y
minuciosa, que se trasparenta a cada paso en el tratamiento de asuntos en los
que nada sería más fácil que caer en las simplificaciones del que ya ha tomado
partido antes de comenzar el análisis. Ajeno a cualquier sectarismo, aunque
pendiente de las implicaciones de todos los hechos estudiados en un noble ideal
de emancipación humana, el trabajo de Walther Bernecker no ha sido superado en
muchos aspectos y permanece como una herramienta imprescindible para la toma de
conciencia sobre una cuestión que, como él mismo nos recuerda en las palabras
finales del libro, a todos nos compromete. “ La visión de una sociedad 
auto-administrada, libre de represión y de estado, demostró ser impracticable,
en las condiciones dadas de poder y a la vista de las necesidades militares y
las exigencias de la guerra. Sin embargo,  sí  que existía la posibilidad
-también parcialmente aprovechada en los primeros meses- de hacer valer con
mayor intensidad en la vida política, social y económica en su conjunto las
ideas de la determinación libre. Haber restringido sistemáticamente más allá de
lo exigido por las necesidades de la guerra este ámbito democrático de acción
fue la responsabilidad de los partidos del Frente Popular. No haberlo utilizado
en su plenitud fue la ocasión perdida por los anarquistas. Los elementos de una
democracia social, inserta aún en procesos primarios de aprendizaje, fueron
suprimidos antes de finalizar la guerra civil. La idea de transformar en praxis
en la base de la sociedad una democracia llena de contenido social fue la
posibilidad y al mismo tiempo la ocasión perdida de los portadores de la
revolución social en la guerra civil. En este  sentido,  la revolución española
ha permanecido inconclusa y sigue siendo todavía un deber y una tarea”.

Blog del autor:  http://www.jesusaller.com/ 
In
REBELION
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=214865
26/7/2016

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