domingo, 25 de junho de 2017

El Estado (colonial) y la revolución




Raúl Zibechi

Ha transcurrido un siglo desde  que Lenin escribiera una de las piezas más
importantes del pensamiento crítico: El Estado y la revolución. La obra fue
escrita entre las dos revoluciones de 1917, la de febrero que acabó con el
zarismo, y la de octubre que llevó a los soviets al poder. Se trata de la
reconstrucción del pensamiento de Marx y Engels sobre el Estado, que estaba
siendo menoscabado por las tendencias hegemónicas en las izquierdas de aquel
momento.
Las principales ideas que surgen del texto son básicamente dos. El Estado es un
órgano de dominación de una clase, por lo que no es apropiado hablar de Estado
libre o popular. La revolución debe destruir el Estado burgués y remplazarlo por
el Estado proletario que, en rigor, ya no es un verdadero Estado, puesto que ha
demolido el aparato burocrático-militar (la burocracia y el ejército regular)
que son sustituidos por funcionarios públicos electos y revocables y el
armamento del pueblo, respectivamente.
Este no-verdadero-Estado comienza un lento proceso de extinción, cuestión que
Lenin recoge de Marx y actualiza. En polémica con los anarquistas, los marxistas
sostuvieron que el Estado tal como lo conocemos no puede desparecer ni
extinguirse, sólo cabe destruirlo. Pero el no-Estado que lo sustituye, que ya no
cuenta ni con ejército ni con burocracia permanentes, sí puede comenzar a
desaparecer como órgano de poder-sobre, en la medida que las clases tienden
también a desaparecer.
La Comuna de París era en aquellos años el ejemplo predilecto. Según Lenin, en
la comuna el órgano de represión es la mayoría de la población y no una minoría,
como siempre fue el caso bajo la esclavitud, la servidumbre y la esclavitud
asalariada.
Véase el énfasis de aquellos revolucionarios en destruir el corazón del aparato
estatal. Recordemos que Marx, en su balance sobre la comuna, sostuvo que la
clase obrera no puede simplemente tomar posesión del aparato estatal existente y
ponerlo en marcha para sus propios fines.
Hasta aquí una brevísima reconstrucción del pensamiento crítico sobre el Estado.
En adelante, debemos considerar que se trata de reflexiones sobre los estados
europeos, en los países más desarrollados del mundo que eran, a la vez, naciones
imperiales.
En América Latina la construcción de los estados-nación fue bien diferente.
Estamos ante estados que fueron creados contra y sobre las mayorías indias,
negras y mestizas, como órganos de represión de clase (al igual que en Europa),
pero además y superpuesto, como órganos de dominación de una raza sobre otras.
En suma, no sólo fueron creados para asegurar la explotación y extracción de
plusvalor, sino para consolidar el eje racial como nudo de la dominación.
En la mayor parte de los países latinoamericanos, los administradores del
Estado-nación (tanto las burocracias civiles como las militares) son personas
blancas que despojan y oprimen violentamente a las mayorías indias, negras y
mestizas. Este doble eje, clasista y racista, de los estados nacidos con las
independencias no sólo no modifica los análisis de Marx y Lenin, sino que los
coloca en un punto distinto: la dominación estatal no puede sino ejercerse
mediante la violencia racista y de clase.

Si aquellos consideraban al Estado como un parásito adherido al cuerpo de la
sociedad, en América Latina no sólo parasita (figura que remite a la
explotación), sino que es una máquina asesina, como lo muestra la historia de
cinco siglos. Una maquinaria que ha unificado los intereses de una clase que es,
a la vez, económicamente y racialmente dominante.
Llegados a este punto, quisiera hacer algunas consideraciones de actualidad.
La primera, es que la realidad del mundo ha cambiado en el siglo anterior, pero
esos cambios no han modificado el papel del Estado. Más aún, podemos decir que
vivimos bajo un régimen donde los estados están al servicio de la cuarta guerra
mundial contra los pueblos. O sea, los estados le hacen la guerra a los pueblos;
no estamos ante una desviación sino ante una realidad de carácter estructural.
La segunda es que, tratándose de destruir el aparato estatal, puede argumentarse
(con razón) que los sectores populares no tenemos la fuerza suficiente para
hacerlo, por lo menos en la inmensa mayoría de los países. Por eso, buena parte
de las revoluciones son hijas de la guerra, momento en el cual los estados
colapsan y se debilitan en extremo, como sucede en Siria. En esos momentos,
surgen experiencias como la de los kurdos en Rojava.
No tener la fuerza suficiente, no quiere decir que deba darse por bueno ocupar
el aparato estatal sin destruir sus núcleos de poder civil y militar. Todos los
gobiernos progresistas (los pasados, los actuales y los que vendrán) no tienen
otra política hacia los ejércitos que mantenerlos como están, intocables, porque
ni siquiera sueñan con entrar en conflicto con ellos.
El problema es que ambas burocracias (pero en particular la militar) no pueden
transformarse desde dentro ni de forma gradual. Suele decirse que las fuerzas
armadas están subordinadas al poder civil. No es cierto, tienen sus propios
intereses y mandan, aún en los países más democráticos. En Uruguay, por poner un
ejemplo, los militares impidieron hasta hoy que se conozca la verdad sobre los
desaparecidos y las torturas. Tanto el actual presidente, Tabaré Vázquez, como
el anterior, José Mujica, se subordinaron a los militares.
Es muy poco serio pretender llegar al gobierno sin una política clara hacia las
burocracias civil y militar. Las más de las veces, las izquierdas electorales
eluden la cuestión, esconden la cabeza como el avestruz. Luego hacen gala de un
pragmatismo sin límites.
Entonces, ¿qué hacer cuando no hay fuerza para derrotarlos?
Los kurdos y los zapatistas, además de los mapuche y los nasa, optaron por otro
camino: armarse como pueblos, a veces con armas de fuego y otras veces con armas
simbólicas como los bastones de mando. No es cuestión de técnica militar sino de
disposición de ánimo.

In
LA JORNADA
http://www.jornada.unam.mx/2017/06/23/opinion/017a1pol
23/6/2017

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