sexta-feira, 20 de janeiro de 2017

La revolución, a un siglo de la Revolución de Octubre



Raúl Zibechi

Mentar la tormenta  se ha vuelto casi rutinario. Hasta el presidente chino, Xi
Jinping, abrió el Foro Económico Mundial de Davos diciendo que en el mundo hay
una tormenta aunque, agregó, también hay luz. Es muy probable que Xi se
refiriera al mundo empresarial que lo cobijó con una ovación, ya que es el tipo
de alianzas que corteja la dirección de la potencia emergente.
Lo cierto es que ya pocos dudan que atravesamos una situación caótica, aunque el
capital financiero y buena parte de los políticos progresistas se empeñan en
atribuirla a Donald Trump, que es apenas el emergente y no la causa de los
problemas actuales. La tormenta está mostrando que la capacidad de comprensión
en medio de la borrasca se vuelve cada vez menor. Incluyendo a quien firma estas
líneas, obviamente.
Consuelo de poco valor es que las clases dominantes sufren también dosis
importantes de desconcierto, algo que se puede palpar en la profunda división
entre los de arriba, empezando por la superpotencia, donde no atinan a
consensuar si el enemigo principal es Rusia o China, para poner apenas un
ejemplo.
Cuando las urgencias son tantas y apenas podemos responder las más apremiantes,
intentando no desviarnos del camino emancipatorio, se vuelve necesario buscar
signos que nos ayuden a no perder la brújula. A un siglo de la primera
revolución socialista victoriosa, propongo sacar algunas conclusiones con la
mirada puesta en la tormenta que nos empieza a sacudir.
Primero, constatar que es posible derrotar a las clases dominantes. Así se hizo
en casi medio mundo, desde Rusia y China hasta Cuba, Argelia y Vietnam. Derrota
que pasa inexorablemente por arrebatarles el poder político y recuperar los
medios de producción y de cambio (tierras, fábricas y bancos, entre los más
importantes) para que sean gestionados directamente por los trabajadores.
Segundo, es muy difícil construir una sociedad de nuevo tipo, mucho más que
derrotar al enemigo, como se constata en cada uno de los procesos mencionados.
La impresión es que las fuerzas revolucionarias no han sacado las conclusiones
necesarias del fracaso en la construcción del mundo nuevo, que debería pasar por
un serio balance del estalinismo, en sus diversas variantes nacionales, del
maoísmo y de los procesos de liberación nacional. Si en el primer punto puede
haber acuerdos más o menos generales, en el segundo la divergencia de análisis
es lo más frecuente.
Tercero, la derrota de las clases dominantes fue posible, en todos los casos,
por el despliegue de guerras interestatales o por guerras de liberación
nacional, o por una combinación entre ambas, como en China. En cualquier caso,
al ser las revoluciones hijas de las guerras, el triunfo rebelde implica que el
poder resultante está asentado sobre el predominio de hombres armados, quienes
se encuentran al frente de las fuerzas revolucionarias y a la vez del aparato
estatal. Esta disposición de fuerzas, como destacó hace tres décadas el español
Eugenio del Río, es un obstáculo para avanzar hacia una sociedad de nuevo tipo,
donde el poder esté en manos de los campesinos y los trabajadores.

Cuarto, las intenciones de Lenin –claramente reflejadas en sus escritos y en el
libro de John Reed Diez días que estremecieron al mundo– consistían en que el
Partido Bolchevique derribara al gobierno provisional para entregar el poder a
los soviets, que fueron la creación más notable de los soldados, campesinos y
obreros rusos, nacidos durante la revolución de 1905 y renovados y ampliados
desde febrero de 1917.
En este punto conviene hacer algunas precisiones. ¿Por qué el poder de los
soviets, que funcionó realmente en 1917, fue erosionado y anulado en aras del
poder de una nueva camada de dirigentes aferrados al Estado? Hay análisis de
diverso tipo, algunos muy convincentes. ¿Por qué el poder de las comunas chinas
fue erosionado y anulado pese a los intentos para remover a una nueva burguesía
que se había adueñado del Estado? ¿Por qué los organismos de poder popular en
Cuba fueron erosionados y anulados por el poder del partido y del Estado? En
suma, ¿por qué el poder de abajo ha sido tan efímero?
Hay algo en común en todas las experiencias que, siguiendo el guion de la
revolución rusa, debería ser motivo de reflexión. Las prácticas concretas para
cambiar el mundo se hacen añicos en el espigón del poder estatal, esté en manos
de una burocracia obrera (como señalaron Mandel y los trotskistas) o en manos de
una nueva burguesía nacida al amparo del Estado (como analizaron Bettelheim y
Mao). De paso, destacar el bajísimo nivel de los debates en los demás procesos,
salvo en los primeros años de la revolución cubana, que les impide profundizar
en las causas de los desvíos posrevolucionarios.
Es muy penoso comprobar que desde la década de 1960 no hemos tenido debates de
la profundidad necesaria y, sobre todo, observar la escasa atención que merecen
los movimientos que han sacado conclusiones de los crímenes cometidos en nombre
del socialismo. En nuestro continente, los movimientos indígenas y feministas
parecen los más valiosos a la hora de remover la lápida del estalinismo,
presente en casi todos los procesos.
Más notable aún es comprobar cómo el zapatismo ha conseguido superar algunas de
las más poderosas limitaciones de las revoluciones precedentes. Veintitrés años
después del ¡Ya Basta!, las juntas de buen gobierno son las que toman las
decisiones e imparten justicia, funcionando como verdaderos órganos de poder. En
1940 o en 1972, en la Unión Soviética y en la República Popular China se había
consolidado un poder contrarevolucionario, a pesar de los intentos de la
revolución cultural y de propio Mao por modificar el rumbo.
Más allá de las consideraciones de cada quien respecto a la revolución
zapatista, debería ser tomada muy en serio, ya que ha conseguido ir más allá que
las que le precedieron. Algo imposible de comprender leyendo los comunicados, ya
que requiere convivir con las bases de apoyo.
In
LA JORNADA
http://www.jornada.unam.mx/2017/01/19/opinion/020a2pol
19/1/2017

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