quinta-feira, 4 de maio de 2017

1917. Cuatro notas en el centenario de la revolución bolchevique



Higinio Polo

Rebelión



1. 1917 es una fecha germinal, que puso ante la mirada de los trabajadores del
mundo la certeza de que acabar con el capitalismo y construir el socialismo es
posible. En esa fecha termina el viejo mundo burgués que había ensangrentado el
planeta en el siglo XIX y se inicia una nueva era, donde la unión obrera y
socialista creada por la revolución bolchevique se enfrentará al proyecto de
modernidad capitalista que representó el nazismo. La revolución bolchevique
cambió de manera radical el destino de Rusia y del mundo. Cincuenta años después
de la publicación de El capital, Rusia se convertía en una referencia global, y
la revolución llevó al país a ser una de las dos superpotencias mundiales. El
empeño de la derecha liberal de rebajar la revolución bolchevique a una suerte
de “golpe de Estado” no tiene ninguna credibilidad, más allá de su utilidad
propagandística para la derecha, ni resiste la prueba de los hechos: la
revolución de octubre contó con un impresionante apoyo popular que, empezando en
Petrogrado, recorrió toda la geografía rusa, en un clima revolucionario donde
millones de trabajadores, soldados y campesinos se organizaban y se reconocían
en los sóviets. Esa revolución puso la igualdad entre los seres humanos en el
centro de los objetivos políticos y de las demandas universales, y se embarcó en
la construcción de una sociedad sin clases, al tiempo que hacía visible el
protagonismo de las muchedumbres obreras en los combates políticos del siglo XX.
Tampoco fue un baño de sangre: se olvida con frecuencia, pero la revolución
bolchevique apenas causó seis muertos, y fue la intervención imperialista para
ayudar a los restos del zarismo lo que hizo estallar la guerra civil posterior
que causó una mortandad que superó a la de la gran guerra. Si de 1914 a 1917
Rusia padeció entre dos y cuatro millones de muertos, esa agresión de las
potencias capitalistas en la Rusia revolucionaria, tras el fin de la gran
guerra, causó ocho millones de muertos más a causa de los combates, de la
destrucción de las cosechas y del hambre. Sobreponerse a esa situación,
reconstruir el país, fue una tarea de titanes, pero no sería la peor prueba del
siglo XX para Rusia. La revolución superó un acoso que ningún otro país en el
siglo XX tuvo que soportar: del ataque de esas trece potencias capitalistas
(desde Estados Unidos hasta Francia, de Checoslovaquia a Gran Bretaña, de
Polonia a Japón) que apoyaron a los blancos zaristas en la “guerra civil” de los
años veinte, se pasó a las amenazas latentes de Londres y París y, después, al
ataque de la Alemania nazi que abrió la Segunda Guerra Mundial donde la URSS
perdió a veintisiete millones de ciudadanos. Suele prestarse poca atención al
hecho de lo que supuso administrar un país que había perdido casi cuarenta
millones de personas en un lapso de treinta años, y ponerlo a la cabeza del
desarrollo en el mundo posterior a la guerra de Hitler. Además, en la
postguerra, cuando casi no se había iniciado la reconstrucción, tuvo que hacer
frente a la presión occidental derivada de la doctrina Truman que dio inicio a
la guerra fría.
Tras el “comunismo de guerra” y la NEP, Octubre empezó la planificación estatal
de la economía, impugnando el monopolio burgués que había conquistado todos los
países. En el plano interior, se estableció la jornada laboral de ocho horas
tras la revolución, que quedaría reducida posteriormente a siete horas, se
aseguraron las leyes para la igualdad entre hombres y mujeres; se acabó con el
analfabetismo; se creó el primer sistema sanitario público y gratuito del mundo,
la jubilación a los sesenta años para hombres y cincuenta y cinco para las
mujeres, un sistema universal de pensiones, se legislaron veinte meses de baja
por maternidad, y la seguridad en el trabajo hizo que los trabajadores no
temiesen al desempleo, al tiempo que disponían de viviendas facilitadas por el
Estado, y tantas otras conquistas sociales que no podemos detallar aquí. La
Unión Soviética puso siempre la solidaridad entre los pueblos, el
internacionalismo, como uno de sus fundamentos, y nunca impulsó una política
agresiva contra Occidente. Esa mentira, repetida y amplificada por la
propaganda, tuvo como objetivo extender el miedo entre la población de los
países capitalistas y disciplinar a los aliados europeos de Estados Unidos
alrededor de la OTAN, el nuevo instrumento de intervención imperialista.
Octubre convirtió a un país atrasado en una potencia industrial y científica en
pocos años, aunque fue acompañado por la dura represión de Stalin. El primer
estado socialista de la historia tuvo como conceptos definitorios el trabajo y
la función determinante de la clase obrera en la sociedad; la amistad y la
solidaridad entre los pueblos, el internacionalismo, la justicia social, la
cultura y el progreso científico, el rechazo al nacionalismo y a la opresión.
Hubo también rasgos negativos: la dura represión política (hija del temor nacido
en la guerra civil, en el acoso militar posterior, en la agresión nazi y,
secundariamente, en las luchas internas de poder), el temor ante los órganos del
Estado, las evidentes insuficiencias democráticas, y la ineficiencia ligada a la
burocratización y a los focos de corrupción, así como a la aparición de señales
de irresponsabilidad y desidia en el trabajo, que, no obstante, no invalidan,
como pretende la derecha, el conjunto de la experiencia soviética. Los
laboratorios ideológicos del liberalismo siguen poniendo el énfasis en la
represión, aunque quienes aluden a los muertos causados por la revolución
bolchevique y el estado socialista, suelen ocultar la enorme mortandad causada
por el capitalismo tanto en la expansión colonial en el siglo XIX, como a lo
largo del siglo XX. Y las matanzas no se han detenido en el siglo XXI: ahí está
el caos de Oriente Medio provocado por las agresiones y guerras dirigidas por
Estados Unidos.
El mundo no es mejor sin la URSS: ni siquiera la amenaza atómica ha
desaparecido, pese a los supuestos “dividendos de la paz” que el neoliberalismo
prometió. Ni siquiera se han reducido los peligros de guerra: según el SIPRI, el
comercio mundial de armas está en su punto más álgido desde el fin de la guerra
fría, y el caos creado en Oriente Medio por Estados Unidos es una causa evidente
de ello, junto a la desconfianza por los propósitos de Washington. Desde luego,
el mundo no es mejor para los habitantes del antiguo espacio soviético, y así lo
ponen de manifiesto en todas las encuestas, pese a que un cuarto de siglo de
veneno nacionalista haya hecho aflorar los rasgos más miserables del ser humano
en muchos territorios, como en Ucrania, donde las bandas paramilitares fascistas
recorren desafiantes las calles.
2. El camino abierto por octubre de 1917 termina abruptamente cuando se arría la
bandera roja el último día del año triste de 1991, mientras Yeltsin y los suyos
se emborrachan en las estancias del Kremlin. La reforma iniciada por Gorbachov,
saludada con entusiasmo porque prometía la renovación y el “retorno a Lenin”,
derivó en un desorden económico y organizativo que, lejos de resolver los
problemas de la Unión Soviética, los agudizó, haciendo aparecer la escasez y
alimentando los nacionalismos destructivos y reaccionarios. Tras las
vacilaciones y graves errores de Gorbachov, fueron los propios dirigentes del
país, con Yeltsin a la cabeza, junto con la ambición de personajes como el
ucraniano Leonid Kravchuk, el bielorruso Stanislav Shushkiévich, seguidos
después por el uzbeko Islom Karimov, el kazajo Nursultán Nazarbáyev, y el azerí
Gueidar Aliev, entre otros, quienes se lanzaron a la destrucción del país. El
Tratado de Belavezha, suscrito por Yeltsin, Kravchuk y Shushkiévich el 8 de
diciembre de 1991, violó la constitución soviética e incumplió la voluntad de la
población, que se había pronunciado en un referéndum de marzo de 1991 rechazando
la división de la URSS, pero impuso la destrucción del país, apenas oculta con
los ropajes de la CEI, una ficción creada apresuradamente para cubrir el miedo
al vacío. Destruyeron también el COMECON, y el Pacto de Varsovia.
La destrucción no era inevitable, como sigue manteniendo la doctrina liberal.
Las reformas necesarias en la URSS eran posibles, pero el proyecto gorbachoviano
apenas consiguió generar descontento y caos. La parálisis política de Gorbachov,
en su etapa final, y el estímulo a la división impulsada por Yeltsin, Kratchuk y
Shushkiévich, solo pueden calificarse como una traición a su propio país: la
retórica nacionalista llegó después, con el objetivo de consolidar su propio
poder en todas las repúblicas huérfanas de la URSS. Es cierto que algunas
reclamaciones nacionalistas habían aparecido antes, en Armenia y en el Báltico,
aunque esas tensiones nacionalistas en las tres república del Báltico fueron
estimuladas por dirigentes como Alexander Yakovlev, mientras en el Cáucaso la
incompetencia gubernamental permitió también el crecimiento nacionalista: en
Georgia, el conservador y dictatorial Zviad Gamsajurdia pudo hacerse con la
presidencia gracias a la negligencia y falta de iniciativa política del ministro
de exteriores de Gorbachov, Eduard Shevardnadze. En Azerbeiján, el traidor y
tránsfuga Gueidar Aliev se apresuró a hacerse con todos los resortes del poder.
En Armenia, donde existía una fuerte conciencia nacional, estalló una dinámica
de guerra con Azerbeiján, tras la escalada de tensión que tuvo su origen en la
matanza de Sumgaít, donde bandas de azeríes atacaron a la población armenia,
asesinando a decenas de personas, en una confusa provocación de la que todavía
hoy se desconocen sus inspiradores. La guerra civil entre armenios y azeríes
hizo el resto: duró tres años, y las heridas aún no se han cerrado veinticinco
años después. En las cinco repúblicas soviéticas de Asia central, donde no
existían reclamaciones nacionalistas, los dirigentes se apresuraron a proclamar
la independencia tras la conjura de la firma del Tratado de Belavezha. En
conjunto, las guerras y conflictos que se iniciaron entonces (en Moldavia y en
Chechenia, en Nagorno-Karabaj y en Osetia, en el Cáucaso y en Asia central,
causaron la muerte de centenares de miles de personas. Estados Unidos contempló
con complacencia las dictaduras creadas en muchas de las antiguas repúblicas
soviéticas, cerrando los ojos a la corrupción, la represión política y los
rasgos grotescos de los nuevos regímenes, que van desde las correrías de las
hijas de Karimov, hasta el nombramiento de Dariga Nazarbayeva, hija del dictador
Nazarbáyev, como viceprimera ministra de Kazajastán; pasando por el hijo de
Aliev, Ilham Aliev, convertido en nuevo dictador y que acaba de nombrar a su
mujer, Mehriban Alieva, vicepresidenta del país.
A la incompetencia y el oportunismo de los conversos y tránsfugas que iniciaron
esa fuga hacia adelante en busca de la consolidación de su propio poder, se
unieron muchas provocaciones, la mayoría de las cuales siguen sin aclararse.
Conocemos algunas, como la masacre de la torre de la televisión en Vilna, la
capital lituana, en enero de 1991: allí, una matanza de catorce personas
conmovió al mundo, y las cancillerías y la prensa internacional acusaron al
ejército y al gobierno soviéticos. Sin embargo, sabemos ahora que fue una
masacre causada por los nacionalistas del Sajudis y por el propio gobierno
nacionalista lituano, cuyos pistoleros dispararon contra sus propios seguidores,
para acusar así a la Unión Soviética y precipitar la independencia. Así lo
reconoció años después Audrius Butkevičius, que era entonces el jefe militar del
gobierno lituano. No fue la primera mentira, ni sería la última: en 2008, cuando
el gobierno georgiano de Míjeil Saakashvili (un oculto agente de la CIA, que
confiaba en que su aventura sería amparada por Washington y la OTAN) lanza una
provocadora ofensiva militar sobre Osetia del sur, que dio lugar a una breve
guerra con Rusia, la cadena CNN sirvió al mundo imágenes de tanques georgianos
como si fueran rusos, y la destrucción causada por los bombardeos de Georgia en
Osetia fue presentada como si fueran los efectos de ataques rusos en la ciudad
de Gori, donde no hubo apenas desperfectos. Después de todo, esos partidarios de
la mentira tienen consumados maestros en Washington, uno de cuyos
representantes, el secretario de Estado Colin Powell, llegó a agitar, el 5 de
febrero de 2003, un tubo ante los ojos del Consejo de Seguridad de la ONU y ante
el mundo, asegurando que podía contener ántrax y mostrando grandes diapositivas
que, según el gobierno norteamericano de Bush, demostraban que Iraq tenía “armas
de destrucción masiva”. Todo era mentira.
Suele recurrirse a la acusación de “teorías conspiratorias de la historia” para
desactivar algunas molestas evidencias. Sin embargo, las cosas son más
sencillas, y, al tiempo, más complejas: todas las potencias internacionales
defienden sus intereses y sus proyectos, y utilizan para ello todo tipo de
recursos, desde la diplomacia a la presión política. Muchas, recurren a la
mentira, las provocaciones y la organización de grupos terroristas, y, en esos
menesteres, Estados Unidos y sus aliados son maestros aventajados. Sabemos hoy,
por ejemplo, que los servicios secretos norteamericanos trabajaron desde Bakú,
con la complicidad del gobierno de Aliev, para incendiar Chechenia y crear
nuevos focos de conflicto en el Cáucaso, y no han renunciado a seguir utilizando
esa carta en el futuro. Washington sigue conservando en su poder los recursos
para reactivar conflictos en el sur de Rusia, como mueve sus peones en Asia
central para dificultar un hipotético reagrupamiento de las viejas repúblicas
soviéticas alrededor de Moscú. A veces, solo hay que incendiar la mecha, y las
guerras toman una dinámica propia.
Los problemas que afrontaba la URSS a finales de la década de los ochenta, (por
la incompetencia de los gobiernos de Gorbachov, que los agravaron con proyectos
e iniciativas que crearon graves disfunciones en la economía soviética) eran
casi una broma si los comparamos con el desastre apocalíptico que llegó en la
década de los noventa, bajo la dirección de Yeltsin, Chubais, Gaidar y
Chernomirdin (asesorados por el gobierno norteamericano, el Banco Mundial, el
Fondo Monetario Internacional, y por expertos estadounidenses), que destruyó la
economía, colonizó la estructura del Estado, y, según diversas investigaciones,
causó una atroz mortandad entre la población soviética: solamente en Rusia (que
contaba con la mitad de los habitantes de la URSS), la investigación de David
Stuckler, de la Universidad de Oxford; Lawrence King, de la Universidad de
Cambridge, y de Martin McKee, de la London School of Hygiene and Tropical
Medicine, publicada por la revista médica Lancet, llegó a la conclusión de que
la terapia de choque de Yeltsin había causado un millón de muertos. Ese programa
delirante fue posible gracias al golpe de Estado de 1993, que causó una matanza
en Moscú y en otras ciudades, y que contó con el apoyo de Occidente, que amparó
una suerte de vía militar al capitalismo. La destrucción de la URSS permitió a
las nuevas élites crecidas al amparo de la confusión gorbachoviana, y a los
conversos, apoderarse de las propiedades públicas y afianzar su poder en todas
las repúblicas.
El golpe de estado de Yeltsin en 1993, bendecido por Clinton y por Major, por
Kohl y Mitterrand, en una irresponsable y delirante operación, llevó casi a la
destrucción de la propia Rusia, y dejó el país en ruinas, como recoge la propia
Hélène Carrère d'Encausse. A juicio del Partido Comunista ruso, veinticinco años
después de la desaparición de la URSS, siguen sin superarse sus consecuencias.
La privatización de la economía fue llevada a cabo por delincuentes, destruyó
miles de empresas y combinados industriales e hizo posible que la mayor parte de
la riqueza soviética esté hoy en manos privadas, en Rusia y en las otras
repúblicas.
3. Putin representa hoy la nueva derecha rusa conservadora, patriota, de
compleja significación: por un lado, utiliza los presupuestos públicos y los
recursos del país para su propio enriquecimiento, creando una oligarquía
obscenamente rica, mientras degrada las condiciones de trabajo, el derecho a la
vivienda, la sanidad y la educación de los ciudadanos; por otro, detuvo la
destrucción del país, e inició su reconstrucción, alejando el fantasma de la
partición de la propia Rusia (objetivo al que no han renunciado los estrategas
del Pentágono y de los servicios secretos norteamericanos). En política interior
Putin no ha dudado en aplicar programas neoliberales que dañan a los
trabajadores y a la mayoría de la población, y, aunque mantiene importantes
áreas de propiedad pública, no por ello desiste de privatizar: el Partido
Comunista ruso criticaba en febrero de 2017 el intento del gobierno de Medvédev
de privatizar casi ochocientas empresas de propiedad pública. Putin es un
ejemplo más de esos dirigentes que han hecho de la política y del ejercicio del
poder el centro de su existencia, personajes que se adaptan a cualquier época y
que se sustentan en complejos equilibrios siempre que ello les permita
mantenerse en el poder. Si bien su política exterior intenta recobrar el
protagonismo perdido, no está en el centro de sus preocupaciones combatir el
imperialismo norteamericano, aunque, consciente de que tras las sangrientas
aventuras de Washington en Afganistán, Iraq y Libia, y de que la expansión de la
OTAN amenaza a la propia Rusia en sus fronteras, se ha enfrentando a sus
propósitos en Siria, hilvanando al mismo tiempo una alianza estratégica con
China que limite el poder estadounidense en el mundo. Una parte de la izquierda,
poco avisada, que se nutre de rudos análisis sin matices, ha llegado a equiparar
la política exterior rusa con la norteamericana, aludiendo a un supuesto
imperialismo común, aunque enfrentado, obviando que mientras Washington mantiene
más de setecientas bases militares en unos ciento veinte países del planeta,
Moscú sólo tiene una base en el exterior. Otra parte, confunde a Putin con un
dirigente comunista.
El partido de Putin, Rusia unida, navega entre la complejidad y la ambigüedad:
su nacionalismo le lleva a asumir con orgullo la condición de superpotencia de
la URSS, pero, al mismo tiempo, rechaza que el desarrollo y fortalecimiento del
país fuese la consecuencia de la revolución bolchevique de 1917 y del
socialismo. Mientras Putin sigue trabajando para limitar la influencia comunista
en el país (sus agencias de inteligencia han creado en los últimos años tres
partidos “comunistas” para dañar la fortaleza del Partido Comunista dirigido por
Guennadi Ziugánov), tiene buen cuidado de no atacar frontalmente al socialismo
soviético (a diferencia de lo que ocurría en los años de Yeltsin), sabedor de
las simpatías que sigue conservando entre los rusos. La revolución bolchevique y
el socialismo, asumiendo también los rasgos negativos que desarrolló, siguen
siendo defendidos por los trabajadores: la última encuesta realizada por el
Levada Center entre la población rusa, a finales de enero de 2017, revela que la
mayoría de los ciudadanos tienen buena opinión de Breznev y Stalin, y aunque el
22% rechaza la figura del georgiano, apenas un 9% tiene mala opinión de los años
de Breznev, y el apoyo al socialismo es ampliamente mayoritario hasta el punto
de que querrían el retorno de la Unión Soviética. De forma contradictoria,
también Putin mantiene una considerable aprobación, que, sin duda, obedece al
hecho de que acabó con la criminalidad mafiosa en las calles que aterrorizó al
país en los años de Yeltsin, y a su nuevo protagonismo que otorga peso
internacional al país.
Putin navega entre dos aguas: recuperó el himno soviético, el desfile de la
victoria sobre el nazismo, mantiene la bandera roja con la hoz y el martillo en
el ejército mientras intenta desarrollar una nueva imagen rusa, simbolizada en
la bandera tricolor, sin olvidar que ahora ha previsto dedicar una calle y
erigir un monumento a Fidel Castro; pero también asiste a los ritos de la
iglesia ortodoxa, mantiene excelentes relaciones con el patriarca Kiril, y ha
visto con agrado que el ayuntamiento de Moscú erigiese una estatua al zar
Alejandro I, rival de Napoleón, muy cerca del jardín de las murallas del Kremlin
donde se recuerda a las ciudades héroes de la resistencia contra los nazis
durante la Segunda Guerra Mundial; así como un monumento, también junto al
Kremlin, al príncipe Vladímir, como “reunificador de las tierras rusas”, gestos
todos ellos dirigidos a cultivar el orgullo nacional. La nueva Rusia no ha
podido recuperar toda la influencia que ejerció la URSS en el escenario
internacional, y aunque desde la intervención de Putin en la Conferencia de
Múnich de 2007 su gobierno ha levantado la voz para denunciar la expansión
norteamericana hacia sus fronteras, no pudo evitar el golpe de Estado en Kiev,
ni el peligroso foco de guerra del Donbás en sus fronteras, ni la llegada de
fuerzas de la OTAN a Ucrania: la recuperación de Crimea es apenas un premio de
consolación, aunque haya fortalecido su prestigio entre los rusos. Al mismo
tiempo, Putin es consciente de que el potencial militar ruso no es comparable al
soviético, pero conserva una parte importante de su poder de disuasión gracias
al arsenal atómico heredado de la URSS, que el gobierno de Medvéded está
renovando.
Los rasgos que caracterizan a otras antiguas repúblicas soviéticas son diversos,
desde la existencia de una supuesta democracia en Estonia, Letonia y Lituania,
que convive con la marginación y falta de derechos cívicos de los rusos que
viven allí y con la complacencia hacia los nacionalismos sectarios y los grupos
de nostálgicos nazis, elevados a la categoría de héroes de cada nación, hasta
las satrapías de Turkmenistán, Uzbekistán o Kazajastán, por no hablar de la
extrema derecha que se apoderó del gobierno en Ucrania. A su vez, los antiguos
países socialistas europeos se han convertido, de momento, en reductos de la
derecha nacionalista y de la ultraderecha: desde Polonia, a Hungría, pasando por
Rumanía, Bulgaria, incluso en Chequia o Eslovaquia, presentan inquietantes
rasgos xenófobos, de extrema derecha o directamente fascistas.
La Unión Soviética fue una referencia y un acicate para el movimiento obrero
mundial, y el ataque a las conquistas sociales en muchas regiones del planeta ha
sido posible, también, por la desaparición de la URSS. Aunque ya se había
iniciado el ataque sistemático del neoliberalismo contra los derechos de los
trabajadores, la ausencia de la URSS estimuló la revancha: el incremento de la
explotación, la reducción de salarios, el aumento de la edad de jubilación, la
pérdida de derechos en la sanidad, la educación, la precarización del trabajo,
el aumento arbitrario de las horas laborales, la pérdida de pensiones, han ido
de la mano de un ambicioso proyecto de dominación que Estados Unidos lanzó en
muchas regiones del planeta: desde las guerras de Yugoslavia, hasta la creación
de Kosovo, las guerras en Afganistán, Iraq, Libia, Siria, el golpe de estado en
Ucrania, por citar solo las más graves, y, también del acoso a Rusia en sus
fronteras europeas con el acantonamiento de nuevas tropas de la OTAN y con el
despliegue de su escudo antimisiles, así como el programa de contención a China,
designado como el nuevo enemigo global. Ese proyecto de dominación que
Washington inició tras la desaparición de la URSS se ha visto entorpecido por
dos fenómenos imprevistos por sus centros de investigación y por su diplomacia:
el impresionante fortalecimiento chino tras su entrada en la OMC, y el nuevo
papel ejercido por Rusia, que con Putin ha dejado atrás la subordinación
política de los años de Yeltsin y Kozirev.
4. Una parte de la izquierda, socialdemócrata o izquierdista, celebró como una
victoria la desaparición de la Unión Soviética, con una evidente miopía política
y una falta de perspectiva estratégica que la catástrofe humana, con millones de
muertos a causa de las reformas capitalistas en todo el antiguo bloque
socialista europeo, no les ha hecho revisar. Tampoco los retrocesos posteriores
de los derechos sociales en el mundo occidental les han llevado a interrogarse
sobre los efectos de la ausencia soviética. La destrucción de la URSS debilitó a
los partidos comunistas en todo el mundo, aunque no debe perderse de vista que
la mayor organización política del mundo tiene esa ideología: el Partido
Comunista Chino, y que existen relevantes partidos de la misma tendencia en
todos los continentes, que se proclaman hijos de la revolución de octubre. Al
mismo tiempo, para su sorpresa, dañó a los partidos socialdemócratas, cuya
complicidad con las políticas neoliberales (de Francia a Grecia, de España a
Italia, de Venezuela a Gran Bretaña) en el último cuarto de siglo les ha llevado
a una crisis que puede ser terminal.
En esos veinticinco años transcurridos desde el eclipse de la URSS, las
propuestas y la acción de gobierno de los defensores del capitalismo se han
basado en el aniquilamiento del llamado Estado del bienestar, en los despidos
arbitrarios de trabajadores, en la precarización del trabajo, en la reducción
unilateral de los salarios, en el ataque a la instrucción pública, en el intento
de eliminación de los sistemas públicos de salud y de las pensiones pagadas por
el Estado; y la izquierda y los sindicatos han sido incapaces (pese a luchas y
resistencias muy honrosas) de hacer frente a ese programa de devastación de la
dignidad humana y de la confianza en un mundo más justo.
Los laboratorios ideológicos del neoliberalismo han intentando destruir el
orgullo y la conciencia obrera, marcar a fuego a los trabajadores como toscos y
zafios habitantes de la periferia del sistema; han pretendido hacer arraigar la
noción de que las ideas de izquierda, del socialismo, del comunismo, son ásperos
recuerdos de un mundo que ha perecido, y que la modernidad reside en la
adaptación servil y en el consumo de la basura ideológica que escupen todas las
pantallas que utiliza el sistema capitalista y todos los nuevos mecanismos de
control de la información. Esa operación ha hecho mella en la izquierda, que ha
visto cómo se reducían sus militantes, cómo se volaba la memoria histórica del
movimiento obrero, cómo se declaraban obsoletos el marxismo y la lucha de
clases, se acusaba a la izquierda de impotencia para actualizarse, incluso se
declaraba desaparecido el mundo obrero de ayer (y, por tanto, la necesidad de
sindicatos y partidos de izquierda), pese a la evidencia de que, hoy, existen
más trabajadores fabriles en el mundo que en ningún otro momento de la historia.
Porque los problemas de la izquierda vienen de lejos. Achille Occhetto, el
artífice de la svolta della Bolognina que liquidó el Partido Comunista Italiano,
afirmó entonces, con la tramposa retórica de quienes se atribuyen siempre lo
nuevo para arrojar a sus oponentes al infierno de las ideas muertas de la
historia, al pozo oscuro del pasado obsoleto: “No hay que continuar por viejas
carreteras sino inventar nuevas para unificar a las fuerzas de progreso". En
realidad, se limitaron a transitar por los viejos caminos de la sumisión al
capitalismo que desembocaron en ese triste e impotente Partito Democratico.
Desde entonces, en Europa han aparecido partidos y movimientos que, de manera
confusa, pretenden articular las energías de la izquierda, de la oposición:
desde Syriza hasta Podemos, desde el MoVimento 5 Stelle hasta Die Linke, desde
el efímero Partido anticapitalista francés hasta los verdes (ayer, antagonistas,
y hoy integrados) todas esas fuerzas se mueven en el terreno de la moderación y
el miedo: son hijos de la derrota, y se revelan incapaces de romper el cordón
umbilical con el capitalismo, de proponer un horizonte socialista, con la
excepción de Die Linke. Una opción es articular amplios bloques sociales para
lidiar en las calles, en las elecciones y en los parlamentos (sin olvidar, el
imprescindible trabajo político en las fábricas y empresas), y otra muy distinta
apostar por la creación de partidos vagamente de izquierda que renuncien a
combatir por el socialismo. Porque el espejismo que se agita ante el rostro de
los trabajadores y de los excluídos, de nuevo, es el de volver a construir una
izquierda tímida, dócil, que renuncie al socialismo, resignada ante el poder
capitalista. Además, esa nueva y limitada izquierda se revela incapaz de atraer
a los trabajadores, que, en un mundo lleno de incertidumbres, sucumben con
frecuencia a los populismos demagógicos que articulan el discurso de la extrema
derecha. Porque una evidencia se impone: para el conjunto de la humanidad, el
capitalismo ha sido incapaz de resolver sus problemas, y la acumulación y la
expansión depredadora y sin límites ha puesto al planeta al borde de la
catástrofe. Sin embargo, el estallido de la crisis ha creado espejismos para una
notable parte de la población, y de los trabajadores: legiones de ciudadanos
esperan que la peor parte de las dentelladas neoliberales no les afecte, y
reaccionan políticamente ante el miedo a perderlo todo, ante las nuevas
migraciones causadas por las guerras coloniales, refugiándose en los nidos de
víboras de la nueva extrema derecha que les ofrece un retorno a la vieja
seguridad, a los estados nacionales, a las ilusorias fortalezas donde resistir
la llegada de otros trabajadores más pobres y de los refugiados de las guerras.
Además, esa extrema derecha lanza sus propuestas (de Le Pen a Trump, de
Kaczyński a Orbán, de Petry a Wilders), envueltas en ocasiones en una retórica
que no por hipócrita deja de parecer incluso “progresista”, y reclaman
proteccionismo para las industrias nacionales, mirándose en el espejo de los
años treinta del siglo XX sin ver que aquel programa trajo duros pleitos
comerciales, nuevas aventuras coloniales y, finalmente, la guerra. Las
instituciones europeas se revelan impotentes para hacer frente a la
ultraderecha, como la socialdemocracia y esos nuevos y vagos movimientos de
izquierda, y ante el peligro del nuevo fascismo es urgente oponer un bloque
social como el que levantaron los partidos comunistas en muchos países de la
Europa de entreguerras.
No es posible la reforma del capitalismo, y las opciones que se empeñan en
transitar vías de esa naturaleza, recuperando viejos esquemas socialdemócratas,
están abocadas al fracaso. La derecha pretende, en todos los países, hacer
retroceder los derechos de los trabajadores, privatizar las propiedades
públicas, acabar con la sanidad y la educación gratuita, convertir a los
jubilados en rehenes de compañías de seguros y entidades financieras. Y ello no
se combate con tímidas ideas reformistas. El drama de la izquierda, muy presente
en Europa, pero también en otros continentes, es que siendo consciente de la
imposibilidad de la reforma del capitalismo, resta paralizada para proponer vías
socialistas por la presión del poder y de los medios de comunicación. La
democracia representativa burguesa y el parlamentarismo han mostrado sus
límites, y el movimiento obrero y los nuevos movimientos sociales deben
recuperar la acción en las fábricas e incrementar la presencia de los
trabajadores en las calles.
La historia no es como la esperábamos, pero recordar la revolución bolchevique
no es un ejercicio de nostalgia del pasado, sino de apuesta por el futuro, y el
socialismo y el carácter social que deben tener las fuerzas productivas deben
estar en el centro de las preocupaciones de la izquierda. El nuevo horizonte de
los hijos de la revolución bolchevique debe desarrollar, junto a la propiedad
pública de los medios de producción, cuatro aspectos esenciales: la liberación
de la mujer, la ampliación de la democracia y la libertad, una justa
distribución del trabajo y del bienestar en el mundo, y la quiebra ecológica. La
revolución bolchevique de 1917 ha sido el punto de partida de las nuevas luchas
revolucionarias en el mundo, y su aportación a la construcción del socialismo no
ha desaparecido, porque el capitalismo no puede resolver los problemas de la
humanidad, y aquí reside el valor de la revolución bolchevique y de la mirada de
Lenin. Esa revolución, enterrada mil veces, acusada por sus carencias
democráticas y libertarias, creadora del país símbolo de la victoria contra el
nazismo que lo hizo víctima de la matanza más cruel de la historia; artífice del
único país que durante décadas se enfrentó en solitario al imperialismo
occidental; estímulo de nuevas revoluciones en el mundo y sostén de la lucha
anticolonial, sigue abonando el fermento de la revuelta, porque, pese a todo, el
legado bolchevique sigue vivo, y la elección sigue siendo entre socialismo o
barbarie.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una
licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.
In
REBELION
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=226190
4/5/2017

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