sábado, 17 de dezembro de 2016

El legado estructural de las democracias capitalistas


Las promesas rotas de los presidentes de Estados Unidos

James Petras


      Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

En los últimos tiempos, y probablemente desde el establecimiento del sufragio
universal, los presidentes electos han violado o roto sistemáticamente sus
promesas al electorado.
Este artículo empieza recordando las promesas del presidente saliente, Barack
Obama y del presidente electo, Donald Trump. Luego examinaremos las razones por
las cuales la retórica populista y las promesas de paz y democracia que siempre
se escuchan en las campañas se abandonan en cuanto el ganador nombra los
miembros de su gabinete, comprometidos con políticas dictadas por las élites,
militaristas y autoritarias, muy lejos de las expectativas de los electores.
 Obama: Estilo y sustancia
Barack Obama, como todos los demagogos, prometió a los votantes estadounidenses
que pondría fin a la ocupación militar de Irak, cerraría el campo de
concentración de Guantánamo, acabaría con la tortura y el secretismo, defendería
las libertades civiles, protegería a los poseedores de hipotecas estafados por
los banqueros de Wall Street, aprobaría una verdadera reforma de la sanidad y
elaboraría un procedimiento para que los trabajadores inmigrantes indocumentados
y sus familias pudieran acceder a la ciudadanía.
Por encima de todo, Obama promocionó la idea de que era “el histórico presidente
afroamericano” encargado de la tarea de cumplir las promesas de la revolución de
los derechos civiles. Obama se dirigió a los activistas de los derechos humanos
y civiles y les prometió poner fin a la violencia racial y la desigualdad.
Prometió acabar con las violaciones de las libertades individuales por parte del
Estado.
 El “histórico presidente negro”: Una cantidad de promesas rotas sin precedente
Todos los presidentes, en mayor o menor grado, han quebrado sus compromisos
electorales. Pero Barack Obama ha roto en sus dos mandatos más promesas y de
mayor calado que cualquiera de sus predecesores. Su administración tenía por
costumbre realizar promesas a sus seguidores para luego revisarlas
inmediatamente y dar marcha atrás. Cada una de sus promesas de reforma social,
atención sanitaria y política exterior basada en la diplomacia y el respeto solo
sirvieron de preludio a la imposición de nuevas políticas más regresivas y
nuevas guerras.
Su record es evidente: durante los ocho años de su presidencia, Obama rebajó las
expectativas de todas las circunscripciones populares a las que cortejó y sedujo
durante las campañas. ¡Nueve de cada diez estadounidenses negros votaron por
Obama en ambas campañas! A pesar del abrumador apoyo de los afroamericanos,
aumentó la desigualdad de ingresos entre trabajadores blancos y negros, aumentó
la violencia policial letal contra afroamericanos y se multiplicaron los ataques
de paramilitares blancos, incluyendo la quema de iglesias afroamericanas. Los
afroamericanos acusados de delitos no violentos relacionados con las drogas
(traficantes y consumidores) han sido encarcelados a un ritmo mucho mayor que
sus homónimos blancos, mientras las gigantescas élites farmacéuticas y los
médicos que prescriben narcóticos que estimulan la adicción a los opiáceos
recaudaban unos beneficios cada vez mayores con total impunidad.
Obama continuó o comenzó siete guerras y docenas de operaciones violentas
clandestinas, superando a su predecesor, el presidente George Bush hijo. Sus
guerras provocaron la mayor cifra conjunta de africanos, árabes, asiáticos
meridionales y europeos orientales desposeídos, heridos y asesinados de la
historia mundial.
Obama transfirió 2 billones de dólares del Tesoro estadounidense para rescatar
dos docenas de bancos de Wall Street, que a continuación siguieron ejecutando
las hipotecas de 3 millones de viviendas de la clase trabajadora, en oposición a
su retórica de campaña.
Las principales corporaciones multinacionales consiguieron ocultar más de 2
billones de dólares de beneficios en paraísos fiscales del extranjero. El
presidente articuló en alguna ocasión una “crítica retórica edulcorada” contra
los evasores de impuestos de las grandes corporaciones mientras seguía
fiscalizando a los sobrecargados trabajadores, cuyos niveles de vida no paraban
de caer.
Los militaristas corrompieron la administración Obama al completo hasta un punto
no visto desde que los belicistas Harry Truman y Winston Churchill iniciaron
cínicamente la Guerra Fría.
Obama practicó la política de rodear a Rusia de bases militares de EE.UU. y la
OTAN asentadas por doquier, de los nuevos satélites bálticos estadounidenses a
los Balcanes, del Mediterráneo al Cáucaso.
El régimen Obama financió los golpes de Estado violentos y las iniciativas
sangrientas de “cambio de régimen” en Ucrania, Siria, Somalia, Libia, Honduras y
Yemen, con resultados devastadores para millones de personas desplazadas y
destituidas. Ningún otro señor de la guerra, pasado o presente, puede igualar la
miseria y el caos sembrados por el régimen de Obama.
 El don de lenguas de Obama
Obama, siempre camaleónico, hablaba con diferentes acentos y cadencias a las
diferentes audiencias: a los jóvenes les hablaba en la jerga juvenil, se
comunicaba con raperos, estrellas del baloncesto y del béisbol y famosos del
cine. Con las damas negras que asisten a la iglesia, este graduado de la
elitista academia Panahou y la Escuela de Derecho de Harvard, nacido y criado en
Honolulu, adoptaba un acento baptista sureño, completamente ajeno a la forma de
hablar de su madre y su abuela. Cuando se dirigía a los sofisticados peluqueros
de perros de Chicago y a sus seguidores del sector de las finanzas, volvía a
hablar con una seriedad profunda bien modulada.
Su lenguaje estaba lleno de eufemismos: el famoso pivote hacia Asia suponía un
agresivo y peligroso cerco marítimo y aéreo a China, con la intención de
paralizar la mayor economía asiática.
Mientras hablaba de protección al medio ambiente y derechos de los trabajadores,
presionaba para lograr el Acuerdo Transpacífico de libre comercio que otorga a
las corporaciones multinacionales el poder de devorar los derechos laborales o
las regulaciones ambientales.
También había prometido con tono firme proteger el acceso de los nativos
americanos a sus tierras tradicionales, sus fuentes de agua y sus lugares
culturales, comunitarios y religiosos. En la práctica, protegió los grandes
proyectos de gasoductos y oleoductos que invadieron las tierras indígenas con
una brutal policía militarizada y guardias de seguridad privados, que golpearon
y encarcelaban a los activistas por la justicia social y amenazaron a los
periodistas.
Obama ha reforzado los existentes operativos de vigilancia de la policía estatal
a pesar de que violaban derechos constitucionales y ha impuesto una ampliación
del control policial, especialmente contra los denunciantes de abusos
(wistleblowers). Al mando de una de las administraciones más herméticas de la
historia, es el presidente que ha perseguido, destruido y encarcelado más
funcionarios heroicos, por el “delito” de sacar a la luz delitos del Estado
contra la ciudadanía. Ha hecho ostentación de las leyes federales que garantizan
la protección de dichos denunciantes mientras aterrorizaba al sector público,
desmoralizando a lo mejor de nuestros funcionarios.
 Donald Trump: Promesas electorales y traiciones poselectorales 
Decidido a superar las promesas rotas del presidente Obama, el presidente electo
Trump rápidamente renunció a su campaña retórica de “drenar la ciénaga” de
Washington y abrazó a sus “acérrimos enemigos” con el fervor de una cortesana
experta. Los políticos republicanos tradicionales, empresarios y ocupantes de
Wall Street, inicialmente opuestos a “Donald”, se han subido al carro y se han
lanzado a sus brazos.
Trump ya ha roto las principales promesas que realizó en campaña a sus
electores. Al tiempo que anunciaba que no “encarcelará” a Hillary Clinton por
sus actividades relacionadas con la Fundación Clinton cuando estaba en el poder,
ha alabado su valor e integridad. Después de ser elegido, incluso ha
condescendido con el antiguo presidente Bill Clinton, el del “escándalo sexual
del despacho oval”. Puede que Trump haya cambiado de opinión respecto a la
corrupción y los delitos de los Clinton, pero su masa de seguidores no lo ha
hecho.
Trump alabó públicamente a Hillary Clinton a cambio de su decisión inicial de no
enfrentarse a su victoria y “transición” electoral. Sin embargo, su utilización
de la candidata del Partido Verde Jill Stein para oponerse al conteo electoral y
las acusaciones de la CIA y el Partido demócrata de la conspiración
Rusia-Trump-FBI para influir en la campaña puede forzarle a revisar su decisión
cuando de la ciénaga parecer surgir maniobras para dar un golpe de Estado
palaciego.
Ha continuado con sus negocios privados, a los que prometió renunciar, para
consternación de sus leales activistas de base.
Con la elección de los principales miembros de su gabinete, Trump ha lanzado
señales contrapuestas: rompió sus promesas respecto a sus políticas económica,
diplomática y exterior al nombrar o considerar el nombramiento de varios
políticos representativos del ala republicana más convencional para ocupar
puestos importantes, incluyendo a un vocal crítico como representante ante la
ONU. El ala mayoritaria de los republicanos despreciaba a la masa electoral que
apoyaba a Trump. Sin embargo, Pero también se ha rodeado de consejeros delegados
del sector empresarial más orientados al mercado y menos militaristas que los
típicos políticos del establishment demócrata y republicano.
También ha mantenido su promesa electoral de proteger el comercio y la industria
estadounidenses, favoreciendo una política comercial con Rusia y pretendiendo
negociar acuerdos de comercio más ventajosos con el presidente chino. Ha
anunciado el nombramiento del consejero delegado de Exxon, Rex Tillerson, como
secretario de Estado, una decisión claramente encaminada a finalizar las
sanciones contra Rusia, que habrían cerrado las puertas de ese enorme mercado a
las empresas y los gigantes de la energía estadounidenses.
Ha apelado directamente a la masa claramente partidaria de Israel, prometiendo
“hacer pedazos” el acuerdo nuclear con Irán, muy impopular entre los judíos
estadounidenses e israelíes militantes. A pesar de decir que era “el peor
acuerdo de la historia de EE.UU.”, parece haber dado el “visto bueno” a los
intereses de las grandes compañías de gas y petróleo, encantadas de firmar
contratos multimillonarios con Teherán, y al gigante aeroespacial Boeing para
que venda una nueva flota de aviones de pasajeros a Irán.
La demagogia electoral no es solo el triste patrimonio de Obama. La quiebra de
las promesas es “la tónica dominante” de todos los presidentes demócratas y
republicanos. El engaño y el lenguaje populista falso son moneda corriente
porque es lo que exige la democracia capitalista a sus representantes políticos.
 Las bases estructurales de la democracia capitalista 
En las democracias capitalistas, los presidentes simulan dirigirse al “verdadero
pueblo” mientras trabajan hábilmente a favor de los intereses de los grandes
capitalistas y banqueros.
Cuando la “democracia capitalista” se ve amenazada y desacreditada, entra en
acción la búsqueda de demagogos populistas. Cuando los activistas por la paz y
la justicia social organizaban manifestaciones masivas contra los bancos
lideradas por el movimiento “Occupy Wall Street”, los banqueros echaron mano del
“primer presidente negro de EE.UU” para desviar la indignación de los
propietarios de viviendas desahuciados, engañar a los estudiantes blancos, tomar
el pelo a los votantes latinos, cautivar a las devotas negras y conducir a todos
ellos a los brazos corrompidos del partido demócrata.
Cuando la economía obligó a millones de personas a aceptar trabajos mal pagados
y sin futuro y a disminuir su nivel de vida, cuando la globalización empobreció
a pequeños y medianos empresarios y tenderos locales, apareció en escena un
multimillonario bocazas rey de los casinos para ladrar su hipócrita retórica
populista denunciando a la Sra. secretaria Hillary Clinton por sus lazos
carnales con Wall Street. ¡Y resultó elegido presidente de los Estados Unidos!
En otras palabras, cuando el capitalismo entra en crisis, los demagogos salen de
debajo de las piedras.
Extravagantes capitalistas demagogos reemplazan a los típicos mentirosos
transmisores de políticas electorales corruptas. La demagogia de Obama y de
Trump ganó a los discursos aburridos de Hillary Clinton y Mitt Romney.
Independientemente de lo estrafalarias que sean sus mentiras, Hillary y Mitt no
fueron capaces de atrapar la imaginación de los votantes. Las democracias
capitalistas se han hecho más frágiles cuando las crisis económicas han
arraigado y las recuperaciones son breves y débiles. El ascenso creciente de
demagogos presidenciales, de Obama a Trump, refleja el rechazo de las élites
capitalistas a compartir cualquier ganancia de productividad con los
trabajadores o a pagar impuestos sobre los beneficios que les reportan sus
empresas en el extranjero para así aliviar la carga fiscal sobre los
asalariados, o de invertir en una economía productiva que proporcione empleo a
trabajadores bien pagados en lugar de participar en la especulación.
La “democracia capitalista” ya no puede engañar a los votantes. La mitad de
ellos se abstienen de un proceso que no refleja sus intereses. Y la mitad de los
votantes reales rechazan a los políticos tradicionales. Para retener una mínima
apariencia de legitimidad electoral y permitir que los capitalistas continúen su
gobierno, los demagogos tienen que reemplazar a los políticos “averiados” que se
han prostituido demasiado abiertamente y con demasiada frecuencia.
Más del 80 por ciento de los votantes saben que sus votos no tienen ningún
impacto en las decisiones políticas relacionadas con la guerra y la paz, las
desigualdades internas y la distribución de la renta: los asuntos que realmente
importan.
El capitalismo ya no es capaz de seguir reproduciéndose mediante una maquinaria
electoral falsa. Si no fuera por la predecible aparición de novedades, como el
“primer presidente negro” Obama o el “famoso presentador” Trump para ocupar la
Casa Blanca gracias a un voto de protesta masivo, decenas de millones de
abstencionistas y votantes descontentos podrían llenar las calles, echar a
patadas a los líderes sindicales impostores que “hablan” solo por el 7 por
ciento de los asalariados y rechazar de plano a los dos partidos políticos
unidos como uña y carne al servicio de la élite del 1 por ciento.
 Conclusión 
Imaginemos que los demagogos capitalistas finalmente pierden su atractivo para
las masas por causa de sus repetidas promesas incumplidas. Supongamos que se
produce un regreso temporal a los charlatanes políticos insulsos, responsables y
cotidianos, cuando se agote este llamado “ciclo de outsiders”. El descontento de
las masas no desaparecerá. A medida que crezcan la crisis económica y las
desigualdades, será inevitable que se produzcan estallidos públicos
extra-parlamentarios. Estas explosiones instalarán el miedo y la incertidumbre
entre los banqueros, los especuladores y los fabricantes multimillonarios de
dispositivos electrónicos. La tan cacareada “arquitectura de Silicon Valley” se
derrumbará como castillos de arena. Puede que la clase capitalista tenga que
cambiar las urnas por las balas. ¿Podrán confiar su riqueza y su estatus en las
manos de miles de soldados y policías a quienes se les ordene rodear y disparar
a millones de sus compatriotas trabajadores? ¿O ya están soñando con robots…?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una
licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.
In
REBELION
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220542
17/12/2016

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